“Nos roban todas las noches. También nos pegan, nos amenazan. Esto es a diario. Nos quitan lo poco que tenemos”. Habla Mohamed. Su nombre no es el que viene en su pasaporte con el que a diario cruza la frontera para ganarse la vida cargando bultos. Tiene miedo. Miedo a dar su identidad, a aparecer en los papeles, a que ni siquiera le vean en las calles del polígono hablando con periodistas. Su miedo está justificado. Alguien se encarga de imponerlo en todo el polígono.
Las naves amanecen cada madrugada con cientos de porteadores haciendo cola para entrar. Ni siquiera han cruzado los que esperan al otro lado del paso, cuando los que han conseguido hacer noche confían en ser los primeros. Hacen colas cuando todavía ni han aparecido los componentes de la UIP. Cuando solo algún que otro despistado vigilante y trabajador de la zona frecuenta el lugar. Hacinados, son atracados con extrema crueldad por delincuentes que viven de la extorsión al más pobre, al que nada tiene, al que se tiene que exponer a la carga de bultos para llevar un sueldo a casa.
“Hay amigos a los que les han herido con arma blanca; a otros les quitan lo poco que tienen o les obligan a pasar cosas en los bultos”, aclara este joven en su conversación con El Faro. Esas ‘otras cosas’ son aparatos de tecnología, teléfonos móviles pero también drogas, sobre todo pastillas.
Entre los bultos de mantas, de pañales o de ropa algunos camalos son obligados a colar aparatos de este tipo, también sustancias ilegales. La semana pasada agentes marroquíes localizaban en un bulto con bolsas de patatas gran cantidad de pastillas. En la misma jornada se interceptaba a un joven residente en Castillejos con armas y a otro con tarjetas de teléfonos móviles. Son actuaciones que conforman el día a día en un espacio fronterizo que ha crecido descontrolado como un monstruo y en el que ni hay control ni respeto de las normas. Esos hombres y mujeres convertidos en mulos de carga se ven expuestos a continuas vejaciones. De la amplia mayoría no hay denuncia porque también se les amenaza si lo hacen. Pero a los robos, golpes y vejaciones se suman abusos de todo tipo. No solo les piden el pago de un ‘impuesto revolucionario’ por entrar a las naves sino que les quitan la mercancía que quieren y acosan a las mujeres.
“Es diario. Vienen muy temprano y nos pegan, nos amenazan, nos enseñan sus armas. Tienen amenazados a muchos porteadores”, añade. Los delincuentes integran una banda dedicada a amedrentar a los camalos pero también a robar sus vehículos y la mercancía a la que pueden dar salida.
Las fuerzas de seguridad detuvieron el pasado año a varios jóvenes implicados en estas prácticas. Todos ellos quedaron en libertad después de condenas irrisorias ante la falta de pruebas y la inexistencia de testimonios de las víctimas en su contra o de identificaciones. El Tarajal es su terreno; espacio en el que se mueven con armas de todo tipo aprovechando el descontrol. Así, noche tras noche.
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