Opinión

Ora pro nobis

Las letanías tienen una increíble belleza lírica, probablemente como todos los mantras. Con un mensaje repetitivo, envuelto en una deliciosa melodía y dulce canto, ayuda a la concentración y, en el caso de las religiones, al rezo.

Etimológicamente, la palabra femenina “letanía” procede del vocablo griego litaneia (oración) y del verbo de la misma lengua, litaneuein (rezar). Los orígenes de este rezo, también llamado súplica, se remontan a los primeros tiempos de la cristiandad, utilizándose comúnmente para pedir la intercesión de Dios, o de los santos, en momentos de desamparo o de crisis; episodios que, desgraciadamente, no faltaron en unos tiempos en los que creer en algo diferente al poder establecido era pasible de muerte. Está claro, todo está inventado desde hace tiempo. Un clásico.

La “letanía de los santos”, en la que se suplica protección, se canta en los actos más solemnes de la liturgia de la Iglesia Católica. El inicio del cónclave para elegir un nuevo papa es, precisamente, uno de esos actos.

Deslizándose con un canto inspirador, los nombres de los santos invocados siempre van seguidos de la expresión “Ora pro nobis” (ruega por nosotros) pidiendo al Altísimo que alumbre los asuntos terrenales. Una suerte de llamada de emergencia, si se me permite la expresión. Y en esas estamos.

Con ese férreo empeño que ponemos las personas, tanto en desechar sistemáticamente los libros de Historia como en acomodarnos a vivir en domesticados rebaños, nos vemos abocadas a vivir una constante sucesión de “déjà-vu”, a cual más tenebroso.

En un ambiente de mediocre cochinera intelectual y política, carente de Luz y de norte, la ceguera social que, desgraciadamente, siempre parece queremos llevar a gala, provoca dramáticas paradojas. Un ejemplo claro es que, si bien los clásicos son cada vez más necesarios, sus obras siguen acumulando, lamentablemente, el pesado polvo del desprecio y de la indiferencia, cuando no del desconocimiento más supino. De puta pena.

Pero lejos de escandalizarnos por tamaño contrasentido y despropósito, nosotras seguimos a lo nuestro, caminando bien ordenadas, en fila y “junticas” por esas autopistas del pensamiento prefabricado que siempre llevan a Roma. Seguro que les suena.

En unos tiempos en que el medievo se ha tornado de rabiosa actualidad, contemplamos desoladas cómo el virus de los viejos sarampiones renace de virulentas cepas nuevas. Así, además de asistir como vacas que ven pasar el tren a la evidente subida de los totalitarismos en Europa –vergüenza nos debería dar aceptarlo sin más-, preferimos camuflar la nauseabunda bolsa de pus que nos está explotando en la cara y hablar de “nacionalismos extremos” y de “extrema derecha moderada”; términos absurdos y contradictorios. ¿Se imaginan a las asesinas de las Waffen SS llevando en sus negros uniformes el símbolo de la Paz? Términos igual de absurdos y contradictorios que los anteriores. Puro maquillaje del terror.

Estos eufemismos son el más vivo ejemplo de la política avestrucera de quienes prefieren camuflar la verdad a señalar el peligro. ¿Tanto miedo hay en que las masas se transformen en unidades pensantes y por fin vean dónde están las esclavistas? Por lo visto, sí.

El caso es que seguimos negando la mayor, como cuando Chamberlain y Daladier firmaron en 1938 el Pacto de Múnich ante un Hitler crecido, convencidos de que no querer ver las cosas era el mejor antídoto contra la evidencia. Coincidiendo en el tiempo con el vergonzante acuerdo y en plena guerra civil española, el profesor, periodista y filósofo italiano, el anarquista Camillo Berneri, lanzaba en la publicación “Guerra di clase” una premonición que ha atravesado generaciones: “las bombas que hoy caen sobre Madrid, mañana lo harán sobre Barcelona y pasado sobre Londres y París”. Vitriólico y sin equivocación. Brutal y de actualidad.

Sin embargo, y a pesar de las advertencias que lanzó Berneri, asistimos impávidas al ascenso social, sociológico y político de la extrema derecha en todas las capas sociales y políticas, sin que nos importe que esa presencia en primeras páginas, sondeos y escaños sea ya un hecho trágicamente palpable y comprobable. Anidado en las crisis que provocan las de siempre y que padecen también las de siempre, el huevo de la serpiente fascista crece con fuerza viendo cómo la intolerancia se hace fuerte en partidos políticos cuyos idearios escoran cada vez más hacia los de Le Pen. Casi sin distinción de color, desgraciadamente.

Llegamos a ser tan necias, y a tragarnos tanta basura dialéctica intolerante, que no dudamos en movilizarnos con violencia ante la llegada a nuestras costas de seres humanos que huyen de miserias y violencias. Mientras tanto, resignadas y anestesiadas, aceptamos con abnegada resignación y total comprensión que se rescaten bancos y autopistas, se recorte en Educación o se destroce la Sanidad en beneficio de grandes corporaciones privadas. No aprendemos. Cualquier día nos dicen que el sol sale de noche y aplaudiremos sin duda y con fervor en la plaza de Oriente de turno. Esa es la tendencia que se está abriendo camino con paso firme. Asco.

Pero eso no es todo. Vemos ya con naturalidad que cada vez más gobiernos europeos se declaren abiertamente antisemitas, racistas y defensores de un orden nuevo basándose en arengas electorales tan simplonas como efectivas: “las de allí vienen a robarte el trabajo” y el consabido: “primero las nuestras”. Y picamos. Casi todas. Como si las que nos levantamos todos los días a trabajar tuviésemos pan que compartir con esas aprendices de Goebells. Como si las que nada tienen, propias o foráneas, fuesen objeto de atención en algún momento. Queda claro que las pobres, sean de donde sean, siempre son las culpables y las olvidadas, aunque se las use como servilletas de papel: de usar y tirar. Aporofobia en estado puro y sin medida.

A pesar de las evidencias, nosotras seguimos mordiendo al anzuelo y aplaudiendo a las que nos dicen que el peligro tiene la piel tostada. Desalentador.

Por si fuera poco, las desmemoriadas e inconscientes no dudan en aplaudir y justificar a la caudilla de turno cuando pretende acabar de un plumazo con el concepto de Unión Europea. Y es que, aunque lejos del ideal federal, la UE ha logrado alejar el espectro de la guerra de nuestras tierras durante muchas generaciones. Otra cosa es que nuestros cortocircuitados cerebros ni siquiera sean capaces de ver y analizar lo evidente. ¿Estamos dispuestas a ir hacia atrás en el tiempo? Deprimente.

Esta evidente falta de pensamiento crítico evidencia una merma que se genera en las bancas de las escuelas, donde un sistema educativo vertical y segregador se empeña en que nada cambie, nunca. Quizás ahora nos iría algo mejor si hubiésemos reflexionado sobre las palabras del padre de la escuela racionalista -el francmasón Ferrer i Guardia- cuando afirmaba que “la Escuela Moderna pretende combatir cuantos prejuicios dificulten la emancipación total del individuo, y para ello adopta la racionalismo humanitario, que consiste en inculcar a la infancia el afán de conocer el origen de todas las injusticias sociales para que, con su conocimiento, puedan luego combatirlas y oponerse a ellas”. Blanco y en botella. Pero no, nosotras a seguir lo que comanden las lobas que nos guardan en rebaño.

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero si de verdad le produce pavor el retorno a las épocas de la negra sinrazón que ya está en marcha, quizás sería bueno empezar a pensar que a nuestras enemigas no se las debe medir por su nacionalidad o color, y sí por el yugo que nos hacen padecer. Fácil.

Obviamente, si lo de librepensar viniese largo, siempre nos quedaría iniciar esa bella letanía que siempre culmina con el “Ora pro nobis”. La ocasión de excepción, sin duda, lo va a merecer. Por probar, mientras van llegando las nuevas noches de los cristales rotos, que no quede. Es más, supongo que en los campos rodeados de concertinas nos dejarían entonarla. En fin…

Ya lo decía Albert Camus hace casi ochenta años: “Vivir no es resignarse”. Usted verá, pero parece claro que se impone la relectura de los clásicos. Ponerlos en práctica de una vez por todas, perentorio. El resto es el vacío, pero eso ya debería saberlo. Nada más que añadir, Señoría.

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