Creo que nos conocimos en 1964, yo cursaba tercero de bachiller en el INEM de Ceuta y él se trasladó desde los Agustinos, entonces en las clases no había mezcla de sexos y todos llevábamos por distintivo una corbata verde que el director, D. Jaime Rigual, imponía con autoridad. Sí estoy seguro que nuestro acercamiento tuvo que ver con las ciencias naturales. En aquel curso y los sucesivos había buen ambiente estudiantil, el nivel era alto, la competencia sana, aprendíamos unos de otros y debatíamos incluso fuera de las clases camino a casa. Chamorro,- así le llamaba yo al inicio-, era delgado, elegante, educado, hablaba lo justo y sus bocadillos, en los recreos, causaban envidia; sin ser un alumno de notas elevadas, destacaba por su inteligencia y conocimientos fuera del temario académico.
En quinto de bachiller, un curso inolvidable, el profesor de física nos abrió la puerta del laboratorio, aquello era un “paraíso” para nuestras mentes inquietas, D. Juan Reyes, un antiguo director, lo había dotado muy bien. Chamorro puso en funcionamiento aparatos para los demás desconocidos, en concreto un carrete de Ruhmkorff y un tubo de rayos X, con ellos vi por primera vez los huesos de mi mano proyectados en la pared. Ese laboratorio tenía su apartado para la química lo que nos dio la oportunidad de realizar muchos experimentos, en uno de ellos relacionado con unas muestras que cogimos en una excursión a la mina San Pancracio, en el Arroyo de las Bombas, que en teoría debían ser de antimonita, por un procedimiento secuencial de química analítica demostramos la presencia de plomo, nada de antimonio, pero el precipitado amarillo oro del ioduro de plomo era espectacular; entonces teníamos 14 años y nos sentíamos grandes.
Los fines de semanas y festivos solíamos ir con otros amigos a los extrarradios de Ceuta, así nos fuimos convirtiendo en observadores de la Naturaleza al tiempo que hacíamos una vida sana. Unas veces nos perdíamos por rincones del Monte Hacho donde cogíamos plantas y animales pequeños para la clase de ciencias; en otras caminábamos por las playas desde Benítez a Calamocarro buscando conchas, a veces encontrábamos las de argonauta, esto hoy en día es un milagro. Pero la excursión que más nos gustaba era pasar a Beliones por Benzú, aquello era otro mundo, un privilegio; por allí recorrimos los alrededores de la Isla de Perejil, la Mujer Muerta, la Ballenera y la Playa de las Barcas donde hicimos buenos amigos con los pescadores a los que ayudamos varias veces a recoger el copo; en la pared al final de la arena hay una cueva en la que gateando nos introducíamos para ver las estalactitas y las estalagmitas. Entre las grandes masas de travertinos que por allí hay descubrimos muchas huellas fósiles de hojas y semillas, algunas las donamos al INEM.
En los años 60 del siglo pasado había un mogote dolomítico impresionante, coronado por un fuerte, que caía verticalmente sobre Benzú. Casi en lo más alto había nidos de grajillas. En una ocasión se nos ocurrió filmar a los córvidos: me tumbé entre el fuerte y el precipicio con una cámara de 8 mm de Chamorro, mientras él me aseguraba al terreno por las piernas, aquello fue una imprudencia propia de la juventud, pero conseguimos las imágenes.
Chamorro vivía en una casa baja en la calle Juan I de Portugal donde sus padres tenían una tienda de comestibles, al fondo disponía de un pequeño laboratorio donde hacíamos todo tipo de experimentos, disecciones de animales y cortes histológicos para verlos al microscopio, aún conservo algunas de aquellas preparaciones. Entonces nos veíamos casi a diario, ya fuera en mi casa, la suya o en el taller de carpintería de mi padre. De su familia tengo un gran recuerdo de todos, en especial de su abuela, una mujer entrañable que lo adoraba.
Al terminar PREU, en 1968, él se fue a estudiar biología a Zaragoza, al año siguiente se trasladó Granada donde yo iniciaba medicina. Para el estudio de anatomía tuve permiso para sacar un esqueleto del cementerio de Ceuta; allá nos fuimos una tarde, me introduje en el osario por una abertura superior y Simón -así le llamaba en esas fechas-, en lo alto, recogía en un saco los huesos que yo le daba, cuando se fue la luz del sol salimos de allí a toda prisa.
Mi padre siendo presidente de la FDASDC facilitó cursos de buceo gratis para jóvenes estudiantes con la finalidad de crear un ambiente investigador del mundo submarino; Simón fue uno de los que se sacó el título a pesar del desacuerdo de su abuela que cuando vio el traje de neopreno, con amargura, dijo: “esto una mortaja”, su nieto la abrazó con una sonrisa. En una inmersión a Simón se le desarmó la carcasa del regulador, iba respirando sin problema, con la tráquea de espiración colgando como una cometa, cuando me di cuenta me asusté, le di a respirar de mi equipo, cerré el suyo y subimos a la superficie con el corazón en un puño.
Durante los años universitarios compartimos piso con otros estudiantes ceutíes. El ambiente entre futuros biólogos, médicos, geólogos y psicólogos era de compromiso, estudio y transferencia de conocimientos, también de diversión y conocernos mejor. Durante esos años se hizo patente la devoción de Simón por la música de J. S. Bach, de la que se hizo un experto y reunió una importante discografía en vinilo. También me llamó la atención su habilidad para la pintura, le vi unas acuarelas de garzas de gran belleza. Otros ámbitos que dominaba eran la óptica, la microscopía, la fotografía y el sonido, tenía los fundamentos muy bien asentados y era capaz de trasmitirlos con facilidad.
Al terminar la etapa universitaria, por situación laboral, él se quedó en Ceuta y yo en Granada, nos veíamos en las vacaciones o hablábamos por teléfono, nuestras vidas tomaban rumbos diferentes, con momentos cercanos como cuando me casé y él hizo las fotos de la boda o en un viaje que compartimos a la Sierra de Cazorla. En total fueron unos 12 años de amistad cercana e intensa. Tras este periodo de nuestra relación desconozco con detalle la evolución de la vida personal, social y cultural de Simón; sin embargo, me consta que su labor como profesor en los Agustinos y en el Instituto Siete Colinas, donde fue catedrático de Biología y Geología, ha sido extraordinaria, dejando una huella intensa en sus alumnos. En 1989 publicó junto a Mercedes Nieto García la Síntesis Geológica de Ceuta, una obra fundamental en ese ámbito. También fue muy importante los 17 años que presidió el IEC, periodo en el que se impulsaron muchas publicaciones, jornadas y congresos. Pero de esta etapa lo que más valoro es su amistad con mi padre, al que apreciaba como persona e investigador, lo que quedó reflejado en el homenaje que se le dio en 2004.
El 11 de febrero Simón nos dejó a los 73 años por causa de una terrible enfermedad que le quitó sus grandes facultades cognitivas. Él fue mi amigo, un gran amigo, que era culto, educado, hábil e inteligente, como un hombre del Renacimiento dominaba muchos temas, su cerebro era brillante y así es como lo quiero recordar.