Noche en el cementerio, por Juan Pizarro

La noticia, en su día -6 de marzo de 1975-, obviamente, apareció en la prensa: “Un niño de cinco años ahogado ayer en el canal del Guadalmellato”; éste, en la actualidad en buena parte soterrado, discurre, como es sabido, al norte, por la periferia de Córdoba.
Pasados los años -cuarenta y uno nada menos- el hermano de ese niño, dos años menor que él, dio a conocer su rememoración del hecho en un libro de poemas en prosa que obtuvo recientemente el XXIII Premio de Poesía Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”: Canal. Su autor: Javier Fernández (Córdoba, 1971), ingeniero agrónomo, miembro de la llamada Generación Nocilla o Afterpop; traductor, entre otros, de J. G. Ballard, J. M. Barrie, William H Golding (su autor favorito), Robert E. Howard y H.G. Wells, solicitado tallerista literario, enamorado de México hasta las trancas y codirector, junto con su mujer (Ana Belén Ramos), de la colección Letras Populares, de Ediciones Cátedra.
El polisémico título de la obra hace alusión, evidentemente, al lugar donde aconteció el suceso, al desnudamiento espiritual, al abrirse en canal del poeta ante el lector y a la investigación realizada en el lenguaje (“directo, seco”) sobre el propio canal de comunicación poético.
La obra, de la que se ha dicho que “dinamita los límites entre ficción y realidad”, ahonda en las consecuencias familiares de la muerte de un hermano e hijo. Desde que apareció -marzo de 2016-, el poemario ha gozado de una gran fortuna crítica: han sido numerosas las reseñas y estudios aparecidos -además de las entrevistas radiofónicas y televisivas- en los más diversos medios; entre ellos cabe destacar, hasta ahora, el espeso artículo “Fronteras del sujeto lírico (a partir del Canal (2016), de Javier Fernández”, de Pedro Ruiz Pérez, en el que, en verdad, se riza el rizo y “Modulaciones en la distancia en Canal (2016), de Javier Fernández”, de Itziar López Guil, este último leído por su autora en el congreso “La poesía española en los albores del siglo XXI”, celebrado en la Universidad de Zurich el pasado octubre y en el que Javier Fernández participó con una lectura poética.
Días antes, la noche del 20 del mismo mes, ante un público expectante, nuestro autor había realizado otra: “Réquiem poético” -a las 10:30 de la noche-, en un lugar insólito: el malagueño cementerio de los Ingleses.
Se inició esta con una breve visita guiada al camposanto. La noche estaba oscura como boca de lobo y debimos valernos de las linternas de nuestros móviles para transitar por los viales y leer los textos de las tumbas. El simpático guía, a propósito de unos golpes que de vez en cuando se oían en las proximidades, nos tranquilizó: “No se preocupen ustedes: no se deben a los inquilinos”, y nos fue relatando brevemente la historia del recinto.
A principios del siglo XIX, Málaga y los pueblos de la costa ya albergaban una apreciable colonia británica formada, especialmente, por comerciantes e industriales, a estos, al no profesar la religión católica, la Iglesia se negaba a darles tierra “en sagrado”, en nuestros cementerios: habían de hacerlo de noche, alumbrados con teas, con el cadáver de pie y con la cabeza fuera, en la arena de las playas: el oleaje, las alimañas, las gaviotas y los perros no tardaban en sacarlos totalmente fuera y destrozarlos. Ante ello, William Mark, nombrado cónsul inglés en Málaga en 1824, solicitó permiso a las autoridades para fundar un camposanto donde se pudiera dar tierra a sus compatriotas de una manera digna, y, concedido este, pasó a ser el primero para protestantes que existió en España. Su construcción se inició en 1831 y el primer ciudadano enterrado fue un tal George Stephen.
Hans Christian Andersen, en su Un viaje por España, de 1862, lo cita brevemente: “Fui en coche hasta mi lugar preferido: el cementerio protestante de Málaga. Me parecía andar por un trozo de paraíso, por más maravilloso de los jardines”.
Asistieron al acto aquella noche un grupo de amigos espiritistas de la Asociación Allan Kardec, de Málaga, que me habían invitado aquella tarde, en su sede, a una de sus charlas semanales: “Libertad y libre albedrío”. Zunzuneaban, con fruición, de un lado a otro descifrando, como he dicho, a la luz de las pantallas o de las linternas de los móviles, nombres de difuntos y epitafios; alguno -luego supe que era la médium que me había regalado tras la charla la Historia del espiritismo, de Arthur Conan Doyle-, previsoramente ya que no era fumadora, llevaba una caja de cerillas que fue encendiendo una tras otra: ¡Estaban en su salsa!
El guía se detenía, de vez en cuando, ante monumentos, tumbas y cenotafios para ilustrarnos sobre los difuntos. Así, en el primer patio, pudimos ver, entre otros, el gran mausoleo familiar de William Mark y la tumba del médico y político inglés Joseph Noble, muerto, en 1861, a causa de una epidemia de cólera; en la segunda terraza, la tumba y el monumento dedicado a los cuarenta y dos oficiales y hombres de la Marina Imperial Alemana que perdieron la vida en el naufragio del buque escuela Gneisenau ocurrido, en 1900, en la bahía de Málaga. Gracias a la heroica, arrojada actuación de los ciudadanos malagueños pudieron salvar su vida otros muchos tripulantes; por ello las autoridades alemanas, años después -a raíz de la gran inundación de 1907 que destruyó, entre otros, el puente de santo Domingo-, decidieron donar uno nuevo a la ciudad, conocido, desde entonces, popularmente, como el de los Alemanes. Aunque la cifra no se llegó nunca a concretar, en el rescate se calcula que perecieron doce malagueños. Este hecho le valió a Málaga el título de Muy Hospitalaria, que figura en su escudo. Algunos de los supervivientes alemanes se quedaron a vivir en la ciudad, donde posteriormente se casaron con jóvenes malacitanas, como, entre otros, el padre del compositor Emilio Lehmberg Ruiz.
Cerca del monumento a los teutones se pueden ver las tumbas de Jorge Guillén, de la economista inglesa Marjorie Grice-Hutchinson y el cenotafio dedicado a Robert Boyd, joven oficial inglés, liberal, que financió y acompañó la expedición que trajo desde Londres a España al general Torrijos y fue fusilado junto a él y sus hombres, en 1831, en la playa de san Andrés (su tumba, por ser el primero de los allí enterrados, está más arriba, en la parte primitiva del cementerio. El guía, al referirse a Boyd, aludió, lógicamente al cuadro de Antonio Gisbert: Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, que se expone en el museo del Prado, y añadió que este oficial era el “pelirrojo” que aparecía hacia la parte central del lienzo: craso error. Si se observa bien, Boyd no es pelirrojo sino que lleva la cabeza cubierta con un gorro, especie de barretina, rojo; creía recordar este detalle, pero no estaba totalmente seguro: pude comprobar la veracidad de mi creencia, tan pronto me fue posible, al día siguiente).
Inevitable se me hizo entonces también no recordar el famoso soneto que Espronceda compuso rememorando el hecho:
Helos aquí junto a la mar bravía
cadáveres están, ¡ay!, los que fueron…
También están en esta terraza las tumbas de los miembros de las Fuerzas Armadas Aliadas de la Segunda Guerra Mundial cuyos cadáveres fueron recuperados del mar, en 1946 -ya terminado el conflicto-, cerca de Marbella.
Las tumbas del llamado núcleo primitivo o cementerio primigenio, gran parte de ellas pertenecientes a niños y a víctimas de las diferentes epidemias desatadas a mediados del siglo XIX, están construidas en su interior por bases de ladrillo cocido y, en la parte superior, totalmente cubiertas de pequeñas conchas: allí está, como dijimos, la de Robert Boyd; en sus alrededores, las de Gerald Brenan y su esposa, la de Aarne Víctor Haapokoski, escritor finlandés de novelas de ciencia ficción y policíacas y la del comandante Kart Krestschmann, que mandaba la fragata Gneisenau, y la de niña Violette Pautard (1958-1959), a la que la poeta malagueña María Victoria Atencia dedicó el poema “Epitafio para una muchacha”, grabado en piedra al fondo del cementerio primigenio:
Porque te fue negado el tiempo de la dicha
tu corazón descansa tan ajeno a las rosas.
Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico
Y la tierra no supo lo firme de tu paso…
(Rafael Morales tiene un memorable soneto: “A un esqueleto de muchacha”, que, a propósito, no pudo también dejar de acudir a mi memoria:
En esta frente, Dios, en esta frente
Hubo un clamor de sangre rumorosa…).
Concluida la visita -eran más de las doce- pasamos a la capilla de Saint George -también la primera protestante construida en España- donde, con una sencilla puesta en escena, delante del altar, se inició el acto: el poeta, que, desde atrás, con paso firme accedió descalzo, ante una mesita, por medio de las cartas del tarot -su manipulación aparecía proyectada detrás de él en un pantalla- fue relacionándolas con los distintos pasajes del libro, y, finalizado esto, ante un atril, en medio de un curioso e impresionante silencio, con litúrgica, melancólica y elegíaca pero segura voz entonó un réquiem (por supuesto, en latín) e inició la sentida lectura del poemario:
“Mi hermano Miguel murió el 5
de marzo de 1975, tres semanas
antes de su sexto cumpleaños.
Murió pasado el mediodía, era
una mañana nublada
y de mucho viento”.
Al terminar, fuertes y cálidos aplausos premiaron la lectura; estos, por su larga duración me hicieron recordar los tributados -según las crónicas- a los divos en algunos teatros de la ópera. Tras ello me acerqué a felicitarlo e intercambiar unas palabras: “¡Eres un crack!:”, le dije, “Ya lo eras cuando -años ha: con el rostro embarrillado y estabas pegando el estirón- te daba clases de Lengua. Eras el alumno que todo maestro o profesor sueña tener: inteligente, educado, respetuoso…; y además, tus padres no eran de esos pelmazos que -sobre todo en los centros privados- algunos docentes tienen que padecer”.
De su solvencia y lucidez intelectual, en este mundo atropellado y frívolo en que vivimos, da cabal idea lo que, hace años, declaró en una entrevista: “Pienso que la lentitud es una prerrogativa del artista. Para hacer arte no debe haber prisas, ni imposiciones”.
Hacía algunas semanas que, entre ellos muchos de él, había dado al fuego un carpetón donde aún guardaba varias decenas de exámenes de mis exalumnos: los mejores; los suyos, modélicos en todo, invariablemente, tenían la nota máxima.
Me informó, ilusionado, de que estaba concluyendo un extenso estudio, que esperaba no tardara mucho en aparecer, sobre una de sus grandes pasiones: el cómic; en sus años escolares -en folios grapados a la diabla y con las viñetas traspintadas- recuerdo que dirigió un efímero fanzine, en el que alguna vez colaboré: El zurriagazo.
Como resabio docente no pude eludir el hacerle notar que en el libro -dos veces repetida- había advertido una errata, para que lo tuviera en cuenta para próximas ediciones, antologías o unas aún muy lejanas obras completas. Aunque me dijo ya haber reparado en ello, me lo agradeció al tiempo que mi presencia en el acto aquella noche; y, misterioso, añadió, sin revelármela, que había una errata más, aunque “esta era más difícil de ver”: voy a intentar -en lo que será una cuarta lectura de la obra- lograr localizarla.
Yo, la verdad, aunque seguro que conocí cuando ocurrió, por la prensa, la noticia de la muerte del muchacho en el canal -suceso motivador del libro como hemos visto-, durante el tiempo que tuve a Javier Fernández como alumno -esta había ocurrido nueve años atrás- no llegué a saber que el niño ahogado era su hermano: me enteré a raíz de la publicación de la obra.
El acto concluyó pasada la una y media; al bajar por la pina y semioscura rampa de acceso, un juguetón espiritista, escondido tras un almez, con la voz agravada, un fularón blanco en la cabeza y braceando -para rematar la noche-, a alguno de los que salían consiguió darle un gran susto.
Fuera, las calles -apenas cruzadas por algún automóvil- y las terrazas de los bares, debido a la benignidad de la noche y a ser fin de semana, pese a lo avanzado de la hora, seguían bastante concurridas; junto a estas, algunos gatos, maulladores y pacientes -arqueando el lomo y restregándose con fuerza en el tronco de las tipuanas-, merodeaban esperando conseguir de los noctámbulos clientes unos disputados restos de hamburguesa, calamares fritos o rodajas de chorizo.

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