Este otoño no se han prodigado mucho los temporales. El mar ha mostrado en estos meses su mejor cara. Da la impresión que en los últimos días del año quiere desatar su furia contenida. El viento de levante sopla con fuerza esta mañana sabatina. Lo curioso de este día de temporal es que el cielo está despejado y no presenta los típicos nubarrones plomizos que suelen acompañar al levante.
Esta mañana he presenciado el amanecer desde el fuerte de la Palmera. El sol ha emergido en su punto más suroriental. A partir de solsticio de invierno, que tendrá lugar a finales de la semana que viene, el sol volverá a acercarse al fuerte del Desnarigado. En la cala del mismo nombre me he sentado a escribir, mientras observo el encrespado mar azul batiendo contra los acantilados y adentrándose en la ensenada para dibujar perfectos arcos de espuma blanca que se deshacen en la orilla.
Las primeras luces del día transparentan las crestas de las olas resultando su tonalidad verdiazulada, así como el blanco de la espuma marina. El aerosol que se forma al romper las olas contra las rocas salpica en mi rostro. Siento que esta agua marina en dispersión aviva mi inspiración y despierta mi alma dormida. Me sobrecoge la belleza que tengo ante mis ojos: el celeste del cielo, el beis de los gneiss del Hacho, el blanco de las olas, el verdiazul del mar, la intensa luz que lo enciende todo, el sonido embravecido del mar, el graznido de las gaviotas, el verde de la vegetación que cubre las paredes del Hacho, componen, en conjunto, un cuadro conmovedor que guardo en la memoria e intento plasmar mediante unas palabras acompasadas con las olas.
En este estado transciendo la dimensión terrenal y me elevo para tomar conciencia del extraordinario hecho de que un simple mortal pueda imaginar, sentado junto al mar, a la tierra flotando en el insondable cosmos. Somos náufragos en el firmamento, habitantes de una isla paradisiaca llena de vida y belleza ¿Cuál es nuestro verdadero hogar? ¿A qué responde el exilio del que hablaba el místico persa Shoravardi? ¿Qué camino debo tomar para regresar a mi patria? Dicen que la puerta celestial está situada en la cima de la montaña esmeralda y que para subir hasta ella es preciso beber de la fuente del agua de la vida. Por suerte, vivo en la ubicación de la fuente del agua de la vida y tengo sobre mí la puerta de la eternidad.
Después de estar un rato escribiedo en el Desnarigado, he subido hasta el faro de Punta Almina. Durante la subida, el Monte Hacho y los pinos me han protegido del viento de levante. Ha sido una tregua breve, pues al pie del faro me he vuelto a encontrar con el aliento de Euro y con la inmensidad del mar. Desde aquí el Monte Hacho es el centro del Axis Mundi que sirve para trazar un perfecto círculo en el horizonte y para conectarla tierra y el cielo. Pienso entonces en toda la belleza que muestra el Monte Hacho y toda Ceuta, tan desconocida como ignorada por propios y extraños. Escribo sentado en un peldaño de la escalera que conecta la carretera del Hacho con el fuerte de Punta Almina y la sirena del mismo nombre. Este es uno de mis lugares preferidos para escribir y para contemplar la salida de la luna llena.
La umbría y la lluvia de estos días son la razón de que el camino esté jalonado por una alfombra de ombligos de Venus y de vinagretas, algunas de las cuales empiezan a mostrar sus alargadas y amarillentas flores.
Me llama la atención que la hierba ha dibujado unos setos naturales al crecer entre las losas de arenisca que cubren el suelo del fuerte de Punta Almina. Es una lástima el total abandono de nuestro patrimonio cultural. Pocos lugares pueden presumir de una patrimonio tan variado e integrado en un paisaje evocador y emocionante. Me asoma para ver el mojón que marca el punto más septentrional del continente africano. En este momento pienso en la poesía que encierra la mitologización de las columnas de Hércules, pues efectivamente uno siento que en este lugar uno tiene un pie en África y otro en Europa.
Según avanzo por el camino que lleva a la Sirena de Punta Almina me llega un intenso aroma a eucalipto. Grandes ejemplares de esta especie arbórea protegen la entrada a este lugar. La parada que hago para tomar nota de esta fragancia me permite descubrir una bella flor de color violácea.
Las hojas de los eucaliptos tintinean a mi paso, como si fueran el llamador de una puerta. No soy el único que disfruta el camino soleado que une Punta Almina con los isleos de Santa Catalina. Una salamandra calienta su cuerpo asido a un contador de agua.
Yo sigo mi recorrido y me adentro en el sendero del parque de Santa Catalina. Una mesa me invita a sentarme y lo hago junto a una piedra dispuesta en forma de menhir, lo que demuestra que la idea de rendir culto a las piedras está profundamente enraizada en la psique humana.
En los isleos de Santa Catalina es donde más se nota el viento. Las olas parece que se detienen ante la sumergida atalaya de piedas y se calman protegiendo a Ceuta. Puede que al contemplar el Atlante dormido, el protector de la ciudad, decidan dejar a un lado a la ciudad y tomar el centro del Estrecho de Gibraltar. En estas aguas onduladas y removidas los pescadores y las gaviotas prueban suerte.
Hago una última parada en mi recorrido por el Monte Hacho en la llamada playa de la Bolera. Quería mojarme las manos y refrescar mi cabeza con agua del mar. El temporal no está siendo tan fuerte como se esperaba. Los barcos rápidos ya salen con normalidad y las olas mueren con más resignación. La brisa marina me trae el aroma a maresia y el sonido del tintineo de las piedras cuando el agua se retira tras dejar un rastro de espuma blanca en la orilla. En todo este tramo del paseo vengo pensando en la intensidad del azul del mar y en la luz que lo envuelve todo a mi vista.
La salpicadura blanca de las olas se ha metamorfoseado en las flores de tamarindo que cubren las rocas en este tramo del litoral. Imitando a Ovidio, me dejo llevar por la imaginación y reconozco, en la garceta que se mueve entre las rocas, a una bailarina del coro de las Musas o una nereida interesada en los asuntos mundanos.
Los dioses murieron cuando el ser humano dejó de mirar a la naturaleza con los ojos del corazón. Sin embargo, en ocasiones, regresan a nuestro mundo y se dejan ver, como me ha sucedido a mí esta mañana.
Al fotografiar los isleos he intuido que mi cámara fotográfica había captado una imagen espectral y así ha sido. He pillado al mismo Dios Euro intentando derribar con su aliento a las rocas que impedían su avance hacia el Atlántico.