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Qué se ve a 4.167 metros

El Toubkal, técnicamente, no es un monte que presente demasiada complicación. Sin embargo ascenderlo es especial, aunque sólo sea para ver desde más de 4.000 metros cómo la civilización se mimetiza con la naturaleza formando parte de un todo global. Seis ceutíes y una malagueña lo hicieron el pasado fin de semana. Volvieron con la mochila llena de historias y los pulmones plagados de oxígeno. Para mí el montañismo reúne los principales valores del deporte, pues aunque ahora se está dando mucho el tema de las competiciones, desde su origen, allá por el siglo XIX, ha fomentado la camaradería, el compañerismo, el no dejar a nadie en la montaña, la cooperación... hasta hace unos años la gente que subía a la montaña no tenía prisa por llegar porque desde que salía disfrutaba”. Estas palabras salen de la boca de Alberto Ferrero, presidente del club ceutí de montañismo Anyera, y uno de los siete valientes que el pasado fin de semana hicieron cima en el pico más alto de Marruecos: el Toubkal. A 4.167 metros de altura todo se ve diferente. Ni mejor ni peor, sólo distinto.
Junto a él, cinco caballas más (Francisco Escobar, Felipe Cerdá, Rafael Jiménez, Ángel Fernández y Darío Iglesias) y la única mujer, Yolanda Gil, del club ‘Pasoslargos’ de Ronda. La cafetería ‘El Faro del Estrecho’, en el puerto, fue como siempre el punto de partida una mañana de jueves y, aunque la previsión era llegar a la ciudad de ‘Imlil’ previo paso por Marrakech a media tarde, un incidente que ahora recuerdan como anécdota retrasó la llegada. “En un accidente múltiple dieron por detrás un poco al coche en el que viajaban Felipe, Yolanda y Darío pero afortunadamente no supuso más que una pérdida de tiempo”, explican. Cuatro o cinco horas de retraso. Pero la aventura no había comenzado aún... ¿Importa la edad?
El más veterano, al menos en edad, del grupo es Ángel. A sus 64 años ascendió el Toubkal con la seguridad que le da su nada desdeñable experiencia. La montaña le atrapó allá por el año 2001 tras la invitación de unos amigos de Tetuán. Desde entonces no ha dejado de recorrer la zona del Rif, que conoce casi al milímetro. “Técnicamente el Rif es más complicado que el Toubkal, la diferencia es que allí, al tratarse del doble de altura he notado más la falta de oxígeno”, cuenta. Y, ¿qué se le dio mejor: subir o bajar? En eso más o menos coinciden todos los miembros del grupo. El ascenso y el descenso fueron diferentes. El primero más lento, por caminos más accesibles. Y el descenso más rápido a la par que complicado. “Salvamos un desnivel importante, pues bajamos desde los 4.167 metros hasta unos 1.900 en poco tiempo”, explica Ángel.
La decisión de no tomar la opción fácil para bajar la tomó Abdul. Un guía de la zona que ejerció de brújula durante los tres días de andanzas. Muy delgadillo y siempre sonriente. Con su característico pañuelo en la cabeza, demostraba conocer el monte por todos sus rincones y se mostraba incansable a pesar de no ingerir ni una pizca de comida ni beber una sóla gota de agua. “Es increíble la fortaleza que tuvo”, dice admirado Alberto. Para él Marruecos es un paraíso para cualquier amante de la montaña como él. Y está ahí al lado. Por eso el país vecino no es ningún secreto para la mayoría de los 100 montañeros de la asociación Anyera, pues es destino constante de sus excursiones. El club organiza generalmente una actividad al mes, aunque la mayoría se ejercitan por la ciudad cada fin de semana.
Si la ascensión de Ángel es admirable por su edad, no lo es menos la de Felipe. Es el más inexperto del grupo, carencias que suple con ilusión y que va tapando gracias a los ‘cables’ de los compañeros de los que siempre aprende. “Volví a Ceuta hace dos años, después de 27 fuera, y me entró la inquietud de subir a ‘La Mujer Muerta”, explica sobre sus inicios, “hasta que con un grupo de jóvenes del trabajo la ascendí y ahí comenzó todo”. Mochila, manías, encuentros...
Agua. Fundamental que no falte agua. Por muy planificada que esté la ascensión, nunca se sabe qué puede pasar por el camino así que hay elementos que no pueden faltar. Tampoco algo de comer, al gusto del montañero, así como la crema solar, la protección labial, parches para las rozaduras, ropa de repuesto, etc. “Todo eso lo subimos y bajamos en mulas”, explica Felipe, “porque hay veces en que salvamos desniveles de más de 1.400 metros”. Aparte están las manías de cada cual. Hay quien se cambia de calcenites a mitad del trayecto. O quienes, como Alberto, se pasan de previsores a la hora de llevar agua. “He vivido situaciones donde me ha faltado y se pasa muy mal”, comenta. Por su parte Felipe siempre lleva menos ropa de la habitual. “Sudo muchísimo, así que sólo llevo una camiseta y, si es caso, la chaqueta y no me desabrigo hasta que bajo”, razona, “precisamente a la vuelta lo comentamos, pues quizás he sido el que más agua ha bebido”.
Sería una apreciación sin más historia, pues en la montaña ‘lo tuyo es mío y lo mío es de todos’. Sin importar los rasgos de la cara y el idioma en que escupas las palabras. Da igual que no nos entendamos, el lenguaje de la montaña es universal. “Aquello era la ONU, encontramos gente de todo el mundo”, recuerdan, “gente normal que te pregunta a ti y al revés, de Finlandia, de Nueva York...”. Hay que estar dispuesto a dar y compartir, de lo contrario no la montaña no es su sitio. Además de la variedad de nacionalidades que encontraron en el camino les sorprendió gratamente ver muchos rostros jóvenes. Iban, como ellos, haciendo ‘treking’, pues así es como se denomina la caminata de ascenso que realizaron el pasado fin de semana. A quien madruga...
En ascensiones así el horario habitual de nuestro día a día cambia por completo. “Para las ocho de la tarde ya está todo el mundo durmiendo, y sobre las tres de la madrugada comienza el movimiento”, cuenta Alberto. Y es que nunca se sabe qué puede pasar por el camino, así que más vale madrugar e ir tranquilamente que correr el riesgo de que caiga la noche en una etapa más dura de lo normal. Aparte ir con tranquilidad permite disfrutar más de los paisajes que, desde una altura tan notable, se ven con otros ojos. Nada ha tenido que ver el Toubkal con las instantáneas que se pueden captar en el Rif, mucho más conocido para ellos.
“Era como un secarral, pues a determinada altura ya no hay vegetación, el terreno es de una piedra caliza marrón del mismo color de las casas”, describe Felipe. “Es impresionante y además es que a mí personalmente ese tipo de paisaje desértico me atrae mucho, son unos valles muy encajados por donde los ríos que ahora van secos bajan con mucha agua,  también se ven mesetas a más de 3.000 metros...”, aporta Alberto. Unas estampas que pudieron gozar mejor cuando el viento que les acompañó donde buena parte del ascenso cesó y las nubes decidieron que estarían mejor en otro sitio. Un lugar donde, dicen, las viviendas de los pueblos que salpican el camino se mimetizan con los tonos pardos del un monte que, al menos a ellos, les ha atrapado y al que posiblemente algún día volverán. Porque el amor por las montañas no sólo está teñido del verde de la vegetación o del blanco de la nieve. Ellas no entienden de colores, pero son auténticas maestras recargar las pilas de todo aquel que las visita.

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