Hay tanta gente mala por ahí caminando entre nosotros, que casi nos atropellan. No los vemos porque se ocultan en la ninguneidad, el afecto o la hipocresía. Pero ahí están como esos asesinos que quizás nunca digan la verdad de lo que fue, ni por qué lo hicieron.
La asesina de Gabriel ahí está sentada en lo que hizo- fría y llorosa a la vez- intentando explicar lo que es inexplicable para la mayoría de nosotros. Pero no es más que una anécdota vital, una visión a la realidad más abyecta porque cuántas habrá como ella.
No es quizás verdad que el asesino de las niñas de Alcasser anda aún desaparecido (quizás muerto) y Ricart -en sus declaraciones en juicio- era tan desafiante y chulo como nunca lo habíamos visto antes.
Los asesinos transmutan como las orugas, pero no para convertirse en mariposas sino en bestias infectas que todo lo corroen hasta dejarlo muerto.
Dice que lo mató por no callar, por insultarla y no querer que se casase con su padre. La creo. Creo que lo mató por odio, por ambición y por miedo. Miedo a no ser lo suficiente, a no terminar sus días bajo un techo seguro con alguien que la quisiera porque se sabía capaz de hacer las mayores brutalidades solo para dar respiro a su “yo” más íntimo y oscuro.
Cómo hay que estar para matar a un niño, cómo para ver cómo se pierde la vida entre sus ojos y sus pequeñas manos, cómo para matar a alguien indefenso, cómo para planear librarse y seguir mintiendo.
No es el hecho penal el que me importa, tampoco cómo estuviera su cabeza, sino cómo podemos estar a su lado y no darnos cuenta. Cómo puede vivir ese padre después de haberla abrazado, besado y consolado en esos días tan largos de la desaparición y muerte de su hijo.
Porque hay muchos lobos sueltos entre los rebaños de ovejas, muchos que engañan a nuestros hijos, que nos engañan a nosotros y que encima dicen que mentimos cuando les acusamos con el dedo alzado y la cara descompuesta. Hay tantos que las sesiones penales se eternizan y las cárceles se llenan y los años nos pasan por la chepa, mientras ellos juegan con las normas legales y salen victoriosos para tomarse un café sin acordarse de los que mataron. Sé que no puede eternizarse una condena lo mismo que el dolor de la pérdida, sé que saldrá igual que salió el asesino de las niñas de Alcasser sin que contara nada , porque pararon la entrevista que iba a dar en la que seguro habría seguido mintiendo. Sé lo bochornoso de aquel caso con madres laceradas aún más, después del desenlace por las repercusiones mediáticas y por los cerdos que somos todos, con la muerte ajena y el dolor de las víctimas. Solo queremos ver, saber y ahondar en la llaga, porque somos voyeristas tan desnaturalizados como los propios asesinos, tan colaboradores necesarios para el festín como ellos. Cierro mis ojos y no veo. Porque el dolor me llega. La impotencia, la crueldad y todo lo peor de los seres humanos puestos en manos de la Justicia, adobado por las opiniones diarias de muchos programas de televisión que se nutren con cada desgracia para llevárselo calentito sin que les tiemble el pulso, ni les afecte más que si se acaba. A eso hemos llegado o estaba ahí siempre, en “el Caso” con detalles escabrosos, en las emisiones de partes de guerra, en el silencio sepulcral de barbaries cotidianas, de palizas encurtidas en “el Simplemente María” o el “cállate que si no va a ser peor”.
Han matado a un niño y encima tenemos que oír que no se callaba. Por eso es mejor apagar y dejar que la Justicia haga su trabajo, que los buitres sigan cosechando carroña y que los padres tengan la irrisoria visión de que alguien va a pagar por causarles por tanto dolor y tanta perdida. Nunca se vuelven a abrir las puertas del cielo, una vez que nos las cerraron en la cara.