Opinión

Los olvidados en la Historia de aquellas aguas temerarias (I)

Durante edades, centurias, épocas, períodos o lapsos, la vida en la mar ha sido sinónimo de penalidades e inconvenientes, aunque, paulatinamente, con el transcurrir de los tiempos impertérritos, las condiciones mejoraron. Aun así, en el siglo XIX, se constata que la semblanza de un marinero continuaba estancada en las dificultades. Ciertamente, se hacía imprescindible aglutinar actitudes y capacidades afines a las contrariedades que exigía el entorno.

De hecho, no era nada inusual que los hombres de la mar tuviesen que admitir en infinidad de casos, situaciones forzadas al hacinamiento o enfermedades, o la nefasta alimentación o exigua paga o los trances meteorológicos, entre algunos, obligándoles a permanecer aislados de la vida en tierra meses e incluso años.

Con este breve preámbulo, el mar, considerado de manera genérica como el conjunto de mares y océanos, era fuente de inseguridades hasta concebirlo como una bóveda siniestra y diabólica. En la Edad Media (476-1492) el Océano Atlántico seguía siendo enigmático: algunos admitían que el mundo concluía en su extremo; otros, situaban en su seno campos maravillosos o, paradójicamente, el reino de las tinieblas.

Cualesquiera que pudiesen ser los razonamientos, demostraciones e interpretaciones habidas y por haber, el mar encarnaba inestabilidad; obviamente, para una inmensa mayoría, el embarcarse conjeturaba una excentricidad.

En otras palabras: la amenaza de cualquier episodio que llegase a los oídos de aquellos trechos, rozaba el surrealismo.

Cuando en el siglo XVI Su Católica Majestad el Rey Don Felipe II (1527-1598) instauró el ‘Sistema de flotas y galeones’ enlazando la Península Ibérica con América, numerosas creencias antiquísimas acabaron empequeñeciendo: poco a poco, los engendros marinos desaparecieron y resolutivamente, el paraíso o el fuego eterno no se hallaban en el otro costado del Océano.

Sin embargo, en tierra adentro se proseguía contemplando con desconsideración apenas oculta, a la gente de la mar. Recriminándolas de individuos sin moral y propensos a cualquier tipo de libertinajes, se les distinguía como personas desequilibradas. Un sentimiento que brotaba de la extrañeza inducida por los peligros imprevisibles de las aguas, como problemas endémicos, siniestros, desgracias, hundimientos, tempestades, naufragios, abordajes o asaltos.

Así, para algunos jóvenes diversos elementos se armonizaban para lanzarse a esta predisposición, porque enrolarse resultaba ser lo más habitual buscando una suerte de sustento. No descartándose, que varios alicientes animaban a los más desahuciados a alistarse como marinos.

Es significativo hacer constar, hasta qué punto la incorporación en los barcos para las Américas izaba el raigambre familiar, coincidiendo padre e hijo, sobrino y tío o suegro y yerno. Con lo cual, gran parte de la marinería procedía del grupo social perteneciente a esta comunidad.

En esta disyuntiva, los portugueses son una muestra elocuente del protagonismo adquirido en las singladuras hispanas, a pesar que las ordenanzas atenuaban su presencia a bordo, terminaron formando parte de las conexiones ultramarinas.

Por término medio, la cantidad de sujetos involucrados en la partida, correspondía alrededor de diez veces del total, en proporción al número de cañones transportados. Como indicativo a lo expuesto, se precisaban setecientas personas para un navío de 74 cañones, o mil, para un buque de 112 piezas de artillería.

Queda claro, que los periplos ofrecían compensación económica: una soldada, salario o sueldo en los ocho o doce meses que se prolongaba el trayecto de ida y vuelta; pero, sobre todo, era una retribución superior a la recibida por un jornalero. Tampoco iba a ser menos, el atractivo de recibir los haberes por adelantado, que entre los interesados conllevaba gran estímulo.

En cambio, para otros, la incorporación a la mar personificaba el amparo a la marginación. Sin bien, en el siglo XVII, los aparentes encantos que avivaban el Nuevo Mundo habían dejado de ser tan poderosos, algunos explotaban la coyuntura de viajar a América sirviendo como marinos, a la par, que se economizaba el precio de un gravoso desplazamiento.

Sea como fuere, para un sinnúmero de marineros en uno anacronismo de difícil estabilidad, su afiliación estaba más bien encaminada a la hechura de una costumbre familiar, que más bien, a una forma enmascarada de adquirir riqueza al otro lado del Atlántico.

En dicho siglo, las travesías transatlánticas o transpacíficas gozaban de enorme experiencia. Los engranajes oceánicos de la etapa colonial se transformaron en el hilo conductor de las relaciones entre la Península y las Indias.

Mismamente, los itinerarios a Tierra Firme, Nueva España de Panamá al Callao y de Acapulco a Manila, respectivamente, eran las rutas fundamentales, tanto para la comercialización de géneros y capitales, como la apertura al proceso de los bienes culturales de uno u otro sector de los continentes.

En lo visto hasta ahora, la historiografía se ha interesado especialmente por los aspectos comerciales de estos derroteros, preponderando la naturaleza esencial del tráfico y el comercio, como su articulación o los matices técnicos y el suministro de las embarcaciones. Pero, curiosamente, se ha postergado la incidencia de los que ejercían y libraban un cometido básico en estos menesteres: los marineros.

Cabría preguntarse, ¿qué les inducía a comprometerse en las flotas, sobre todo, sabedores de los complejos infortunios aguardados a lo largo y ancho de la navegación?

Sin dilación, este pasaje en su primera parte, nos aproxima a las connotaciones del vivir cotidiano en alta mar, encauzando un relato en consonancia a la clase de los recursos humanos, llamémosle, el escalón inferior de la tripulación: los marineros, grumetes y pajes.

Si bien, esta población anónima prácticamente no ha dejado huellas, la bibliografía de algunos autores realza los modos, estilos y portes rutinarios, hasta revelar el universo vital e intelectual de este gremio.

Adelantándome a lo que seguidamente fundamentaré, más allá del instante o las circunstancias particulares, insólitas o extravagantes que se puedan describir en este texto, el fondo de la cuestión gravita, en esculpir el vivo retrato de estos hombres socialmente invisibles a los ojos del mundo, al objeto de eternizar el papel trascendente que ejercieron, como finalmente me inclinaré en denominarlos: ‘los olvidados de la Historia’.

Resulta enriquecedor percatarse e interpretar sucintamente la configuración de los vínculos sociales de este colectivo, porque, una vez incorporados a la nave, irremediablemente quedaban apartados y al margen del poder civil y religioso.

Luego, interesaría hacer una valoración sobre la organización o el paralelismo e incompatibilidad de aquella convivencia, o los medios humanitarios para hacer frente a su mayor enemigo en aquellas aguas imperturbables: la muerte. Recurriendo a la consulta minuciosa de estudios, trabajos y expedientes acerca de estos grupos náuticos, principalmente, las fuentes documentales del Archivo General de Indias, aglutina un tesoro incalculable de primerísima mano en cuanto a la información que contiene.

En este escenario tan peculiar y desde una perspectiva global, concurren variables identificativas tales como las ocupaciones propias de la crónica navegante; o la base alimenticia; el descanso y la sexualidad; la clarividencia de los tiempos; el espacio de ocio; el proceder ante los peligros o la hechura a la hora de afrontar la muerte y la asistencia religiosa.

Partiendo de las tareas profesionales, con anterioridad al izado de las velas múltiples quehaceres esperaban a los marineros. Su primer deber estribaba en cargar y ordenar las mercancías, suministros y artillería ante el mandato del maestre. Si las maniobras eran dificultosas o requerían de más mano de obra, entre ellos se originaba una especie de tonadilla para transmitirse aliento y combinar las fuerzas.

Para estas tipologías de encomiendas, se demandaba hombres jóvenes y con fortaleza física apropiada. Concluido el cargamento y una vez mostrado el personal ante las autoridades competentes que habían inspeccionado la embarcación, se levantaban las velas para darse por iniciada la marcha a aguas internacionales.


En ese mar indescifrable llamado de “las Damas” por su serenidad, el ajetreo ordinario del marinero era más apacible que en el arranque del recorrido. Si no existían vientos contrarios o complicaciones para el gobierno de la nave, las actividades se simplificaban al mínimo, pudiéndose emplear a faenas comunes, como dar a la bomba de achique, zurcir o recomponer velas, baldear las cubiertas u ordenar y arreglar los aparejos.

Puntualizados algunos de los encargos, indudablemente concurría una diferenciación entre los marineros, grumetes y pajes: Primero, los marineros, más hábiles y experimentados en labores de estiba, mantenimiento e intendencia con una edad entre los 21 y 33 años; segundo, los grumetes o aprendiz de marinero, entre los 15 y 20 años, denominados mozos porque eran principiantes que practicaban el duro servicio del mar, cumplían las consignas de los marineros y por su escaso conocimiento, recibían un tercio menos de la soldada.

Tercero y último, los pajes, muchachos de unos 10 años se enrolaban para adiestrarse en estas funciones y promocionaban a los puestos de grumetes y marineros. Principalmente, se consagraban en la limpieza de las superficies con respecto a la quilla del barco, al igual que girar los relojes de arena y lógicamente, acatar las directrices de los grumetes y marineros.

En el siglo XVI, don Juan Escalante de Mendoza (1529-1596), escritor, navegante y cartógrafo, indicaba que propiamente había dos escalas de pajes: los que se aplicaban en los principios del oficio y aquellos que defendidos por su amo, no hacían otra cosa que servirles en la expedición. Incidiendo, que no eran más que los sirvientes de un oficial o viajero destacado.

Continuando con otras de las variables, las comidas, en alta mar como en tierra la subsistencia se ajustaba al sol y a los alimentos, siendo en los pausas el intervalo preferente para recobrar energías y dialogar con los camaradas. Hay que matizar, que la alimentación ha sido objeto de estudios con la deducción de ser algo repetitiva y de no muy buen ver, pero lo suficiente como para no desnutrirse, cuyo soporte consistía prioritariamente en el bizcocho, las legumbres y el vino.

Otros, como el aceite, arroz, habas, garbanzos, pasas, quesos, carne y pescado salados y agua, se consumían copiosamente, pero la conservación de los mismos suponía un verdadero martirio, fusionado a los productos frescos que en seguida se corrompían. Para compensar estos agravios, se fletaban animales vivos como gallinas, cerdos y ovejas que surtían huevos y carne fresca.

Sin soslayarse, que el Océano proporcionaba pescado recién capturado, de ahí, que entre los objetos individuales de los marineros, se localizasen anzuelos y cordeles para este empleo. Amén, de varios tratados de la época que apuntaban a la obligatoriedad de portar estos útiles, desconociéndose con certeza, si la pesca se enfocaba a un pasatiempo o a un suplemento de manutención.

La distribución de la comida se fraccionaba en el desayuno constituido de pan, vino y tocino; una segunda al mediodía y en caliente; y una última, la cena, que se realizaba antes que se pusiese el sol.

Los escritos dejan entrever la disposición de un fogón de cobre emplazado debajo del castillo de proa; o, sobre un lecho de tierra o arena, siempre que lo permitiese la meteorología, se prendía fuego.

Al no existir constancia de la figura del cocinero antes de finales del siglo XVII, los preparativos de cada rancho incumbía a un marinero. Ello aclara, que el más competente o que había sido propuesto por sus compañeros, debía condimentar los comestibles entregados por el despensero.

Pero, se sospecha, que en último lugar se designaba a los pajes, para no efectuar algo tan vil, como por entonces se contemplaba: el mal olor a humo en las barbas simbolizaba una señal fuertemente humillante. De manera, que surtidos de sartenes, ollas de cobre y cuchillos, calentaban la asignación nutritiva de la jornada servida en un plato llamado salero.

Los oficiales almorzaban en el castillo de popa, acondicionado con sillas, mesa y paños; la tripulación lo hacía en la misma cubierta sentados en sus arcas que igualmente las usaban de soportes, no había platos ni cubiertos propios, pero el cuchillo algo tan primordial para las muchas utilidades, lo utilizaban conjuntamente.

Con relación al descanso y la sexualidad, el hecho de residir en un medio tan limitado, comportaba constantes tensiones, por lo que el hallazgo de intimidad era misión imposible. El barco, como cualquier otro microcosmos, privaba de caprichos, fundamentalmente, en lo que concierne a las ventajas socio-profesionales.

Mientras los oficiales y acompañantes relevantes yacían en sus camarotes, el resto pernoctaba en el entrepuente, o séase, en el castillo de proa o cubierta.

En el terreno de índole sexual los residentes cohabitaban en una supuesta promiscuidad, si a ello se le asocia que era un asunto interrelacionado con lo deshonesto e ilegal, se prefería contemporizarlo antes que intentar erradicarlo. Aunque, los reglamentos prohibían estas relaciones y más drásticamente las homosexuales, estas conductas no se contrarrestaban en la travesía.

En atención a la polémica de género como hoy en día la entendemos, la controversia de llevar mujeres en tan amplios trayectos, implicaba fuertes disputas y altercados, porque la administración era totalmente contraria a la navegación de familiares o prostitutas, que en definitiva, rezagaban al personal de sus objetivos.

Sobraría declarar, que estos hombres faltos de liberar la tensión sexual acumulada tras largas andanzas, repetían estos episodios más en puerto o tierra firme, que aparentemente embarcados.

No obstante, dejar riendas sueltas a la dotación y a los pasajeros, significaba poner en tela de juicio el inconsistente equilibrio social y moral. En esta tesitura, los más adolescentes se convertían en las víctimas de los acosos sexuales. Teniendo en cuenta que los lazos eran sumamente jerarquizados, los pajes tenían que tolerar coyunturas degradantes y en ocasiones, vejatorias.

Consecuentemente, tal como se ha fundamentado en estas líneas que prosiguen en otra narración, la supervivencia en la mar condimentaba los sinsabores de la cotidianidad, siendo un escaparate ficticio de lo que la sociedad concebía sobre este contexto, posiblemente, por darle un enfoque desvirtuado de lo real.

Que la trayectoria a bordo entrañaba apuros de calado, era evidente, pero, no es menos cierto, que no como un suplicio descomunal. Al entremezclarse tránsitos apacibles o indisposiciones frecuentes se indagaba en las eventualidades internas, hasta la comprensión de la praxis diaria de estos hombres.

En escasos minutos, cada individuo desempeñaba magistralmente su ocupación en las parcelas establecidas, obteniendo un grado de conjunción elevado, porque mostraba a todas luces la brega en equipo y el rol en la ordenación escalonada.

El paradigma para sostener la filosofía de estos navegantes patrios, hacía posible la implementación de una flota digna de tal nombre, en los que siempre quedaban en el anonimato y en un segundo plano ‘los olvidados de la Historia’, esas figuras denodadas de los más marginados: los marineros, grumetes y pajes.

Y es que, cada granito que aportaban, otorgaba unas particularidades diferenciadas, al tiempo, que su esforzada posición en los mares, se infravaloraba injustamente.

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