Hace ya algún tiempo que no se habla desde esta columna de cine clásico (aunque una película que ha cumplido este año que se nos va, veinte años desde su estreno no pueda llamarse del todo “cine clásico”), pero precisamente la fecha redonda de dos décadas desde que se nos fue presentada en cines parece una buena excusa para recordar esta inteligente película que no puede catalogarse dentro del género romántico al uso.
Chico conoce a chica y se enamoran irremediablemente a pesar de pertenecer a mundos distintos, amigo o amiga de uno de los dos dando consejos disparatados, dificultades aparentemente insalvables en el camino, unas cuantas lágrimas pasajeras y, por supuesto, final feliz: película romántica estándar servida. Sin embargo, el amor, además de ser el sentimiento más grandioso al que se puede aspirar, y lo que nos reafirma constantemente como seres humanos, no siempre es música de violines en nuestra cabeza o películas amables y divertidas con actores de renombre y taquilla asegurada; en el mundo real, el amor también es ansiedad, paranoia, crueldad, egoísmo y sobre todo dolor, mucho dolor. Precisamente de la cara más oscura y humana de las relaciones de pareja es de lo que trata esta película, y es eso justamente lo que la convierte en una obra original dentro de su recurrido género.
El ya en aquella época, veteranísimo realizador Mike Nichols (murió diez años después, en 2014), triunfador con El Graduado, Armas de Mujer y Una Jaula de Grillos, entre otros títulos, haciendo gala de un conocimiento profundo del ser humano, nos presentó este viaje guiado por los terrenos pantanosos de las vivencias sentimentales bajo el nombre de Closer. Es una pena que, en la versión en castellano estropearan el título cargado de significado al añadirle el feo apellido de “Cegados por el deseo”; para evitar que la película tenga un nombre que algunos no entienden, lo cambian por otro que nadie utiliza...
La película, que utiliza un lenguaje crudo y directo, se interesa por los miedos y necesidades sexuales del ser humano. Con un humor cínico e hipócrita que se ríe del propio egoísmo que crea el amor, se centra específicamente en lo malvados que podemos ser cuando hay pasión de por medio y consigue estremecer al espectador.
Como adaptación de una obra de teatro que es, Closer consta de escasa acción de movimiento, buenos diálogos y pocos personajes. Julia Roberts encabeza el elenco, aunque se lleva el personaje más cotidiano con esa fotógrafa separada y madre frustrada que espera algo más de la vida; no destaca especialmente, pero está seria y contenida, alejada de sus histriónicas gesticulaciones de otras películas. Jude Law encarna al sensible lobo peligroso con piel de cordero, al ligón de guante blanco, al depredador emocional; hace creíble un papel complejo y tiene escenas memorables (no se pierdan las caras que pone en la brillante escena de diez minutos sin palabras chateando por internet). El tercero en discordia es Larry (interpretado con naturalidad por Clive Owen), un dentista cavernícola del tipo “homo erectus”; en apariencia el más básico y tosco de los cuatro, es también la sal de la película y tanto personaje como actor van de menos a más para terminar destacando y mucho. Por último, pero para nada menos importante, tenemos a una estupenda Natalie Portman en la piel de una joven y tentadora stripper que hace gala de una fortaleza que es, sin embargo, tan sólo una tapadera que oculta las fragilidades de su corazón; consigue mostrarnos en todos los aspectos que la niña de León el Profesional y de Beautiful Girls aquí es una mujer que había llegado a su madurez interpretativa.
Algo irregular y de ritmo dubitativo, la cinta está rodada con gran cercanía y sinceridad; de una forma muy adulta, porque sólo un adulto sabe comportarse como un niño cuando afloran los sentimientos. Es precisamente ese factor humano y reconocible el que hace de ella un recomendable en la filmoteca contemporánea, apta para cualquier época del año.
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