Opinión

150 años del ocaso definitivo de los Estados Pontificios

Remontándonos a otras de las efemérides que han quedado subrayadas entre las páginas indelebles de la Historia Universal, desde el año 751 hasta 1870, los Estados Pontificios fueron los territorios en la Península Itálica bajo la autoridad de Su Santidad el Papa.

Con anterioridad a lo preliminarmente indicado, en el inicio del siglo VI de nuestra era, los Papas pasaron a ser los gobernantes de la Ciudad de Roma y sus comarcas más adyacentes. El privilegio sobre estas posesiones hay que enmarcarlo en la cesión del rey Pipino III de los Francos (714-768 d. C.), más conocido como Pipino el Breve, al Papa Esteban II (715-757 d. C.), que se convirtió en el fundador de los Estados Pontificios.

Paulatinamente, numerosos emperadores y devotos del cristianismo agrandaron estas superficies con ayudas, concesiones y donaciones que prosperaron en engrandecimiento territorial. A la totalidad de estos terrenos en propiedad de la Iglesia Católica Romana se le reconoció como ‘Patrimonio de San Pedro’.

Tal sería la prerrogativa en el período referido, que éstos se hallaban entre los principales Estados de Italia, hasta que en 1861, se produjo la unificación por el Reino de Cerdeña. En su máximo exponente envolvieron las demarcaciones italianas de Umbría, Las Marcas, Lacio y Emilia-Romaña. Dichas participaciones se distinguieron como una expresión del influjo temporal del Papa, a diferencia de su primado eclesiástico.

Después del año 1861, los Estados Pontificios comprimidos exclusivamente al Lacio, permanecieron hasta 1870. Ya, entre el año antes aludido y 1929, el Papa no tuvo ningún espacio físico y el Vaticano quedó en manos de la soberanía italiana.

Luego, el 11 de febrero de 1929, el Papa Pío XI (1857-1939) y Benito Amilcare Andrea Mussolini (1883-1945), disiparon las dificultades habidas entre el Reino de Italia y el Papado, suscribiendo los ‘Pactos de Letrán’ o ‘Pactos Lateranenses’, por los que la Iglesia reconocía a Italia como Estado soberano y ésta hacía lo propio, instituyendo como Estado Independiente la Ciudad del Vaticano, a la que se le otorgó 44 hectáreas de Roma. En concreto, el sector de los edificios históricos papales, emplazado en la Colina Vaticana.

Con estos mimbres, a primeras horas de la alborada del 20 de septiembre de 1870, tropas italianas guiadas por el general Raffaele Cadorna (1815-1897), hendieron las paredes de la Puerta Pía y penetraron en Roma. De esta forma, se originó en toda regla la unificación de Italia, cuyo resultado ineludible simbolizó el declive de la superioridad política de los Papas sobre la Ciudad Eterna y demás Estados Pontificios.

Antes de abordar los antecedentes determinantes de esta recapitulación, es preciso incidir en las corrientes que se apuntalaban con ahínco, surgiendo tendencias promotoras de la unidad nacional. El rey sardo-piamontés Carlos Alberto (1798-1849), aceptó las proposiciones y en virtud de la unidad declaró la guerra a Austria.

Sin embargo, el Papa Pío IX o Pío Nono (1792-1878) no se aunó a esta causa: proceder que el pueblo romano no comprendió y tampoco le excusó. Con lo cual, no tardó en dinamitar la insurrección y el Sumo Pontífice no le quedó otra que en noviembre de 1848 marcharse de Roma. Es así, como se abolió el poder temporal del Papa y se proclamó la II República. Posteriormente, se coordinó un contingente configurado por países católicos y ya, alcanzado el 12 de abril de 1850, el sucesor del Apóstol Pedro retornaba a Roma, invalidándose un régimen fugaz.

Más adelante, en el verano de 1859, algunas localidades de la Emilia-Romaña se sublevaron contra la potestad del Papa y decidieron la plebiscitaria resolución de anexionarse al Piamonte. Hecho puntual que se materializó en marzo de 1860. Ese mismo año, el rey Víctor Manuel II (1820-1878) reivindicó expresamente a Su Santidad la renuncia de Umbría y Las Marcas, lo que Pío IX rechazó rotundamente.

En breve, las huestes piamontesas contendieron a las del Papa, que el 18 y 30 de septiembre, respectivamente, sufrieron la derrota en Castelfidardo y Ancona. Desde aquel momento, la Iglesia quedó despojada de aquellos territorios que en unión de Toscana, Palma y Módena, se agregaron al Reino de Piamonte-Cerdeña que, valga la redundancia, acabó distinguiéndose como el Reino de Italia del Norte.

Los Estados Pontificios quedaban definitivamente fragmentados y disminuidos a la Ciudad de Roma y su entorno, donde el Papa con el amparo de las unidades francesas, prosiguió desempeñando su menguada atribución civil.

Ni que decir tiene, que el Renacimiento italiano y la Ilustración compusieron el espectro ideal para que la unidad hiciese resurgir la ‘Edad de Oro’: centuria en que Roma alcanzó su máximo esplendor y desarrollo. El vocablo “risorgimento” afloró en 1750, para definir el plan de recuperación del lustre italiano por medio de la unificación.

Y, como no, la Revolución Francesa (5-V-1789/9-IX-1799) proporcionó el ímpetu a las ideas nacionalistas y revolucionarias de los ilustrados. El obstáculo para su aspiración no era el número de estados en sí, sino la efectividad de las administraciones que encarnaban el Antiguo Régimen, principalmente, los Estados Pontificios.

Por lo tanto, en el sigo XIX la unidad de Italia se volvió como señuelo entre la revolución y rebeldía, algo así como un prototipo de la vanguardia en la búsqueda de la libertad. El ‘Ochocientos europeo’ estuvo enfilado por agitadores que pretendieron dar la vuelta de tuerca a la sociedad feudal, aristocrática y clerical, que colisionaba con el afán de libertad e igualdad y el envite de las nacionalidades.

En 1870 detonó el conflicto bélico franco-prusiano y Carlos Luis Napoleón Bonaparte (1808-1873), presidente de la Segunda República francesa y, posteriormente, emperador entre 1852 y 1870 con el nombre de Napoleón III, determinó aglutinar al conjunto de integrantes militares, incluidas las fuerzas de la Guarnición en Roma.

En este combate, Italia se alió con Prusia, por lo que contó con el beneplácito del canciller alemán Otto von Bismarck (1815-1898), para actuar sin objeciones contra los feudos del Pontífice. En una tentativa por aguantar, Pío IX congregó ocho mil hombres, pero la exigua milicia no logró contrarrestar a las facciones italianas que, por doquier, avanzaron sobre Roma. A título personal, la escaramuza de Puerta Pía, no podría encuadrarse en una ofensiva, tanto por su breve duración, como por la disparidad de los contendientes, culminando en un proceso que desmoronaba sus raíces en el levantamiento del sentimiento nacional.

La Península italiana concentraba los elementos imprescindibles para convertirse en un marco favorable: la unidad terrestre, cultural y lingüística no se forjaba en un componente político. La circunscripción estaba fragmentada en una compleja amalgama de reinos y ducados, en cuyo núcleo se disponían los Estados Pontificios.

Al mismo tiempo, concurrían regiones como el Reino Lombardo-Véneto, como porción de un imperio extranjero, el austriaco.

Mismamente, no debe soslayarse la materia económica, porque el mayor empuje provenía de las zonas más florecientes del Nore, con una burguesía dinámica que entreveía mejorías financieras adscritas a la unificación, gracias a un comercio bien desarrollado. Otro factor de especial calado, era la imparable marcha de las doctrinas liberales: Italia no iba a ser una excepción.

Cuando en 1846 Giovanni Maria Mastai-Ferretti, Pío IX, accedió a la Sede Apostólica, de inmediato, se amoldó a los trechos que corrían: una de sus primeras decisiones residió en indultar a los presos políticos y exiliados.

La cresta reformista se extendió con la disolución parcial de la reprobación a la prensa y con la instauración de la Consulta de Estado. Un organismo específico de las provincias, al que se añadieron miembros laicos, porque solamente colaboraban los eclesiásticos en el Gobierno de los Estados Pontificios y la Guardia Cívica, como cuerpo policial acomodado por profesionales y no mercenarios.

No obstante, el traspié se ocasionó en 1848, fruto de las sublevaciones del Viejo Continente y frontispicio del liberalismo político, que presionaron al Papa para que abandonase Roma camino del Reino de las Dos Sicilias. Precisamente, sería aquí, donde le llegaron las reseñas de la proclamación de la República.

Sergio Romano (1929-91 años), escritor, periodista e historiador italiano, lo define en su obra ‘Libera Chiesa, Libero Stato?’: “Cuando volvió al Vaticano en abril de 1850, era un hombre distinto, decidido a defender al papado frente a los asaltos de la modernidad”.

Y sin duda, así procedió. Con firmeza y notoria iluminación, muy pronto se confirmó el dogma de la Inmaculada Concepción, que intuyó la génesis de una fase de intachables reafirmaciones doctrinales y de los derechos y singularidades de la Iglesia.

Con orden y sin pausa, Pío IX publicó la encíclica ‘Quanta cura’, junto con el ‘Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores’, en la que se reprocha la libertad de culto que venía sesteándose con la ‘Revolución Francesa’ y el ‘Risorgimento Italiano’; sin prescindir, del liberalismo ideológico, político y la cultura moderna. Y, como no podía ser menos, se censuró a los denominados ‘Estados laicos’, que preconizaban la división Iglesia-Estado.

Pío IX perfeccionó el paradigma proyectado con la convocatoria del Concilio Vaticano I (8-XII-1869/20-X-1870), para enfrentar al racionalismo y galicanismo y la supeditada difusión de la infalibilidad, cuando el Papa se expresa con la solemne declaración pontificia. Años más tarde, las lecciones aprendidas han justificado el beneficio de este dogma, el segundo en dieciséis años, para la cohesión interna de la Iglesia.

Reasentado todo ello al recinto geopolítico, esta actitud acabó poniendo las bases de su revés definitivo. De entrada, contradijo con evidencias religiosas, históricas y jurídicas, la proposición del conde Cavour, Camilo Giulio Benso (1810-1861), jefe del Gobierno italiano, forjada en la célebre frase: “Una Iglesia libre es un Estado libre”.

Si bien, cuanto más acorralado quedaba Pío IX ante el asedio de sus adversarios, heroicamente resistía. Lo alarmante gravitaba que en ese enrocamiento, simultáneamente, se producía la progresión de las fuerzas italianas por la península. Hasta que a la postre, desembocó en la jornada inicua de la Puerta Pía.

El episodio consumado de la invasión de Roma, dejó a merced de las autoridades italianas el devenir de las relaciones obligadas del Papa y el Reino. La desaprobación de Pío IX a negociar, hizo que el Parlamento recién unificado tomase la delantera, eligiendo el 13 de mayo de 1871 la ‘Ley de Garantías’ que contenía dos partes.

La primera, hacía referencia a los privilegios del Pontífice, al que se le reconoció la inviolabilidad de su persona, como los honores soberanos, la disposición de guardias armados en el Vaticano, San Juan de Letrán, Cancillería y Villa de Castelgandolfo; y reglamentados por un régimen de extraterritorialidad que les dispensaba de los dictámenes italianos, libertad postal y telegráfica, el derecho de representación diplomática, así como una retribución anual correspondiente a la revisada por el último presupuesto pontificio.

La segunda, normalizaba los vínculos de la Iglesia y Estado con el propósito de asegurar la independencia bilateral, confiriéndole al clero total libertad de reunión y a los obispos, dispensa del juramento de lealtad al rey. Pío IX desechó completamente la prescripción, porque la catalogaba como una carga condicionada. Llegando a tacharla de “monstruoso producto de la jurisprudencia revolucionaria”. Y, por si no bastase con el abuso perpetrado hasta convertirlos en ciudadanos de segunda, a los católicos se les impedía cooperar en la vida política, exceptuando los comicios municipales.

Lo más paradójico es que esta nebulosa sistemática se erigió en el caballo de batalla para que a la larga, el colofón terminase lo mejor posible para la Iglesia y los católicos italianos.

Al no tener que proteger intereses territoriales, permitió a la Santa Sede el restablecimiento gradual de la centralidad en el escenario internacional, interviniendo como mediadora y de manera inconfundible con el pontificado de Pío XII (1876-1958), que hizo de ella un activo notable en la multilateralidad del logro de la paz mundial y libertad religiosa, como designios cardinales de lo que a día de hoy, ningún Papa ha quedado indiferente.

La mejora continuada en los contactos entre la Santa Sede e Italia, o a la inversa, llegó con el entendimiento incuestionable de los ‘Pactos de Letrán’, rubricados el 11 de febrero de 1929 por el cardenal Pietro Gasparri (1852-1934), en nombre del Pío XI, y Benito Mussolini, en calidad de primer ministro de Italia y con el encargo del rey Víctor Manuel III (1869-1947).

En cuanto a los católicos, el retraimiento conjeturó un estímulo añadido para ir constituyendo organizaciones destacadas, ya fuesen en el aspecto asociativo, como ‘Acción Católica’; o en la perspectiva política, el ‘Partido Popular’ y ‘Democracia Cristiana’; o en el cariz sindical, a través de diversas siglas.


A pesar que España no contribuyó físicamente en la ocupación de Roma, para devolver a Pío IX al trono de los Estados Pontificios, hay que dejar caer en la balanza su apoyo, como iniciativa de la política exterior y dejar atrás la pérdida de protagonismo internacional, favorecido por el desmembramiento de poco más o menos, el imperio latinoamericano y el final del Antiguo Régimen, hasta el resarcimiento del deterioro interno que causó la Guerra Civil contra el carlismo, con la disyuntiva legitimista-carlista y el gravoso cambio de rumbo hacia la monarquía constitucional, que condenaron a España a un segundo plano en el tablero político.

Y es que, la España liberal moderada, pretendía hacerse con un puesto entre los actores más influyentes del momento, y como preámbulo de lo que presumiría las sucesivas campañas en el Norte de África.

Paralelamente, interesó para la optimización de la imagen del Estado liberal con la Iglesia, en la casuística de las políticas liberales-eclesiales que habían inmovilizado la buena sintonía entre Madrid y Roma.

Ya, en 1870, España se atinaba en una coyuntura inconsistente: con sitial, pero sin rey. Juan Prim y Prats ((1814-1870) y Práxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar (1825-1903), antes de decidirse por el duque de Aosta, Amadeo de Saboya (1845-1890), hijo menor del rey Víctor Manuel II, exploraron algunos aspirantes entre las casas imperantes. Ciertamente, se demoró en su conformidad, hasta que en unos intervalos de máximo laberinto entre Pío IX e Italia, en noviembre de 1870 se decidió.

Como lo describe el historiador, político y periodista Jesús Pabón y Suárez de Urbina (1902-1976) en su obra “España y la cuestión romana”, la destreza de Sagasta y del comisionado de Negocios de España, consiguió que Su Santidad viese con buenos ojos la pretensión de Amadeo I de España.

El 5 de noviembre, el cardenal Giacomo Antonelli (1806-1876), Secretario de Estado, dio a conocer que “Su Santidad, enterado de la candidatura real presentada a las Cortes, ha contestado que pide a Dios fervientemente que España, al elegir rey, asegure sobre firmísimas bases la tranquilidad y el bienestar para prosperidad del país y aumento de la religión”.

En consecuencia, transcurridos 150 años de la toma de Roma y la consecuente conquista de las últimas provincias del Estado papal, acontecimiento que merece ser recapitulado históricamente y distinguido desde la visión de la teología, precisaría de un recorrido muchísimo más amplio en este relato, con la certeza de fundamentar en su justa medida un tema tan apasionante de lo que realmente otorga estas líneas.

A la incógnita romana había que darle una escapatoria inminente: perduraba en el tiempo excesivamente y se había depravado con el encasillamiento de los italianos. En general, los Papas y la Iglesia, confiaban que era viable desplegar las máximas energías del pontificado en el orbe católico, aun no disponiendo de la independencia política que les proporcionaba el poder temporal.

Pero, no era factible ponderar en la reintegración de los territorios pontificios superpuestos por Italia, ni que el Papa reubicase su sede fuera de Roma, como había sucedido en Aviñón, en francés y oficialmente Avignon.

Así, el resquicio más razonado llegaba por la plasmación de un Estado simplificado al mínimo concepto territorial. Alegaciones contrapuestas no faltaron, culpándose a la Santa Sede de aproximarse a una trayectoria desfavorable para el cristianismo, como era el fascismo y la doble instrumentalización extraída con los Pactos: la Iglesia, por valerse del fascismo para rebautizar Italia; y el fascismo, por hacer uso de la Iglesia para afianzar su auge en el interior y exterior.

Finalmente, las conformidades empeñadas en los Pactos de Letrán, constituyeron una ganancia en autoridad moral e independencia política, para la libre acción de la labor pastoral.

Entradas recientes

Pulseras naranjas para apoyar a la Asociación TDAH Ceuta

La Asociación TDAH Ceuta sigue luchando cada día para visibilizar la situación que viven los…

07/10/2024

Ayuda para localizar a Jalal, joven de Barcelona desaparecido en Ceuta

La familia de Jalal Chaoui El Aissaoui, residente en Barcelona, pide ayuda a través de…

07/10/2024

Fundación Cepsa, Mancomunidad de Municipios y Arcgisa donan más de 4.800 litros de aceite al Banco de Alimentos

La iniciativa forma parte de la campaña ‘Aceites Solidarios’, una colaboración de las tres instituciones…

07/10/2024

El Master RPT Marca Junior se celebrará en Ceuta del 24 al 27 de octubre

La federación de tenis de Ceuta ha presentado en la redacción del diario deportivo Marca…

07/10/2024

La Semana de la Arquitectura: una cita para poner en valor la profesión

El Centro Cultural Antigua Estación del Ferrocarril ha sido el escenario elegido para celebrar la…

07/10/2024

El Ceuta continúa en buena racha y sigue en la zona alta de la tabla

La Agrupación Deportiva Ceuta consiguió salvar los muebles sobre la hora en el Cerro del…

07/10/2024