En aquellos años el régimen de Franco intento hacer olvidar el Carnaval en Cádiz; y puso tanto empeño en ello, que pasó a llamarse «Fiestas Típicas»* y cambio su tradicional fecha en febrero a mayo. Pero los dictadores proponen y el pueblo dispone; y quiso la sabiduría popular que con el correr de los años las Fiestas Típicas desaparecieran y volvieran a llamarse como siempre se habían llamado: Carnavales a secas. Y quiso también que volvieran a febrero, aunque les cogiera un chaparrón, como rezaba una de las letras de Los Dedócratas.
Y en uno de estos años de Fiestas Típicas, a principios de los años 70, hacia mayo, se instalaron las casetas de baile entre el Paseo de Santa Bárbara; el Parque Genovés y la Alameda Apodaca, donde se situaba «El Polvorín», una caseta llena de jardines naturales que administraban los militares. Y allí, abordamos a unas muchachas para que con sus pases nos metieran en la caseta como invitados; sin embargo, en la puerta de acceso el portero nos apuntó que esas entradas eran individuales y no nos podían invitar. El gozo en un pozo, despedida y de nuevo espalda contra el muro con cara de pocos amigos. Pero quiso la suerte ponerse de nuestro lado, y al momento otro grupo de muchachas se paró delante nuestra con las entradas en la mano; ocasión que yo aproveché para pedirle a una de ellas que me dejara verlas, a la vez que la tomaba de las manos de la muchacha. Esta gaditana, cuyo nombre aún no conocía, quedó atónita por mí descaro; y antes que pronunciara alguna palabra de protesta yo ya le estaba diciendo:
-Estas entradas tienen invitación para los acompañantes. Nos hacéis el favor de entrarnos en la caseta.
Ella, aún un poco aturdida por mi arrogancia, dijo:
-Bueno, si es así como dices…
Yo le insistí:
Sí, es como te digo. No ves que pone invitación para acompañante.
Puestos de acuerdo, nos dirigimos otra vez a la entrada, y esta vez el portero no tuvo más remedio que dejarnos entrar. Y una vez dentro se despidieron y se alejaron sin más. Así que buscamos a las chicas que quisieron meternos primero y anduvimos un rato bailando con ellas; pero en tantas idas y venidas a la pista de baile quiso la casualidad que me topara de nuevo con aquella muchacha de las entradas, y le ofreciera caramelos de menta -lo único de valor que tenía en ese momento-, en vez de alguna bebida como era lo normal. Sin embargo, los estudiantes siempre andan escasos de dinero, y en aquellos años ya era un sueño casi imposible, que pudiese estudiar náutica fuera de mi ciudad. No se lo tomó a mal, sino que al contrario le hizo gracia la ocurrencia, tomó alguno, me sonrió y continuó para el bar en busca de su refresco. ¡Qué hubiese dado por haberla invitado!, seguramente un mundo o un cielo, como dijera el poeta romántico de Sevilla, Gustavo Adolfo Bécquer, en su rima XXIII, a saber:
«Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso... yo no sé
qué te diera por un beso.»
Bailaba y bailaba… pero como un imán mis ojos siempre volvían a los ojos de la muchacha de las entradas, que sentada con sus amigas me sonreía cuando yo la miraba. Y vino a bailar junto a mí, y a cada vuelta yo la miraba, y ella siempre sonreía…Y el tiempo pasaba; y yo, no sé por qué, algo me impedía ir a pedirle que bailase conmigo, aunque sólo fuese un momento. Y pasó el tiempo…y se levantaron para marcharse; y en ese último instante, en ese definitivo segundo donde, quizás -sin proponértelo, sin ni siquiera percibirlo- se determina el futuro de tu vida, yo me adelanté convencido de que había que jugar, aunque tarde, la última carta.
Y así fue que al llegar a su altura, le pedí:
-Perdona, ¿te importaría bailar este baile conmigo?
Ella me apuntó:
-Ya nos vamos, ¿por qué no has venido antes?
-Desde luego que podía haber ido antes, pero los jóvenes somos a veces un poco tontos, y queremos arreglar las cosas cuando ya no tiene remedio. Sin embargo, yo le apostillé:
-¡Sólo uno...!
Ella, dudo un momento, pero al ver mi cara de circunstancias, le dijo a las amigas que esperaran un momento, y dirigiéndose a mí, pronunció:
-¡Venga, vamos a bailar uno!
-La acompañe al centro de la pista, la cogí por la cintura y me dejé ir al son de la música…Y cuando al terminar ésta, se quiso marchar, yo la cogí de la mano y le pedí que bailásemos otro.
Asintió con la cabeza, y al cogerla y mirarla a los ojos, entendí que algo nuevo estaba naciendo y sería difícil olvidarme de ello. Acabó la pieza, y al decirme adiós -en un ruego-, le pedí que viniese mañana y volviera con sus entradas de invitados a meternos en la caseta. Ella asintió y quedamos para la tarde.
Al día siguiente, mis dos amigos, elucubraban acerca de que lo más probable era que no apareciesen. Yo mantenía la esperanza, y callaba mis dudas; sin embargo, justo a la hora indicada, en la bocacalle de la acera de enfrente, mi desconocida de sólo una noche, de apenas unos momentos juntos y cuyo nombre aún desconocía, apareció en animada conversación con sus amigas.
Aquella noche estuvimos bailando y bailando…, y la acompañé a casa… Y, camino de su casa por la calle Benjumeda, casi sin pensarlo, tuve el atrevimiento de poner mi mano sobre su hombro. Cerré los ojos en unos segundos interminables... Sin embargo, hasta llegar al zaguán de su casa ya en la calle Sagasta, no pronunciamos palabra alguna; sólo habitó en nosotros el silencio y el sonido acompasado del golpe de nuestros pasos sobre la soledad de la calle... Nos despedimos, con la sonrisa tácita de ella de quedar citados para otro nuevo encuentro, lleno de la magia que precede a la llegada del amor. Y a la siguiente noche continuamos bailando y también la acompañé a casa. Y a la siguiente noche besé su boca…
Ahora, después de tantos años, algunas noches, antes que el sueño robe su presencia, y casi en un susurro, le digo:
-Puedes meterme con tus entradas de invitados en la caseta del “Polvorín”…
Ella, navegando ya en otro mar, no me responde; pero yo, alejándome en el tiempo, vuelvo a cogerla por la cintura; y le pido, que vuelva a bailar aquel primer baile que hizo nacer en nosotros el sentimiento de amarnos…