Hace unos días, muy pocos, un hombre mayor, de larga barba blanca y modestamente vestido estaba sentado en un banco de la pequeña plaza ajardinada que hay frente a una iglesia. Otros bancos estaban sin ocupar porque era una hora algo temprana para que otras personas con niños pequeños estuvieran por allí, que es lo normal cuando hace buen tiempo. Aquél hombre de la barba blanca no estaba allí por casualidad pues de una bolsa que portaba iba sacando pequeños trozos de pan y de otros alimentos que, poco a poco, lanzaba al suelo para que las palomas se alimentaran.
Esa era su labor a esa hora y no tenía prisa en irla llevando a cabo. En su casa se habría preocupado de trocear el pan, adecuadamente, para que las palomas no tuvieran que hacer mayores esfuerzos para alimentarse y para que fuera suficiente para el mayor número de ellas. El hombre estaba feliz mientras pacientemente iba esperando a que las palomas hubieran acabado con la ración que él les había servido para, entonces, volver a regalarles otra ración al tiempo que decía unas palabras para animar a las palomas a seguir alimentándose. El caso era que el número de palomas - y también de gorriones - aumentaba y el hombre de la larga barba blanca estaba feliz haciendo esa sencilla labor.
Allí lo dejé, en paz y armonía con aquellos comensales que se ocupaban de lo que en ese momento tenían que hacer - alimentarse - sin que entre ellos hubiera peleas ni atropellos; había para todos y sabían que aquella persona les trataría bien, igual que en otras ocasiones había hecho. Eran amigos y correspondían a su estilo, mostrando confianza y sintiéndose seguros al lado de aquél hombre. Me fuí de allí pensando en lo bueno que sería encontrar esa armonía, esa paciencia en el trato de seres tan distintos, en otros ámbitos; especialmente en aquellos en los que unos y otros fueran, todos. seres humanos, seres con plena facilidad para entenderse por medio de un mismo lenguaje.
Iba caminando sólo - con mis pensamientos - hacia la iglesia de San Agustín, algo distante de la plazoleta de las palomas y el hombre de la larga y blanca barba. Allí íbamos, todos los años, mi esposa y yo para presenciar la salida en procesión del Cristo de la Humildad y Paciencia. Este año ella ya no podía acompañarme físicamente, pero yo la llevaba en el corazón y en la mente. Yo le decía, mientras hacía ese camino en solitario, que el hombre de las palomas me había emocionado por su sencillez y que me había recordado la paciencia y humildad que reflejan la imagen del Cristo al que ahora iba a visitar y estar presente en su salida procesional.
Y así fue. Si siempre esa imagen me había hecho pensar en lo poco que se es cuando no se sirve - con humildad y paciencia - a los demás, este Domingo de Ramos lo viví de forma especial, con intensidad en todo mi ser y con la mente puesta en el inmenso daño que se causa si en lugar de humildad el ser humano se llena de soberbia y no quiere aceptar la verdad sino intentar imponer su criterio y algunas veces su voluntad. Cuando el ser humano, a su vez, no es capaz o no quiere tener la paciencia necesaria para padecer y servir en todo aquello que se le pide o presenta como necesaria ayuda a todos los demás o a alguien en particular.
Necesitamos vivir siempre con humildad y paciencia. Seremos todos más felices y viviremos con sencillez y tranquilidad en lugar de agobio y amarguras. Es preciso que toda persona procure vivir con sinceridad, pues la vida así nos lo demanda para no estar llenos de amarguras. El hombre de la larga barba blanca y las palomas a su alrededor es una señal de paz y mucho más profunda y cierta la que el Cristo de la Humildad y Paciencia infunde en el alma. Procura visitar a Cristo, con humildad y sinceridad, y lo tendremos claro en nuestra vida.