Era una noche del mes de marzo de 1988 cuando, en el Centro Penitenciario de los Rosales, se agolpaban los tres funcionarios que se harían cargo de los más de 230 internos que entonces la albergaban. El relevo nocturno se tuvo que retrasar debido al partido de fútbol de Copa de Europa que se celebraba en Alemania entre el Bayern Munich y el Real Madrid. Dos goles de Hugo Sánchez, uno de ellos fantástico desde la esquina, maquillaron el resultado de 3 a 0 que, seguramente, hubiera significado la eliminación. Por estar la prisión en obras y el departamento y patio del nº 2 cerrado, se habilitó una nave en la segunda planta de enfermería, que acogió a un número determinado de presos, que generalmente colaboraban con la institución. En la tercera planta, cuarto de escasa capacidad, convivían seis o siete presos, por motivos diversos y a veces desconocido. Presumiblemente, motivos médicos eran suficientes para que nadie se preocupase de aquel despropósito.
Con cambios significativos en la composición de los servicios a desempeñar esa noche, se produjo el recuento y relevo con algunos presos alemanes y extranjeros un tanto cabreados. Entre ellos, Edmund de Vries, preso del que se afirmaba haber formado parte de las COES alemanas, que tenía tobillos de platino de saltar en paracaídas y que, como colofón, se había fugado de su país en un camión militar. Estaba en espera de ser extraditado, hecho que le ofuscaba. Edmund dormía en la tercera planta, desde donde divisaba las obras del patio y los materiales que allí se encontraban. Asimismo, controlaba los cambios de guardia que realizaban las fuerzas de seguridad, así como su pluralidad y su desempeño. Tenía organizada su despedida desde el día anterior.
El alemán llevaba muchos meses en esa planta y él intentaba no hacer ruido, con el fin de pasar desapercibido. El funcionario que arribó a éste, cuando se encontraba en la ventanilla del economato acompañado por un holandés llamado Jens Heisler, hicieron titubearse las estructuras de aquel mastodonte de la naturaleza, ya que sus nervios hicieron aparición. A media voz y contestando la pregunta del funcionario:- ¿usted que enfermedad tiene que son tantos meses en la tercera planta? -. “Tengo un problema de apendicitis”. Las miradas se entrecruzaron durante varios segundos, las mentes trabajaron para relajar los efectos de aquella mentira. Ambos hicieron su trabajo. El funcionario habló con el médico y ese mismo día, el germano Edmund pasó a la segunda planta de Enfermería, donde se hacinaban de 20 a 25 reclusos. El fuguista puso su maquinaria a funcionar, si no es que ya, la tenía preparada.
En un ámbito de puertas abiertas, Edmund comunicó de forma especial con su compañera sentimental el día D, consiguiendo introducir gran cantidad de drogas que distribuyó entre sus compañeros de nave. Su finalidad era dejarlos a todos dormidos, aunque serrar barrotes de una ventana cuando la noche truena, seguro contaría con un silencioso y castigado testigo. Trozos de tela anudados sirvieron de cuerda para que el evasor saltara sobre una pequeña terraza, altos de la oficina del funcionario que, como ya se reflejó, estaba cerrada por obras. Las condiciones atmosféricas no intimidaron al funcionario que sintió un fuerte golpe en la zona inaccesible, pero tuvo la sensación de vislumbrar una silueta. Por una ventana de las existentes en el departamento de Celular A, el funcionario intentó avisar al Guardia Civil de la garita, el cual hacía ímprobos esfuerzos por quitar el vaho de los cristales. El viento y la fuerte lluvia le impedía abrir una ventana, la visibilidad para él era nula. El contacto fue imposible.
Una de las garitas de la prisión estaba en obras y sonó la opción de que el teutón, decidió llegar a los altos de la misma, utilizando para ello las azoteas de la prisión y que, de un fuerte salto, alcanzó la garita en obras. Otros manifiestan que lo hizo por el recinto de la prisión, aprovechándose del mal tiempo. En uno y otro caso, supuestamente, alguien se dejó olvidada una gruesa cuerda de ochenta metros, con la que se descolgó por el muro exterior de la prisión. En el descampado existente entonces en la antesala de esta maltratada prisión, allí estaba: -“Era un coche de color verde oscuro, no muy grande. Ella lo esperaba con nerviosismo. Pero sabía que iba a llegar”-. Cinco horas más tarde, Edmund y su pareja se encontraban descansando en Marruecos, desde donde al día siguiente tomaron un avión hacia África del Sur y con rumbo desconocido.
Esta es una historia propia de lo que es real “el funcionario intenta que nadie se fugue y el preso, es todo lo contrario. Intenta cualquier salida para conseguir la libertad”. Pero hoy ya no es necesario. La comodidad de nuevos centros y la droga, supuestamente cocaína, hacen que el recluso viva como los Reyes y no piense en complicarse la vida.