Los españoles hemos perdido la cuenta de las veces que en los últimos meses nos han convocado a las urnas. La disgregación del bipartidismo, acelerada por la entrada en la escena política de nuevos partidos, ha roto la denominada alternancia política entre conservadores y progresistas. Era inevitable que este cambio en la composición de los parlamentos y plenos democráticos llegase a nuestro país. Todo se aceleró con la crisis del 2008 y la emergencia de un fenómeno social, efímero, pero importante, como fue el movimiento 15M. El pentágono del poder fue muy hábil a la hora de reconducir un movimiento horizontal, de tendencia revolucionaria, hacia las formas de representación partidista. Una parte de los integrantes del 15M fueron llevados hacia el partido Podemos, liderado por una figura carismática cuyo discurso inicial consistió en destapar las vergüenzas de la “casta” y plantear un modelo alternativo de participación ciudadana basado en el concepto de los círculos democráticos. Otra parte de los llamados “indignados”, de tendencia más conservadora, encontraron su acomodo en el anaranjado salón de Ciudadanos. Ambos partidos, Podemos y Ciudadanos, en distintos momentos, han rozado el sueño de llevar las riendas de España, pero no lo han logrado. Cuando parecía que habían alcanzado la cima se han transformado en la deslizante piedra de Sísifo para deslizarse cuesta abajo y sin freno. Tanto el PSOE como el PP han ido recuperando los votos perdidos por el camino y están dispuestos a aliarse para reconstruir el sagrado templo del bipartidismo.
Los partidos surgidos en los últimos años estaban llamados a abrir las ventanas de las instituciones para que entrara aire limpio, a desatascar las cloacas del Estado, a renovar las instituciones y a promover nuevas formas de participación política. No sería justo decir que nada han logrado. Sin duda se han introducido nuevas formas y nuevos temas en los parlamentos, así como se han baldeado los patios del poder impregnados de la grasienta corrupción política. Hecha esta necesaria y dura labor, todo parece indicar que el pentágono del poder los va a despedir o relegar al papel de subalternos. Han dejado de ser necesarios para la continuación del sistema. Agitando la bandera roja que avisa de la llegada de un nuevo temporal económico y político, desde los medios de comunicación, se está haciendo un llamamiento para que todo el mundo busque de nuevo refugio bajo los gruesos y sólidos muros del bipartidismo.
No sabemos si este nuevo temporal que se avecina destapará una vez más las graves injusticias sobre los que se asienta la economía globalizada. Es posible que quede de manifiesto, como ya ocurrió en el año 2008, que no nos enfrentamos tan sólo a una crisis económica, sino a toda una crisis multidimensional. El cambio global en el frágil equilibrio de la tierra está afectando a toda la biodiversidad y, por ende, a nuestra propia especie. Los paisajes se profanan; los suelos, los mares, ríos y el propio aire están contaminados por todo tipo de sustancias y objetos de plástico; y las enfermedades que nos afectan a nosotros mismos y a nuestros seres queridos, como el cáncer, se extienden como si se tratan de una plaga bíblica.
En el plano económico, las desigualdades se agudizan. Amplios sectores de la sociedad no tienen acceso a un trabajo digno. La precariedad laboral afecta, -a diferencias de otros tiempos-, tanto a trabajadores cualificados, como a los que carecen de formación. El sistema se las está ingeniando para seguir funcionando sin contar con trabajadores asalariados. La utopía de un mundo en el que las máquinas sustituirán a la mano de obra para que los seres humanos pudiéramos dedicarnos al autocultivo y la autoeducación se ha transformado en una horrible cacotopía. Nuestra dependencia del sistema capitalista hace muy difícil la supervivencia si no se cuenta con unos mínimos ingresos económicos.
La precariedad crónica en la que una amplia mayoría de ciudadanos lleva inmersa está afectando de una manera muy grave a la propia autoestima y a la salud integral de las personas. Sentirnos autosuficientes y útiles para los demás, comenzando por nuestra propia familia, es fundamental para nuestro equilibrio interior. Cuando no contamos con un trabajo en el que poder desarrollarnos como persona y con el que poder sostener a nuestra familia nos situamos a un solo paso de una profunda frustración, que alimentada por dentro y por fuera puede llevarnos al odio y la violencia. Se nos ha inculcado muchas necesidades irreales, como la dependencia de las nuevas tecnologías o la afición a los deportes de masa. De manera continua recibimos demandas imperativas para que prestemos atención a asuntos triviales, sin ningún tipo de respeto a nuestra serenidad y sosiego. De esta forma, como escribió Lewis Mumford en su pionera obra “Técnica y civilización”, “el mundo interno se convierte en algo estéril e informe: en lugar de una selección activa, hay una absorción pasiva que termina en un estado muy bien descrito por Víctor Branford como “huera subjetividad””.
Este estéril mundo interno recuerda a la mítica “tierra baldía” de las distintas versiones del mito del Grial o a los poemas que bajo este título escribió T.S. Elliot. El rey pescador enfermó por la lanza de un infiel cuando se separó de la naturaleza y su espíritu. Su enfermedad se extendió por todo su reino. En palabras de Joseph Campbell, “la Tierra Baldía es, por tanto, la tierra de gente que vive una vida que no es auténtica, que hace lo que tiene que hacer para vivir, pero no de forma natural, como una afirmación de la vida, sino por obligación, obedientemente, inclusos a regañadientes, porque así es como vive todo el mundo”. Parzival, en un segundo intento, logró curar la herida del rey del Pescador y devolver la vida a la tierra cuando planteó la pregunta correcta: ¿Qué le aflige al rey a y su reino? En este mismo sentido, y llevada esta pregunta a la realidad de nuestra época, deberíamos cuestionarnos de una manera seria y firme sobre las causas profundas que nos ha conducido a esta crisis multidimensional. Se trata de una pregunta que tenemos que contestarnos a nosotros mismos, antes de que plantearla a los demás y a quienes hemos delegado nuestro poder cívico.
Por desgracia hay muchas personas, repartidas por toda la tierra, cuya única preocupación es lograr sobrevivir y que sus hijos no mueran de sed y de hambre, o víctimas de “fuego amigo”. No podemos pedirles que luchen por el futuro del planeta cuando no saben si la muerte les espera a la vuelta de la esquina. Es a nosotros, a los llamados ciudadanos del primer mundo, a los que nos toca despertar y recuperar nuestra propia condición humana. Del poder establecido poco o nada podemos esperar, pues su principal interés no es otro que el sostenimiento de su propio sistema de organización basado en ideales alejados de la ética, la verdad, la defensa del bien común o la conservación y acrecentamiento de la belleza. La reformulación de los actuales ideales sociales, económicos y políticos tiene que ser promovida por lo que Patrick Geddes denominó “una iglesia militante de ciudadanos”. Va siendo hora de que los ciudadanos tomemos la voz y trabajemos de manera sinérgica en la re-educación de nosotros mismos y en la reconstrucción de nuestras maltrechas ciudades y de la naturaleza circundante. No podemos esperar a que las esclerotizadas instituciones tomen la iniciativa. Si algún partido político mostrara simpatía por este propósito de revisión de los ideales y por la promoción del deber cívico de los ciudadanos debería marcarse como principal objetivo una estrategia de transición entre el vigente sistema deshumanizante y uno más acorde con la renovación de la vida. Me temo que este programa no lo vamos a encontrar en estas elecciones ni en la venideras. Podemos permanecer “Esperando a Godot” o tomar la iniciativa, como ya lo están haciendo algunos ciudadanos.