Opinión

Requiem a mi amigo

No son muchos los que hoy día dedican minutos u horas de su tiempo a leer libros, artículos periodísticos o cualquier enciclopedia que caiga en sus manos. Los nuevos tiempos se acercan más a utilizar las nuevas tecnologías que, aunque son criticables, se imponen con una fuerza desmesurada a la belleza que otorga experimentar historias que pueden enganchar al lector durante días o meses. Dicen que detrás de la crítica, “está la intención”. Este comentario esgrimido carece de lo reseñado pero si está cargado de sentimiento. La utilización de los móviles y ordenadores lleva a los ciudadanos a olvidarse de escribir, acortando las palabras y generando un desmedido aumento de las faltas de ortografía. Pero yo no deseaba ni tenía la necesidad de esgrimir argumentos sobre este despropósito que, si no cuenta en el futuro con un cambio de estrategia, estaremos condenados a volver a estudiar El Quijote, como así se hacía en aquellos bonitos pero duros tiempos del Colegio de “San Agustín”. Lugar emblemático de la Ciudad de Ceuta, donde su principal premisa era escuchar misa a las ocho y treinta de la mañana, antes de dar comienzo a la primera clase del día. La educación marcaba el camino a seguir, posiblemente basada en la importancia que se le otorgaba a los principios y que era primordial para aquellos profesores y sacerdotes del tiempo. Dicen que la “letra con sangre entra”, y allí, donde entonces contábamos con no más de nueve o diez años, nuestras palmas de las manos o el tirón de las patillas eran calificadas, como el pan nuestro de cada día. Crecimos y hoy se puede decir que no influyó negativamente en nuestras personalidades y que sí, quedó claro, ese trato puede decirse que fue hasta bueno y que, a pesar de ello, estamos aquí sin secuelas.
Desde la nostalgia, tengo un especial recuerdo para aquellos buenos compañeros donde todos éramos amigos. Desgraciadamente, muchos de ellos ya iniciaron el camino de la Gloria como es el caso de Manuel Lobo, Javier Arrollo, Javi Prats, Jose Miguel Lopera Flores, Agustín Buades, etc… por otro lado, otros están entre nosotros y son buenos amigos como Fede León, Antonio Sencianes, Antonio Gutiérrez, Salcines, Carlos Torrado, Iñaqui Larrea, los primos Trujillo, Carlos Llinás, Juan Vivas y que por circunstancias de la vida, nuestra relación se encuentra en punto muerto. Por ese motivo, hoy quiero traer a este espacio a mi llorado amigo Agustín, fallecido hace seis años pero que, para mí, sigue siendo ayer.
Se acercaba el momento de la mañana en la que sentado en aquel frío banco de la Plaza de Africa, noté tu presencia, a lo lejos, con ese caminar cadencioso y desenfadado que hacía de tu llegada un traslado a los límites de la infancia. Después de abrazarnos como buenos amigos, comenzamos a caminar con la alegría de vernos un nuevo día y atraídos por aquel sol mañanero y para empezar una nueva vida. Sin alteraciones pero con el sello característico de una mañana de preguntas sin respuesta, aquella hermosa plaza era testigo presencial de aquellas conversaciones enriquecedoras. A la hora prevista y como si de un mandato telúrico se tratara y como hacía todos los domingos, me iba a escuchar misa en la Catedral allí existente. La plaza era de tal belleza que sus palmeras y flores se confundían con el aroma esotérico de la mujer, de aquella increíble mujer de entonces. Y te vi venir como hacías todos los domingos, con aquella expresión de alegría en tu cara, aunque a ciencia cierta, no con la mirada puesta en los infortunios que la vida te había reservado. Y así, tras mi acercamiento a Dios, repasábamos nuestro devenir en aquel espacio, delirando sobre muchas historias pasadas… eran eso, ¡historias!
Agustín y yo éramos amigos desde que teníamos cinco años… mismo curso y misma clase. De allí hasta hacernos mayores, roló el devenir de los días que eran muchos años. La muerte de un amigo selló una nueva unión… dos horas al día eran suficientes para mantener un látigo atado a un mundo nuevo, donde ya no existía aquel hastío de unos años difíciles y complicados. La misa de las 11 en la Catedral era una expansión difícil de explicar. Durante cuarenta minutos, mis pensamientos estaban con Dios… en mi interior pensaba que, algún día, tendría que decirle a Agustín que me acompañara y que aspirara el olor a incienso en su interior. Que recordara todas aquellas mañanas de misa en el añorado Colegio de San Agustín, de los capones y tirones de patillas que nos ofrecían desinteresadamente aquellos curas de nuestros gélidos sueños… Pero aunque su educación y la mía habían ido de la mano, su alejamiento de la iglesia me producía una reservada desilusión. Esa era mi principal obsesión, acercarle a lo que en su día fue levantarnos temprano y dormidos… si, ¡algún día le tendría que decir que me acompañara!…
Hubo un tiempo en el que se hizo amigo del silencio, desestructurando su vida familiar y mayormente su existencia personal. Pero tuvo constancia y consiguió torear con un pase de verónica, aquello que tanto mal y desasosiego le produjo con aquel ínfimo desafío al desprecio… llevaba ya muchos años fuera de aquel martirio que le produjo envejecer notablemente.
A pesar de que no le iba bien en la vida, su simpatía era patente y su trato inmejorable. Tampoco lo fue cuando perdió a su padre muy joven y a dos hermanos menores, por ese caballo que mata esperanzas y que derriba barreras subidos en sus lomos, como almas perdidas en los brotes mordidos de una heroína que se encargó de frenar aquellos vestigios de vida. Tan jóvenes eran que no pudieron saborear lo que es la vida… porque la vida es la auténtica maravilla de existir.
Una tarde de primavera-verano supe que mi amigo Agustín se había marchado para siempre. Un dolor insuperable atrapó los latidos de mi corazón, ante esa incomprensión que esos hechos te provocan, de esas lágrimas difíciles de explicar y que expresan ese sonido mágico al caer. Hoy he decidido recordarte aunque, si bien es cierto, no existe el día que no te recuerde, que no sienta a mi lado tu simpatía, con el dolor de saber que no logré acercarte a mis deseos, de aquel poema que quise que me declamaras porque, “Aquel día esperé tu poesía”.

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