Para medir la calidad y la cantidad humanas de las personas con las que convivo me fijo, más en su sensibilidad para captar los sufrimientos y para sintonizar con las emociones de los otros, que en el número de ideas brillantes que almacenan en sus cabezas. En contra de la impresión generalizada de que la importancia suprema de los seres humanos depende de la cantidad de conocimientos que poseen, estoy convencido de que todos tenemos suficientes pensamientos sobre la vida humana y que, más que las ideas, los motores que orientan y mueven la vida son los sentimientos nobles. La grandeza de las personas radica, a mi juicio, en su capacidad de com-padecer, en su facilidad para conectar, acompañar, consentir y experimentar el deseo de aliviar los sufrimientos. Sólo podremos obtener un profundo conocimiento del dolor humano si lo hemos experimentado nosotros mismos.
Pero el conocimiento teórico del sufrimiento tiene tan poco sentido como una descripción teórica de los colores o de las luces para una persona ciega. La base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento, esa experiencia que, junto al amor, es la más básica. Es cierto el dolor lo sufrimos solos pero también es verdad que la comprensión, la compañía y la ayuda nos ayuda a sobrellevarlo y, a veces, a superarlo.