Estamos en Navidad. La festividad más entrañable y tradicional de año, a pesar de la tristeza en éste de padecer tan maligna pandemia de coronavirus. Dichosos quienes todavía estamos aquí para contarlo. Pero cuánta pena da saber que tantos miles de personas no van a sentarse estos días en torno a una mesa junto a sus familiares, la gran mayoría de ellos ancianos de residencias que ni siquiera pudieron despedirse de sus seres queridos, a pesar del abnegado esfuerzo, entrega y profesionalidad de facultativos y personal sanitario que tanto lucharon para salvarlos, a costa de su propia vida. ¿Qué mejor prueba de generosidad se puede dar que la de esos 72 dignísimos profesionales de nuestra Sanidad que fallecieron por intentar que sus pacientes vivieran?. Vayan con unos y otros mi respeto, admiración y sinceros deseos de paz en su descanso eterno, junto con la resignación para sus familiares queridos.
Las Navidades son fiestas familiares de arraigada tradición, unión fraterna, solidaridad, hermandad, añoranzas, nostalgias entre todas las personas de fe y buena voluntad; con reencuentros familiares, recuerdos, sentimientos y emociones en el calor del sagrado hogar solariego, con la alegría de estar rodeado de la familia. En estas fechas hay en el corazón de todas las personas de bien, al menos, un rinconcito bueno de paz, concordia, armonía y buenos deseos de los unos hacia los otros. Parece como si el espíritu navideño nos hiciera estos días mejores. Son fechas en las que todas las personas de cualquier origen, clase y condición social se hacen más sensibles en sentimientos nobles hacia los que sufren, carecen de techo que les cobije o de qué comer.
Y es que, el Niño Dios, que se hizo hombre para redimirnos a todos, lleva ya 2020 años reinando en los corazones cristianos. Jamás hubo en la tierra ningún emperador, rey, jefe de estado, jefe de gobierno, general victorioso, político carismático, ni ilustre personaje, a los que durante tanto tiempo sus creyentes le hayan seguido con tanta fe y esperanza. Y me pregunto: ¿tantos y tantos millones de fieles iban a estar todos equivocados durante tanto tiempo?. Me parece imposible, aunque soy muy respetuoso con todas las demás creencias.
Pues toda esa fe esperanzadora de paz y de bien que la Navidad nos aporta, quizá fuera lo que moviera de forma espontánea a miles de soldados aquel día 25-12-1914, en plena Primera Guerra Mundial, en que combatientes alemanes y británicos que luchaban frente a frente metidos en las trincheras a lo largo del frente occidental, matándose unos a otros sin piedad, hicieron posible que, de forma espontánea e inesperada, sin previo acuerdo y sin que nadie lo ordenara, cuando los estados mayores de ambos bandos preparaban la mejor estrategia de cómo atacarse para destruirse, comenzaron simultáneamente a salir de ambos frentes yendo desarmados los unos hacia otros el día de Navidad. Intercambiaron sonrisas, saludos, cigarrillos, comida, souvenirs, prisioneros, cadáveres, funerales conjuntos, villancicos, jugaron un partido de fútbol en “tierra de nadie”, desembocando en la declaración de una tregua, no oficial, con alto el fuego y cese de hostilidades durante cinco meses.
Aquella guerra mundial duró de 1914 a 1919, finalizando con la firma del tratado de Versalles. Hubo 9 millones de soldados muertos, otros 7 millones de civiles fallecidos, más 20 millones de heridos; aparte de destrucción general, ruina, hambre, pobreza, miseria, enfermedades, desolación, daños directos y colaterales, sacrificios, sufrimientos, horrores, injusticias, represión, vulneración de derechos y libertades fundamentales. Y sigo preguntándome: ¿Cuántos dejarían de matarse y se salvarían durante aquellos cinco meses de paz?. A todo eso, la historiografía de aquella guerra vino en llamar: “Tregua de Navidad”. ¡Bien que valió la pena!.
Eso nos está claramente indicando que una guerra - cualquiera que sea - debe ser siempre el último recurso al que se debe acudir. Antes hay que agotar todos los demás medios: diálogo, diplomacia, mediación, buenos oficios, persuasión, juicio sereno y ponderado, sentido común y raciocinio de las personas sensatas y con buena voluntad. La paz siempre crea vida, convivencia, tranquilidad, armonía, progreso, desarrollo y bienestar económico, dándose con ella las condiciones necesarias para que las personas podamos usar y disfrutar nuestros derechos en paz y libertad.
Quienes son de mi edad, quizá recuerden a un “halcón” de la guerra de los “Seis Días” en 1968, ministro de Defensa israelí, Moshé Dayan. Este hombre, tan radicalmente belicoso, quizá horrorizado por la cantidad de muertes y sufrimientos que con sus órdenes de guerra causó, terminó acuñando la frase: “Si quieres la paz, no hables con tus amigos, habla con tus enemigos, si no, todos hablamos de paz, pero todos terminamos produciendo más armas”.
Pienso, que la paz sólidamente asentada sobre bases duraderas, no sólo significa ausencia de guerra, sino también dignidad y justicia: Y ésta es, según el famoso jurista romano, Ulpiano: “Dar a cada uno su propio derecho”. Lo ideal sería que todos los estados y personas pudiéramos vivir siempre en paz, concordia, convivencia, democracia, libertad y también responsablemente, donde todos nos respetáramos mutuamente dentro del imperio de la ley. Pero esos buenos deseos, luego terminan siendo una mera utopía, una efusión retórica vacía de contenido. ¿Por qué?. Lo aclaró el filósofo inglés Thomas Hobbe con sólo tres palabras: “Homo hominis lupus” (El hombre es un lobo para el hombre). Nuestro Quevedo, lo dijo a su manera: “Sale de la guerra: paz; de la paz: abundancia; de la abundancia: ocio; del ocio: vicio; y del vicio: guerra”.
Otro inglés, Thomas Moro, añadió: “Los humanos no siempre estamos por la labor de trabajar por la paz y nos empeñamos en enzarzarnos los unos con los otros, muchas veces sin motivo ni razón”. George Washington, primer presidente norteamericano: "Estar preparados para la guerra es uno de los medios más eficaces para conservar la paz”. Efectivamente, así lo enseña la locución latina: “si vis pacem para bellun”. (“Si quieres la paz, prepárate para la guerra”), que erróneamente suele atribuírsele a Julio César, cuando su verdadero autor fue el escritor romano de temas castrenses, Vegecio.
Luego tenemos las tesis pacifistas: Cicerón: “Prefiero la paz más injusta, a la más justa de las guerras”. Platón: ”Es imposible que pueda ser feliz quien vive para hacer la guerra a los demás”. Aristóteles: “La felicidad consiste en hacer bien y vivir en paz”. Cervantes en El Quijote: “La paz es el bien más grande. No es justo que unos hombres hagan de sufrir a otros hombres con la guerra”. Benjamín Franklin: “Nunca hubo guerra buena ni paz mala”. Juan Pablo II: “La guerra es siempre una derrota de la humanidad”. Y Gandi: “No hay camino para la paz, sino la paz es el camino”. Pero tan buenos deseos de paz y bien, luego se ven truncados por la realidad misma de los hechos: las guerras; las injusticias. Y cuando hay guerras, quienes siempre pierden y sufren son los débiles; y quienes ganan son los fuertes.
Por eso hoy los ejércitos suelen ser ambivalentes. No sólo están para hacer la guerra; también para para la paz: salvar vidas humanas, evitar catástrofes y estragos, riadas, fuegos virulentos, pandemias mortíferas como la actual, en cuya misión nuestro Ejército ha sido verdaderamente ejemplar, ayudando y cooperando a todos los niveles con la sociedad civil en todo cuanto se le ha pedido y mucho más. Aunque parezca una contradicción, los ejércitos modernos son necesarios. Más que para la guerra, para asegurar la paz; como arma disuasoria, para hacer desistir a quienes pretendan atacarnos y para ayudar al mundo a preservar la paz, proteger a los débiles de ataques, atropellos, violencias, injusticias y crímenes de lesa humanidad.
Los ejércitos hoy deben estar preparados para las misiones humanitarias y pacíficas, ayudando, cooperando y colaborando con los países que lo necesiten para mantener la paz y la seguridad internacional, controlar el desarme cuando esté acordado, supervisar el alto el fuego pactado o autorizado por las Naciones Unidas. Y eso es lo que creo que hoy hace nuestro Ejército en sus más de 20 misiones de paz en el exterior, siendo centinela de la paz y llevando ayuda humanitaria donde se necesite.
La paz siempre crea vida, convivencia, tranquilidad, armonía, progreso, desarrollo y bienestar económico, dándose con ella las condiciones necesarias para que las personas podamos usar y disfrutar nuestros derechos en paz y libertad
Ahora apenas existen las guerras clásicas o convencionales, ni siquiera “guerras frías”; pero de alguna manera vuelven a estar en el campo de operaciones beligerantes, aunque casi no se vea por estar solapadas con otra clase de enfrentamientos: la guerra comercial que están manteniendo las grandes potencias; la nueva carrera de proliferación de armas nucleares a la que retornan esas mismas potencias tras haber roto su anterior pacto para su eliminación; resurge la carrera por el espacio; nacen las guerras electrónicas; las cibernéticas de los llamados “hackers” a través de las redes sociales y medios para influir en la formación de la opinión pública y en los resultados de procesos electorales.
Luego están las confrontaciones insolidarias y absurdas, como la del agua, por la férrea oposición de algunas Autonomías a que se efectúen trasvases desde los ríos (que son públicos) de la España húmeda o excedentaria a la España deficitaria del sur y levante. Más luego está el separatismo irredento, Cataluña y el País Vasco, que, paradójicamente, con su torpe y corta visión localista persisten en romper España (“¡volveremos hacerlo!”, gritan en aquélla), cuando el mundo camina hacia la globalización. Cataluña está oprimida fiscalmente, cosida a impuestos y tasas autonómicas; el de Patrimonio es confiscatorio, denuncian sus empresarios, y ningún país de la EU lo tiene; 6.773 empresas huidas y siguen más; su ruinosa deuda catalogada como “bono basura” que, si no fuera por el aval de España, habría ya quebrado; alarmante retroceso económico desde el “procés”. ¿Pueden los separatistas seguir siendo tan radicales y estar tan ciegos?.
Surgen las guerras disfrazadas de pacifismo: las llamadas “fake news” (divulgación de noticias falsas), generadoras de populismos, inestabilidad, alarma social, económica y de orden público. Luego está la inmigración ilegal masiva; nos invaden grandes flujos migratorios que son factor de desestabilización. Creo que este problema podría paliarse en origen, si los países ricos promovieran y fomentaran planes de ayuda y desarrollo mediante inversiones productivas en países pobres. No puede ser que el 1% de la humanidad controle más del 50% de la riqueza mundial, que el 20% más rico posea el 94,5% de esa riqueza, mientras el 80% sólo el 4,5 %.
Tan profunda desigualdad es hiriente y, éticamente, una enorme injusticia. Aunque tales inversiones dinerarias deben estar condicionadas al control, gestión y administración del dinero por organizaciones internacionales independientes, para que lo invertido vaya destinado a la finalidad perseguida y no termine cayendo en manos de gobiernos y dirigentes corruptos, mientras el pueblo muere de hambre.
Hay que admitir, sí, inmigrantes por razones humanitarias, como los procedentes de países en guerra que huyen del terror y buscan refugio; también la inmigración legal y ordenada que venga en busca de trabajo responsable, previas ofertas de empleo. Pero a quienes nunca se debe dejar entrar son los que, haciéndose pasar ficticiamente por emigrantes, vienen a hacer terrorismo. Ahí están nuestros 192 muertos el 11-M en Atocha; tampoco a quienes llegan arrojando a la cara de los Agentes excrementos, productos tóxicos y corrosivos, apaleando a nuestra Policía para quitarla del medio y ellos asaltar fronteras. Un Estado, cuando deja de tener fronteras o las mismas son vulnerables, deja de ser Estado. La inmigración nunca debe ser impuesta por traficantes de personas explotadas, ni entrar a palos y por la fuerza.
Temo haberles cansado demasiado extendiéndome sobre algunos de mis humildes pensamientos. Pero, a mi edad, pensando y repensando, me conforto leyendo a Descartes: “positum ergo sum” (pienso, luego existo). Pues, deseo de todo corazón a mis lectores, amigos y a todo el mundo, que en estas entrañables fiestas familiares, aunque amenazados por tan letal Covid-19, que a nadie falte la “tregua de Navidad”, ni un techo donde cobijarse, ni una suculenta cena que compartir. Que tengamos alegría de vivir y esperanza de soñar que el mundo sea mejor, para que podamos disfrutar, con mucha paz y rebosando salud. ¡Felices Fiestas a todos/todas!.