La vida o la muerte, el brote negro de la noche confundiéndose con el día que despunta en el horizonte. La anochecida y el mar que lo embebe todo…cuerpos, ideas, remolinos, subterráneos, escupiéndonos su aroma salado, centenario, milenario, ancestral.
Había una gaviota estática en el cielo, la misma que parece clavada en el camino de vuelta a casa, irreal y fantasmagórica , porque temblaba la noche y arreciaba el frío.
Es diferente el retorno a casa después de haber visto a tus padres, porque parece difuso, solo sus caras ancianas gravadas en la retina y las voces opacas y la frugalidad de los vaivenes del tiempo y de la inexactitud de saberse aquí, por pura chiripa.
Algunas veces la ciudad que nos vio nacer nos parece melancólicamente extraña y los comercios de los chinos vacíos, la gente que acompasa el paso y las pocas compras , no nos infunden tristeza , sino sobriedad y calma, porque nos da la sensación- tontos que somos, no hay la menor duda- de que siempre se puede salir del agujero.
Es duro, cierto, porque hay gente que limita al norte de la precariedad, comiendo no solo ya de las inexistentes subvenciones, sino de las ayudas a las discapacidades de sus hijos, con emolumentos que no se ven en ninguna cuenta que se precie, porque desaparecieron hace mucho y solo la patética confianza en que cualquier tiempo lejano puede ser mejor, inspiran el alma torturada.
Algunas veces la ciudad que nos vio nacer se nos muestra matrona complaciente, de labios turgentes y señorona, acostada en silla de cemento con peineta de edificios nuevos y viejos, en la cabeza astral y en los ojos- alcantarillas-una mirada despectiva y torcida.
Huele a mar a poco que se mueva- la muy aciaga- y no es Givenchy , ni Dior , ni mucho menos Bulgari, es aroma rancio, añejo , a playa, a mareas, a ramalazos de pescadores, a gente desdentada que se junta a pie de marea para charlar y pescar, escupir y regurgitar -como las cabras- ancianidades y pensiones escasas.
Las caballas anguadas con pan, las doradas, las fritangas y los cubos de plástico, apalabrados por la espera, entre aparejos de matar, lo que se mueva, y babuchas usadas por generaciones de paciencia y uñas largas, en dedos negros, de untar pasos y manos trabajadas, arrugadas y heridas, que se afanan en ordenar un simple papel de fumar.
Algunas veces la ciudad que nos vio nacer , se nos hace extraña, como de otros y nos parece aún más nuestra porque ya no lo es , porque nos fuimos de ella y la huimos, la dejamos ahí quieta , olvidada, como las compañeras del colegio, que al encontrar sus pasos, te asombras de que hayan crecido y sean mujeres enteras, revenidas, enlucidas y taconeadas y te miras al espejo de un escaparate y te retratas en la frente como de rebajas y sabes que –definitivamente-has cambiado , que te has hecho piel madura, huesos yermos , en un vaivén imparable, que solo hace ir para delante .
Eso es lo que el mar te trae cuando el coche se para , porque hay atasco y tus hijos –detrás- están milagrosamente tranquilos y la cabeza te da vuelcos , porque el vientre del mar se te mete por entero en la garganta ,en cuanto bajas la ventanilla y ni las voces de “hace frio” o “súbela ya” te dicen nada , porque la mente se te reviene y comes a machacadas de aliento marino, ostiones y cangrejos moros, piedras enverdinadas y lapas crudas.
Algunas veces , el tiempo se para en una carretera volviendo a casa, porque has visto la ciudad en la que has nacido extraña y difusa, digna protagonista de un maldito cuento de hadas y no hay nada ,ni nadie, que pueda amargarte la dicha , porque has entrado en catarsis y ni el atasco, ni los que se quieren colar , para llegar dos minutos antes a su casa, te dicen nada, porque sabes que es un instante, es “ese instante” y es solamente tuyo, gaviota, mar, carretera , noche y frío.