Tanto líderes mundiales, como diplomáticos y analistas geopolíticos, no tienen duda que transitamos por momentos de contracorriente de los que hacen época, mientras tienen la vista puesta en el día a día; en cambio, otros, comienzan a vislumbrar las secuelas que nos reportará la pandemia: tendencias contrapuestas, o bloques, liderazgos y sistemas de cohesión social, son puestos a prueba ante el sentir de la población.
Obviamente, es loable que la ciudadanía extraiga sus propias deducciones de lo sucedido: ahora, numerosas evidencias y afirmaciones se han eclipsado y otras tantas que imaginábamos inverosímiles están aconteciendo.
Actualmente, el mundo se atina en una nebulosa inexplorada: es perceptible que las naciones estén ansiosas por abrir sus sociedades y economías, pero el coronavirus imperturbable continúa propagándose y nos deja el sello ineludible de su letalidad. Y, lo peor de todo, es que no existe una susceptibilidad general para no bajar la guardia y desatender las medidas higiénicas tan obligadas como necesarias.
Continuando la estela del pasaje anterior que pretende desenmascarar la pugna por el liderazgo global, el escenario epidemiológico constituye una evaluación de opiniones colaterales que respaldan los Estados liberales a la hora de hacer frente las incertidumbres sociales. Conforme el SARS-CoV-2 prospera, no sólo está poniendo a prueba las capacidades operativas de instituciones como la Organización Mundial de la Salud, OMS, o la Organización de las Naciones Unidas, ONU, sino los pilares básicos del imaginario colectivo sobre los valores y el vacío que en ocasiones, lo sostienen.
Recuérdese al respecto, que la transición democrática se llevó a cabo porque respondió a la poética fórmula de una ‘libertad sin ira’. Hoy por hoy, es ineludible interpelarse si es viable que los valores democráticos se complementen activamente en la base de una ‘libertad con ira’. En otras palabras: convergen sectores radicalizados que hacen alarde de una descalificación dominante de los políticos e instituciones.
Luego, estarían precipitándose mutaciones que ya estaban en marcha en los últimos tiempos, como la decadencia hegemónica de EEUU y la ascensión incondicional de China, como la potencia que le pisa los talones. Mismamente, tiene efectos desencadenantes en organizaciones multilaterales mundiales y regionales, en una narración de desgaste e inmovilización del diseño multilateral, fundamentalmente, el Sistema de la ONU.
De ahí, que en el criterio combinado se especule como reinventar el multilateralismo.
El orden internacional se halla en plena reconfiguración, toda vez, que la comunidad ha de afrontar contextos acentuados por la implacable emergencia sanitaria, económica y social.
Una reflexión profunda sobre la eventualidad política en el entorno pospandemia, nos traslada a dos grandes entramados: el primero y que es indiscutible, el foco del poder y el orden internacional; el otro, las peculiaridades y diferencias entre los países y las sociedades que lo conforman y las alternativas institucionales que abonan la arquitectura multilateral. Perentoriamente, la conjunción de ambos nodos padecen redefiniciones, tanto por la repercusión del COVID-19 como por la celeridad en el vaivén de la políticas recientes.
Como ya se ha expuesto en la primera parte de este pasaje, desde que irrumpiese el patógeno, la merma en la capacidad de liderazgo de los Estados Unidos, se ha desvestido como una de las exclusivas más acusadas de la vida diaria del sistema mundial.
En esta coyuntura, se advierte el ascenso imparable de China como actor de primerísima clase, posición aferrada en los esfuerzos cooperativos de pugna al virus, que se añade a la presencia económica y tecnológica que ha ido conquistando. Las decisiones solidarias de Beijing, invaden los contrasentidos indiferentes de Washington, incluso con socios históricos del arco transatlántico.
La internacionalización del acometimiento a la epidemia, ha impacientado una politización que confronta proyectos de poder con impedimentos económicos, políticos y militares-estratégicos. Las rigideces de Estados Unidos y China responden a una maniobra de confrontación mutua, perseguida por Washington desde la llegada de Donald John Trump (1946-74 años) a la Casa Blanca en 2016.
Redundando la tesis de otras épocas de bipolaridad, porque dichos Estados tienden paralelamente a la disputa y aparente ponderación.
Conjuntamente, se hace notoria las preferencias de estos dos colosos: para los estadounidenses, prima la defensa de un sistema económico coligado a una manera de vida modulada en torno al mercado, con el dólar como pilar monetario; por el contrario, en China, lo que predomina es el blindaje de la soberanía del Estado, enlazada a la protección del pueblo y a dispositivos eficientes que penden de su capacidad de integración territorial.
Ante estos dos protagonistas de primer orden, la crisis endémica se ha convertido en un argumento de seguridad interna que demanda de plena autonomía en su gestión; por lo que sería incompatible a sus intereses, la tipificación del coronavirus como una intimidación a la paz y seguridad. Esta parcelación ha espoleado a una ofensiva política-ideológica con resultados paralizantes para el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero, la luz roja de emergencia de la Comunidad Internacional se encendió en marzo, cuando el entresijo epidemiológico evolucionó aceleradamente en dirección a Occidente.
Ya, representantes políticos y autoridades científicas, tanto del Norte y Sur, insistieron en el papel del multilateralismo para enfrentar las insuficiencias y estrecheces de los sistemas sanitarios, moderar el avance del SARS-CoV-2 y encarar las gravísimas consecuencias sociales y económicas originadas por una irrevocable depresión económica mundial.
No obstante, las entidades multilaterales ya estaban inmersas en dificultades que enredaban las franjas de positivismo y validez, así como la transparencia de sus operaciones.
Es irrefutable, que la contracción del multilateralismo se ha coligado a los envites del internacionalismo liberal, como a la disyuntiva de EEUU que lleva a remolque la extenuación y agotamiento del ideario wilsoniano. Palabras utilizadas para describir un determinado tipo de perspectivas ideológicas en política exterior, derivadas del presidente norteamericano Thomas Woodrow Wilson (1856-1924) y sus ‘Catorce Puntos’, que a su criterio, le reforzarían para auspiciar la paz mundial.
En los últimos treinta años, Estados Unidos ha declinado gradualmente a su liderazgo político, eligiendo la animadversión y, posteriormente, la indolencia e indiferencia, ante el recorrido de una agenda de gobernanza que tendría que haber vigorizado los regímenes preceptivos y disposiciones institucionales.
En los momentos que se avivan, la prueba de fuego para un marco sin precedentes, está centralizado en las resonancias económico-monetarias y en la capacidad de manejo de los organismos medulares del sistema de Bretton Woods, que entre el 1 y el 22 de julio de 1944, respectivamente, pretendió dar estabilidad a las transacciones comerciales con tipo de cambio sólido y estable al orden económico vigente hasta principios de la década de los setenta, hoy implementado en el Fondo Monetario Internacional, FMI, y el Banco Mundial, BM, que deben mostrar su cabida para superar las que proporcionaron en su día, apaciguando las ramificaciones de 2008.
Aunque, las realidades políticas para conseguir este reto se ven indispuestas por los fuerzas aislacionistas de Washington. En la crisis financiera de 2008, el G-20 admitió un rol proactivo en el acoplamiento y vinculación intergubernamental entre las principales economías e influencias emergentes.
El ambiente desmoralizado de las potencias medias, sumada a la recesión que sufren las economías avanzadas, no ayuda a la aceleración del ‘animus societatis’ que, en 2008, dio luminosidad a una intervención política determinante del G-20. La determinación conjugada con el G-7 para la concesión de moratorias a los estados de menores ingresos, puede entrañar un primer paso junto con la demanda de mayor coordinación de los bancos centrales.
Pese a que la pestilencia ocasionada por el COVID-19 luce todavía su peor cara en los países más azotados que apunta a un trágico incremento de contagios y exceso de mortandad, se agrava con la desigualdad y pobreza que exige réplicas de ímpetu político.
Iniciativas que en nuestros días estriban de voluntades titánicas para la revitalización del multilateralismo y la cooperación internacional.
El telón de fondo multilateral ha sido tomado transitoriamente por la OMS. Su actuación ha hilvanado la narrativa científica-humanitaria sobre el patógeno, tanto en lo que respecta al razonamiento de las políticas sanitarias nacionales, como en las causas de contagio, vigilancia de los procesos epidemiales y la magnitud de su propagación y las adopciones de su contención.
La actuación cardinal de la OMS se apuntala en la red de contactos que prolonga con los centros de excelencia de investigación científica y las organizaciones sanitarias, que al unísono, refuerzan la correa de transmisión de los conocimientos y la cooperación médica. Este es el soporte diplomático de la salud, que se desplaza con relativa libertad política, evitando las imposiciones de los réditos privados.
Indiscutiblemente, la OMS, experimenta las discrepancias habidas entre EEUU y China, que repercute en los síntomas financieros e intrinca la independencia de sus resoluciones. Este tipo de presión se entreteje con el laberinto de China en Taiwán, que en 2017 fuera descartado como miembro observador de la organización y ha supeditado sus reclamos con mayor nitidez informativa al Gobierno chino, con su acusación de las trabas políticas.
Y no han sido menos, los contratiempos para sanear su burocratismo cotidiano, capotear las restricciones presupuestarias, soportar presiones de la industria farmacéutica transnacional y reservar cierto margen de movimiento, frente a las agendas que le asignan las fundaciones filantrópicas.
La preservación de su autoridad reglamentada, ni mucho menos ha sido sencilla, teniendo en cuenta la holgura de jerarquía que mantiene el BM para dictar y modelar los programas de salud, en el extenso abanico de naciones que dependen de su apoyo.
Las objeciones regionales al coronavirus siguen la línea de la expansión del virus por distintas extensiones de Asia a Europa, llegando hasta América, Iberoamérica y África en los que discurren tres procesos articulados. El primero, el hecho particular de las tiranteces emanadas por la consabida discordia de Estados Unidos y China; el segundo, la conexión de los estadounidenses con políticas y acciones colectivas, que pueden ir aparejadas desde la interlocución intergubernamental hasta las aplicaciones de intercambio de datos, pactos de financiamiento y activación de la plataforma ah hoc. Finalmente, el tercero, atañe al compromiso de la administración y empresas mediante la asistencia humanitaria.
La concertación política asiática acumula un importante rastreo de participación contra plagas pandémicas, comenzando en 2003 con el síndrome agudo respiratorio, conocido comúnmente como SARS. Sin embargo, una mezcla de mutismo y reacciones prolongadas, definió el curso inicial en la circulación del nuevo virus por el continente.
La pandemia resultó ser una variable que intensificó las suspicacias e inquietudes territoriales entre China y los pueblos colindantes, al igual que en esa zona se endureció el forcejeo entre los americanos y chinos.
Un mes más tarde de verificarse el brote en Wuhan, capital de la provincia de Hubei en China Central, el Gobierno agilizó varias opciones de cooperación bilateral promovidas por la premura de revertir el escepticismo reinante en los estados más próximos, que ya lo reconocían como una irresponsabilidad.
La denominada ‘diplomacia de las mascarillas’, tuvo su aparición con la remesa de las mismas y kits de testeo a Irán y Corea del Sur, que en los prolegómenos de los primeros coletazos fueron los territorios más perjudicados.
En el Viejo Continente la escalada del SARS-CoV-2 sacó a relucir cuatro resabios que con anterioridad venían confirmándose: el trance de la UE como modelo de integración regional, visiblemente inestable e insegura desde la concreción del Brexit; el flujo de los nacionalismos de extrema derecha y el balanceo totalitario en algunas naciones del Este; la dicotomía entre el Norte y el Sur de Europa; y, finalmente, la progresiva preponderancia económica y tecnológica de China en la comarca, y simultáneamente, la retirada de EEUU con sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN.
La crisis del COVID-19 y el arrebato en términos estratégico-militares de Estados Unidos, han erosionado aún más, si cabe, su posición hegemónica como la única superpotencia mundial. Siendo categóricos los senderos cuesta arriba del regionalismo europeo con planteamientos de colaboración, sobre todo, en los países del Sur, con fórmulas como la emisión de deuda conjunta en ‘coronabonos’, fondos comunes que provienen del Banco de Inversiones y trabados por la oposición de Austria, Finlandia, Alemania y Países Bajos.
De todo ello, se atisbaba un giro remiso de la Comisión Europea.
Sin inmiscuirse, pequeños progresos autoritarios de Polonia y Hungría y el rechazo a posibles respuestas al conflicto de los refugiados en Turquía, con la omisión de una delegación coordinada para contrarrestar el percance epidemiológico, más allá de las revisiones fiscales bajo el empuje del Banco Central Europeo, BCE.
El aumento de los temores entre los estados del Norte y Sur, y del Este y Oeste, ha abierto un corredor de críticas individuales que han hecho ganar peso a los desacuerdos franco-alemanes, para contrapuntear una solución financiera a la catástrofe endémica. Estas circunstancias han demostrado el desierto apático de los EEUU, explotado sarcásticamente por sus contendientes más directos: Rusia y China.
Dos matices aclaratorios ayudan a una mejor interpretación en lo fundamentado: el auxilio facilitado por Beijing a Italia y España, como asimismo, los catorce vuelos militares rusos que trasladaron instrumentos y enseres sanitarios al Norte de Italia.
Los pronósticos del virus han abierto fisuras entre los aliados occidentales trasatlánticos, lo que ha coadyuvado a disipar el legado del Plan Marshall (1948-1951). Agrandándose la brecha intra-OTAN, cuando en el mes de marzo España recibió tan solo la respuesta bilateral de siete de los veintinueve países miembros, tras la solicitud de un pedido: Lituania, Estonia, Turquía, Polonia, República Checa, Luxemburgo y Alemania. A la par, se acrecentaron las tensiones entre Alemania y Estados Unidos, con la tentativa intemperante de Trump, por hacerse con los derechos de la producción de una vacuna eventual.
En otras de las esferas sacudidas por la epidemia, América Latina, en simultáneo, la congoja se advierte con el ensanchamiento de la enfermedad. Los primeros chispazos bilaterales de asistencia humanitaria llegaron desde el Gobierno chino y las empresas digitales ‘Alibaba’ y ‘Tencent’. Pronto, las denuncias provocadoras contra al Partido Comunista chino, mostraron el posicionamiento de Brasil, con el acoso de la Casa Blanca a China.
En contraposición, los norteamericanos alinearon su artimaña humanitaria con vistas a sus logros personales, que previamente habían concretado, como es el caso de Colombia; a la vez que el despliegue de una fuerza naval para la lucha del narcotráfico en el Caribe, limítrofe a las aguas jurisdiccionales de Venezuela, que reanudó el amago sobre el régimen de Nicolás Maduro Moros (1962-57 años).
En consecuencia, la conmoción del coronavirus para la concurrencia del multilateralismo en sus expresiones mundiales y regionales, muestra procesos de variación en la política internacional, que, si bien ya venían sucediéndose, ahora se aglutina con mayor énfasis y adquiere otra dimensión. Intensificándose con una prontitud en los tiempos para la conformación de un orden bipolar entre EEUU y China: agrupado como no podía ser de otra manera, en los antagonismos económico-comerciales y científico-tecnológicos, antes que las de carácter geopolítico.
Por tanto, los multilateralismos regionales no son ajenos a las tenacidades que impone el bipolarismo. La ambición estadounidense por obstaculizar los regionalismos asiáticos y latinoamericanos, así como las manipulaciones encaradas a serpentear las aguas con los aliados de la UE, ahondan el deterioro de la integración regional y espolean refutaciones de índole nacionalista y xenófoba, que, posiblemente, nos abre las puertas a un hipotético orden mundial pospandemia.