Diego Ramón Jiménez Salazar, El Cigala, versionó en su día la canción ‘Corazón loco’ que magistralmente interpretaba aquel angelito negro cubano-sevillano, Antonio Machín. El flamenco madrileño sustituyó las maracas del bolerista por el piano de Bebo Valdés. El resultado lo pueden encontrar en YouTube o en Spotify. Los versos principales de aquel bolero decían “cómo se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco”. Una fórmula exótica para decirle a una mujer que sería mejor amante que novia.
La palabra amante, con esa forma tan suya de mohín en quien la recibe hasta tal punto de que pronto la Real Academia Española la declarará en desuso, certifica por la vía activa de los hechos que de acumularlos -o la acción misma de serlo- está desfasado. Claro que, por alguna extraña razón que, disculpen, no alcanzo a entender, amante va ligado a cornamenta, que en el español castizo es lo mismo que derrota, humillación, vapuleo y al rincón de llorar. El donjuanismo carpetovetónico no soporta un doce a uno en contra, pero bien que se sigue recordando aquella goleada del ochenta y tres. Unos pocos honrados y honestos caballeros serían capaces de testimoniar cómo nos mandaron a casa en el mundial de Francia en la ronda de grupos.
Asociar amante a las defensas astadas, voluptuosas, robustas y bien ancladas a las sienes del cervus elaphus constituye una clamorosa injusticia del vulgo cuando amante no es más que el participio activo de quien ama. Así como oyente es el que oye, presidente es el que preside, hablante es el que habla y silente es el que guarda silencio. También ignorante es quien ignora.
Si se repasa la parca o extensa relación de amantes, cada cual podría hacer un estudio socio-psicológico sobre sí mismo. Nuestros amantes somos nosotros mismos y todos esos relatos a medias, pero que realmente ocurrieron en un tiempo, a veces lejano, de nuestra historia personal. Todos nuestros amantes son el espejo en el que mirarnos aunque el reflejo nos desagrade. Y ahí están, como jarrones chinos de una colección que nunca nadie decidió comenzar, pero que nos acompañan en cada mudanza.
Nuestros amantes son esas personas a las que decidimos regalarles una parte irrecuperable de nuestro tiempo, a las que les prestamos una porción de nuestras victorias y las que enjugaron nuestras derrotas. Ellos, ellas, son el recuerdo inmediato a través de una canción, de un lugar o de un acontecimiento. Aparecen sin esperarlos y se van cuando aún no nos hemos acostumbrado a su presencia. Así son nuestros amantes, como nosotros mismos. Imprevisibles, imprecisos, un incordio tan desagradable, en ocasiones, como un retortijón a destiempo. Porque un amante inesperado es como un bocado agrio. A pesar de esto, siempre debemos estarles agradecidos por lo que hicieron de nosotros. Hemos llegado a ser lo que somos, en parte, gracias a ellos.
La poetisa Victoria León, creadora de aforismos y letraherida, culmina su obra Secreta Luz con dos versos incontestables: “En las ruinas del mundo que soñé,/te seguiré esperando, hasta otra vida”. Sinceramente, no creo que pudiera resumirse con mayor precisión el encuentro de los amantes en la eternidad. Lo que me recuerda por qué a todas debo llamarlas queridas y sólo a una, amada. Todas merecen el aprecio, el respeto y la admiración de quien las contempla. Todas, todos, son queridos por lo que son aunque sea una tautología. Personas dotadas de vida, libertad y dignidad. Pero amante, amante no hay más que una. Ella lo sabe.