Opinión

Normalización

El desafío existencial al que se enfrenta Ceuta en este tiempo, es lograr “salir del exotismo”. Una serie de decisiones políticas (propias y ajenas) han terminado por recluirnos en un espacio de extravagancia desde el que se antoja imposible divisar el futuro. Podríamos poner infinidad de ejemplos que ayudan a explicar esta aseveración. Exportamos mil millones de euros al año (según las estimaciones más fiable); pero carecemos de una aduana comercial. Estamos rodeados de mar por todas partes, pero carecemos de aguas territoriales. No es necesario seguir. La lista de paradojas y contradicciones es tan extensa como incómoda y conocida. Todo esto se mantiene así porque no le importamos a nadie. Nos han convertido en una simpática reliquia que ya no merece la pena reparar. Estamos condenados a  esperar desde una ceguera inducida que alivie los efectos del duro tránsito hacia la nada.
Los ceutíes no deberíamos aceptar silentes y humillados este ignominioso papel de cooperantes necesarios para la liquidación. Más bien al contrario, deberíamos militar activamente en el bando (rebelde) del compromiso con esta tierra y con el porvenir de su gente. Nuestra razón de ser como sujeto político, en la coyuntura actual, debe ser  impulsar un proceso de “normalización”  en todas las dimensiones que definen una comunidad política.
Para ello es necesario, en primer lugar,  distinguir entre fenómenos exógenos y endógenos. Es obligado hacerlo porque la forma de abordarlos es muy diferente.
Para “normalizar” Ceuta en el ámbito institucional (que lleva inherentemente asociado el de las relaciones  económicas) se necesitan un conjunto de decisiones políticas de gran calado y complejidad que no están al alcance de los ceutíes.
Para promover estos cambios sólo nos queda la reivindicación permanente, sustentada en una movilización generalizada, que consiga traducir nuestras legítimas aspiraciones en un nuevo marco jurídico y administrativo que despeje todas las dudas sobre nuestra naturaleza política.
Pero existe otro ámbito en el que la responsabilidad recae única y exclusivamente en nosotros. Es el de la configuración de la estructura social. Una sociedad democrática no puede funcionar correctamente si no existe una mínima cohesión en el cuerpo social que permita hacer efectivos (y no sólo en papeles)  los principios y valores que la inspiran. Y aquí, todavía seguimos cosechando un vergonzoso suspenso. La vida pública de Ceuta se encuentra impregnada y dominada por un “racismo estructural invisible” que determina y condiciona comportamientos individuales y pautas colectivas.
Esta es una situación insostenible a largo plazo. Algún dato puede ayudar a comprender. El setenta por ciento del alumnado de primaria es musulmán. ¿Es racional pensar que Ceuta pueda subsistir como la pequeña Sudáfrica del siglo veintiuno? Demoler esta arquitectura social perversa es una necesidad imperiosa.  Hay quien piensa (de buena fe) que se trabaja en esta dirección y que se avanza “a la máxima velocidad posible sin ocasionar desgarros”.  Se podría aceptar que “avanzamos algo”, pero el ritmo es tan desesperantemente lento (casi imperceptible) que deviene en insignificante.
Asumir la interculturalidad como piedra angular de la construcción de nuestro espacio común es una tarea titánica porque supone un cambio de mentalidad. Que  debe fraguar en el fondo de cada conciencia, donde es casi imposible acceder. Este tipo de procesos son, por naturaleza, lentos, tortuosos y quebradizos. Por este motivo la simbología y los testimonios públicos tienen tanto valor pedagógico. Visualizan y contagian.
La “normalización de Ceuta” en el ámbito social tiene aún dos asignaturas pendientes. El reconocimiento institucional del árabe ceutí (lengua materna de la mitad de la población); y la incorporación al calendario laboral de los dos días festivos de mayor trascendencia de la religión islámica (Pascua del Sacrificio y Fin del Ramadán). Estas dos decisiones políticas supondrían una forma inequívoca (y rotunda) de “hacer ver” a toda la ciudadanía que todos formamos parte de una misma comunidad forjada desde la diversidad en pie de igualdad. Un paso de gigante. Que sin embargo no se da sin que nadie sea capaz de explicar muy bien por qué. Más allá de la fuerza que sigue ejerciendo el racismo (más o menos oculto) que nadie quiere admitir públicamente.
Las personas más concienciadas de esta Ciudad deberían asumir un mayor compromiso en impulsar estas justas reivindicaciones; que no son de los musulmanes, sino de todos los ceutíes que tengan un elemental  sentido de la justicia social. No es sólo una disputa política (aunque a veces pueda parecerlo). Es una batalla que también se debe librar en el terreno  de las ideas y la intelectualidad.
Pienso que la comunidad educativa, y el profesorado en concreto, deben actuar como vanguardia del proceso de interculturalidad. Quienes están en primera línea de la labor formativa, en contacto directo con  los jóvenes cuando modulan su personalidad,  tienen la obligación moral ineludible de ser activos y vehementes  combatientes contra el racismo.
Es una muy buena noticia que el Foro de la Educación haya incluido en su propuesta de Calendario Escolar para el próximo curso el final de Ramadán como día no lectivo. Un acto de “normalización” (todo el mundo sabe que ese día no se da clase en ningún centro público) que debe servir de precedente para seguir avanzando.
A veces apesadumbra la voz ausente de personas muy buenas, inteligentes y comprometidas con los valores democráticos (que las hay) que sin embargo, se mantienen respecto a este asunto  en un ostracismo voluntario que no ayuda.

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