Hay lugares que te machacan el alma desde el primer momento en el que te besan la piel. Te envuelven sin que te des cuenta, te atrapan dentro de la espiral de sus días y te escupen cuando menos te lo esperas. Esos lugares suelen pasar indiferentes para muchos pero terminan siendo especiales para pocos. Ya me ocurrió esto en Gerona, una ciudad en la que mis relojes se detuvieron en el Parc de la Devesa mientras escuchaba a Antonio Gala recitando sus poemas con la música de Rubén Jordán. Me ocurrió en Lisboa, en la freguesia de Alcântara, cada vez que la línea quince del tranvía me acercaba hasta la Baixa. Y me ocurre ahora, de nuevo, en Ceuta.
Hace una semana que llegué aquí, cuando ya esperaba pocos sobresaltos en una vida templada a favor de la marea. Parafraseando a Chaves Nogales, siempre me he considerado un pequeño burgués liberal al que lo educaron en la bon vivant gracias al esfuerzo pertinaz de sus padres. Lo tuve todo pero también lo perdí todo. Hablar desde las tripas no es sencillo pero cuando se quiere comenzar a vivir de nuevo. Pero Ceuta es así, ¿no? Nunca creí en las casualidades.
Perfectamente recuperado de los días más aciagos que pueda recordar –y que no son demasiados-, Ceuta fue una explosión en mis meninges desde la primera llamada de teléfono. Un terremoto de contradicciones pero también un regalo hacia lo desconocido, hacia mi propia ignorancia. Todos tenemos prejuicios pero alguien me hizo entrega de un buen consejo que hasta ahora, siete cortos días después, ha sido muy útil: venir sin nada en la cabeza.
Después de recorrer a pie desde Zurrón hasta la Plaza de los Reyes durante una semana para ganarme el pan de mis días, de visitar El Príncipe en la primera puesta de sol, de pasear por La Almadraba junto a los devotos de la Virgen del Carmen, de no dejar de asombrarme al ver a un brigada paseando a sus Yorkshire por el Revellín vestido de uniforme. Después de saludar al omnipresente Juan Vivas, después de conocer de manera sumaria las cofradías de Ceuta, de saludarme cada mañana con su patrona. Después de todo esto, incluso de conocer al imbatible David Muñoz Arbona, hay algo que está por encima de cualquier rutina, de cualquier historia y que me tiene absolutamente atrapado.
Aunque no lo crean, los peninsuleros somos unos descarados desafiantes. Mirándonos todo el día el ombligo, creyendo que el mundo se reduce a Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Aunque no lo crean, hay ciudadanos de Sanlúcar de Barrameda que están convencidos de vivir en el epicentro del universo. Y es probable que tengan razón. Pero Ceuta, esta maldita ciudad que se me ha pegado a la piel de manera indeleble, ya pertenece a la historia de mi vida para siempre. Porque, como dijo María Iglesias en la presentación de su libro, la vida se abre paso aunque nadie riegue sus raíces. Y eso es lo que me tiene atrapado: que, sin quererlo, mi vida sigue abriéndose paso entre las calles de la Perla del Mediterráneo.