Adolfo Domínguez -de conocerlas-hubiera envidiado las arrugas del Río San Pedro. En su trasiego por los Toruños, riza sus márgenes plegándose sobre sí mismo, decantándose al mecerse para parir ese dragón verde que nada en sus entrañas. No llegan allí los ecos moribundos de los cotilleos de Internet, ni las pamplinas de los tiktoquers, influencers, ni mierdas varias que enturbian vidas y dan de comer a la morralla.
Cuando los hombres eran libres con sueldos de miseria, cuando las mujeres entibiaban su piel con nylon y represiones, nadie opinaba más que las editoriales y las cartas al director. Ahora todo el que tiene un terminal, lo hace a pleno pulmón. El mundo está corroído por la envidia, el odio y el rencor más visceral a la nada más absoluta.
Las portadas del Hola de casas señoriales se han travestido en páginas de venta de casas minoristas, cocinas de ensueño- que nunca olerán a refrito de ajos- y mercantilismo radical a golpe de euros. Todo se compra y se vende, hasta los niños aun antes de haber nacido.
Nadie debería comercializar ya con ellos, resguardados de paparazzis y de exclusivas paternas por leyes y constitucionalismo, pero aun así se deslizan por las redes infancias televisadas, familias de quita y pon que milimétricamente conocemos hasta cuando defecan. Ya los realitys no son lo que fueron porque todo es manoseado al ponerlo al alcance de nuestra tecla. La honradez, la decencia, lo privado y lo genuino han quedado como el corsé, olvidados en el fondo de un armario carcomido por la polilla.
Podríamos decir que nada nos asusta, ya que nada desconocemos. Todo está a nuestro alcance con solo conectarnos y, sin embargo, no hemos limitado las desigualdades, ni erradicado el hambre, ni matado a la guerra. Somos lo mismo que éramos desde hace décadas, quizás milenios. No hemos inventado nada ni curado el cáncer, no viajamos por las estrellas ni hacemos otra cosa que publicitar los remedios de las abuelas- y sus recetas- en una aplicación digital que versionamos por toda la jeta. Nos aburrimos en esta era digital en la que podríamos hacer lo que nos diera la gana, pero seguimos siendo unos paletos que solo disfrutan con el pan y el circo de insultar, presumir y creerse los mejores.
Eso sí, ahora en primera persona con el salvavidas del anonimato. Todos queremos destacar por algo, sacar cuello por lo que sea, incluso por lo más bochornoso o patético, dando alegría Macarena a ese espermatozoide que se creyó especial solo por haber eclosionado antes en el huevo.
Si no conseguimos hacernos ese hueco en las redes- porque es duro currárselo y hace falta trabajo y paciencia, además de inventarse algo nuevo porque ya estamos hartos de copias de copias falsas-siempre nos queda ejercer de la vieja del visillo, sin visillo ni vieja, pero sí lanzando piedras. Para qué crear si se puede destruir a antojo. Para qué molestarse en hacer algo sí puedes joder libremente lo que los demás hagan.
Para qué pensar en un mundo atiborrado de borregos con tecla incorporada. Critica, machaca y quema a todo lo que se menee en esta Roma virtual con goces instantáneos que no sabe nada de atardeceres privados sin fotos, ni derivaciones digitales. Ya nada parece ser real, ni siquiera los besos de Tinder de dos sexagenarios a pie de la pasarela que conecta el Parque con el río.
Solo una mujer cansada mira ese río con el que tiene arrugas compartidas en el alma. De estrangis, un dragón verde nada bordeando las piraguas a buen recaudo, teniendo extremo cuidado de no asomar la cabeza por aquello de la privacidad, la honradez , la decencia y lo genuino.