Según refiere la escritora Maite Cañamares, los romanos dividieron las calles de Roma en aceras y calzadas. “Construían las aceras de mayor altura que la calzada para impedir que los vehículos las invadieran y atropellaran los bloques de piedra cruzados en medio de la calzada eran para atravesarla de un lado a otro cuando éstas se inundaban”. Si bien, es un error hacer un paralelismo entre la acera y la calzada de entonces en los mismos términos de usos que los actuales. En las grandes villas, durante el antiguo Imperio Romano, no convivían viandantes - incluidos vehículos y cualquier tipo de carruajes con ruedas. De hecho, estaba prohibida la circulación de cualquier tipo de carruaje entre el amanecer y la puesta de sol, por lo que durante el día hasta el mismísimo emperador o el gobernador precepto de la villa correspondiente se desplazaba en una litera, tradición heredada de Grecia y que se prolongó en toda Europa hasta bien avanzada la Edad Media.
En la villa romana calle y calzada eran lo mismo, un espacio de vida y no de desplazamiento. La división por usos de la calle entre acera y calzada es absolutamente moderna. En la villa romana, la calle propiamente dicha corresponde al espacio que hoy denominamos en la vía pública urbana como la calzada –en latín tanto “calciata” como “callis” son vulgarismos derivados de “calx”, “calcis”, usados según la zona para definir un camino empedrado con piedras de origen calizo–. “ACERA” es un término que no aparece en nuestros diccionarios hasta casi acabado el siglo XVIII, una evolución del latín “facera”, y que en nuestro país empezó poco a poco a definir un espacio estrictamente de dominio público a partir el siglo XVI, con la configuración del Estado Moderno. Y no fue hasta entonces, porque la “facera” –del latín “faciarius” y “facies” (cara), cuya raíz etimológica coincide con “fachada”–, se había considerado hasta entonces parte de la propia vivienda, la suma de la “cara” exterior (fachada), más el tramo de suelo delantero (acera) del edificio, lo que en Roma se llamaba “domus”.
En Roma – y antes en Grecia, dado que la villa romana era prácticamente un calco de la griega – la “facera” delantera era parte misma de la propia domus, una extensión o espacio que separaba lo público propiamente dicho –la calzada – de las estancias privadas. No significa esto, sin embargo, que la facera fuera estrictamente propiedad particular, de hecho, no podía venderse ni traspasarse en herencia, pero estaba regulada en el derecho romano como lo que hoy entendemos como “de uso privativo”, con servidumbres concretas y sujeta a concesión. La facera rodeaba toda la construcción de la “domus”, pero su principal se dividía en dos partes: la “ianua” o puerta de entrada a las zonas privadas –que en las casas más nobles y pudientes era porticada y la custodiaba un esclavo, los primeros porteros de la historia, para que los viandantes no ocuparan toda la facera–; y la “tabernae” u “officinae”, el negocio, comercio o taller del propietario de la domus, de acceso libre a toda la ciudadanía. Su anchura variaba en función de la relevancia de la calle y la categoría o status social de los vecinos de esta última.
En el Imperio Romano lo público y lo privado estaba supeditado a lo común. El uso privativo no solía generar conflictos de desorden público, dado que, en el Imperio Romano, e incluso mucho después, no existía esa idea diferenciadora que hoy prevalece en nuestro subconsciente entre lo público y lo privado. Entonces, el concepto de lo común en el que se cimenta la comunidad y la ciudadanía estaba tan arraigado, que se le otorgaba más valor que a la propiedad o a lo particular. La calle lo dominaba todo y era el centro de la vida. Cada ciudadano, libre o esclavo, desarrollaba una actividad a pie de calle, desde la facera, a la vista de todos. Podían ser desde manufacturas a actividades de comercio, incluso tareas de maestro, banquero o arquitecto, que entonces no tenían la misma consideración que se las da hoy en día. Las calles romanas de la villa eran una mezcla de gente, niños jugando y comerciantes pregonando a voces sus productos, incluidos los propios traficantes de esclavos.
Todos sin excepción, más pobres o más ricos, libres o no, disfrutaban de calzadas y faceras, como verdaderos espacios comunales. Las normas técnicas y las ordenanzas urbanísticas se limitaban a tramitar las concesiones de estas faceras y, en lo relativo a edificación, determinar las anchuras, alturas –para evacuar bien las aguas y que éstas no entrasen en las viviendas– y los materiales de construcción, delimitando así una especie de frontera lineal entre las calzadas y las viviendas propiamente dichas.
el Estado iba conquistando la calle al ponerla bajo su titularidad, los vecinos se resistían a abandonarla manteniendo los usos tradicionales:
En 1817, la “fachada”, que hasta entonces se había definido como “parte anterior y delantera”, aparece por primera en el Diccionario como “(facies) parte anterior de algo que se pone a la vista y con especialidad se dice de los edificios”. El tramo de suelo de la facera, que hasta entonces formaba parte de la propia fachada, desaparece definitivamente.
En 1884, la voz “acera” entra oficialmente en el Diccionario Oficial de la Lengua Española como “orilla de la calle o de otras vías de comunicación en las poblaciones, generalmente enlosada, o que se distingue por alguna otra circunstancia de lo demás del piso”. Desaparece el concepto de acera como espacio de vida y empieza a transformarse en vía de desplazamiento.
Por el contrario, y como no resulta tan sencillo expulsar al ciudadano, en la misma edición de 1884, la “calle” siguió definiéndose como “el espacio que queda entre dos aceras que forman las casas” y la “calzada” continuó siendo el “camino empedrado hecho para la comodidad de los caminantes y del tráfico público”.
Es en 1992, cuando la RAE modifica definitivamente las voces “calle”, “acera” y “calzada”. La primera se define como “vía pública entre edificios”, es decir, la suma de aceras más calzada; la acera se convierte en “orilla de la calle, generalmente más elevada y particularmente destinada para el tránsito de gente que va a pie”; y la calzada es, desde entonces, “parte de la calle comprendida entre dos aceras” con el añadido de “dispuesta para la circulación de vehículos”.
¿Casa o calle? Aunque nuestra actual mirada urbanita nos confunda, hubo un tiempo en que casa y calle prácticamente se confundían y la vivienda no era un lugar de estancia, si no un mero espacio para dormir cobijado. La vida se desarrollaba o, más coloquialmente, se hacía en la calle. Por suerte todavía quedan pequeñas localidades y son cada día más los barrios y villas españolas y europeas que, en pleno siglo XXI, mantienen su acera delantera, con servidumbres de paso, pero con la concesión de uso. Es este el espíritu de las calles y zonas residenciales, que en algunas zonas concretas han logrado revitalizar hasta el comercio a puerta de calle. ¡Faceras delanteras tendrás hasta muy cerca de tu domicilio! Cualquier terraza de bar, cafetería o restaurante es un ejemplo de que en España hemos sabido evolucionar con la latina “tabernae” de la villa romana.
En 1762, las autoridades de Londres emprendieron una reforma de las calles para crear un espacio reservado a los viandantes, separado del tráfico y de la suciedad. Caminar por la acera es algo tan común hoy que no suele pensarse que, como todo, la acera también tiene su historia. Las ruinas de Pompeya demuestran como ya en la Antigüedad existían calles con espacios para viandantes elevados sobre un bordillo reforzado con sillares para separarlos del resto del tráfico. A pesar de ello, en las ciudades de la Europa medieval y moderna las calles consistían en pistas de tierra sin pavimentar, por donde animales y personas andaban mezclados. El ideal romántico de "pasear por las aceras" se atribuye a las reformas urbanísticas del siglo XIX, en particular la de París bajo Napoleón III (1852-1870). Sin embargo, ya la ciudad de Londres había inventado –o reinventado– el modelo de la calle con acera mediante la llamada ley de Pavimentado e Iluminación, de 1766.
Calles sucias y oscuras. En el siglo XVIII, Londres era una urbe fabril, pionera en la revolución industrial. Sus cerca de 600.000 habitantes la situaban como la ciudad más poblada de Europa. Ello se reflejaba en el incesante ajetreo de las calles. La actividad mercantil alimentaba el movimiento de cientos de carretillas, carruajes y toda clase de comerciantes y trabajadores –sin olvidar la multitud de animales de tiro–. A cada momento se formaban aglomeraciones en torno a comerciantes ambulantes, mítines políticos, ejecuciones, incendios o peleas entre vecinos.
Atravesar la ciudad en un carruaje podía ser complicado, pues los atascos eran habituales; por ejemplo, en 1749 se formó uno en el Puente de Londres que necesitó tres horas para hacer fluir el tráfico. Además, las calles estaban pavimentadas con cantos rodados poco aptos para el tráfico, y los socavones y los tramos de tierra pisada eran comunes. Con 600.000 habitantes, en el siglo XVIII Londres era la ciudad más poblada de Europa. Viandantes y vehículos debían compartir unas calles llenas de socavones, suciedad y sin un sistema de desagüe
Aún peor lo tenían los viandantes, quienes debían sortear las numerosas aguas estancadas y la acumulación de deshechos animales y humanos que eran arrojados a las calzadas. Durante los días de lluvia, unos cien al año, el agua mezclaba todos estos elementos y los transformaba en un lodo resbaladizo que no era posible drenar. En 1765, un visitante francés notaba que las calles de la capital británica estaban "eternamente cubiertas de suciedad" y "pavimentadas de tal modo que apenas si es posible encontrar un punto en el que poner el pie". La falta de un espacio peatonal delimitado hacía que personas y carros se desplazaran juntos. La única separación ocasional se encontraba ante los edificios importantes, y la formaban las líneas de bolardos de madera donde se ataba a los animales. Los puestos de venta colocados en medio de la calle eran un obstáculo adicional para los paseantes.
En 1754, Joseph Massie y John Spranger reaccionaron contra esta situación y demandaron una reforma urbana que permitiera caminar por las calles con un mínimo de comodidad e higiene. Había que crear, decían, una red de "nuevas y magníficas calles", limpias, pavimentadas e iluminadas. En 1762, el Parlamento británico recogió la propuesta y aprobó una ley de Pavimentado e Iluminación para el distrito de Westminster que se extendió a la City de Londres en 1766.
A salvo de salpicaduras. Las 42 páginas y 92 artículos de la norma reguladora introdujeron en Londres –y en la Europa moderna – las calles con acera que hoy nos son familiares. Por primera vez el peatón londinense podía caminar en un andén ancho bien pavimentado. El bordillo elevaba a las personas sobre los carruajes y el fango de la vía. Se dio la orden de que las tiendas despejaran sus mercancías de la calle, y se eliminaron aquellos bolardos que dificultaran el paso. Las lámparas privadas se sustituyeron por un sistema municipal de farolas de aceite, precursor de la iluminación de gas. Para facilitar la orientación de los viandantes se colocaron señales con el nombre de las calles y el número de los edificios. La acera se convirtió así en un bien público, con leyes que lo ordenaban y protegían.
Aunque los cambios no se aplicaron de igual manera ni con la misma rapidez a todas las calles de Londres, apenas cuatro años después la capital británica ya era considerada "la ciudad mejor pavimentada e iluminada de Europa". Tras un viaje que hizo a Inglaterra en 1782, el alemán Carl Philip Moritz manifestó su sorpresa ante la posibilidad de pasear con tranquilidad por las aceras londinenses: "Un extranjero agradece las aceras hechas de piedras anchas, que se extienden a ambos lados de las calles, en las que se siente tan seguro frente al temible ajetreo de los carros y carruajes como si estuviera en su propia habitación".