Debe ser cosa de la edad, pero cada día voy perdiendo lo que me queda de esperanza en un cambio de dirección en el que camino que conduce a la humanidad al desastre planetario. El cambio global que ha transformado la faz de la tierra, provocado la sexta extinción de especies, alterado el frágil equilibrio climático y contaminado ríos, mares y buena parte de la superficie terrestre no deja de avanzar a pasos agigantados. Todo el empeño de los detentadores del poder económico y político se centra en mantener un sistema económico depredador de la naturaleza y aniquilador de la dignidad humana. Los excluidos de la sociedad se cuentan por millones, así como los que malviven debido a la progresiva precarización del trabajo. Como diagnosticó de manera acertada el sociólogo Richard Sennett, el nuevo capitalismo ha favorecido “la corrosión del carácter” (título de la obra del mencionado autor) al atacar las nociones de permanencia, confianza en los otros, integridad y compromiso, que hacían que hasta el trabajo más rutinario fuera un elemento organizador fundamental en la vida de los individuos y, por consiguiente, en su inserción en la comunidad.
Aquellos puestos de trabajo “para toda la vida” de los que disfrutaron nuestros padres han desaparecido para dar paso a la volatilidad laboral y a unos sueldos míseros que no permiten construir proyectos de futuro para nuestros hijos. Otros que consiguen una oportunidad profesional son sometidos a una presión descomunal que ponen en riesgo su salud física y psíquica. Con este complejo panorama económico no debería de extrañarnos que estén surgiendo nuevos fenómenos sociales como la llamada “gran renuncia” que nació hace unos años en EE.UU y se ha extendido por todo el mundo poniendo en graves dificultades a las grandes empresas para cubrir sus necesidades de personal. La gente empieza a estar cansada del sistema de explotación capitalista basado en horarios maratonianos y en un incremento de la presión para alcanzar unos objetivos de productividad cada vez más altos e inalcanzables. Los empleados de banca conocen muy bien este modelo empresarial en el que sus superiores les marcan unos objetivos de venta a primera hora de la mañana y reciben continuas llamadas a lo largo de la jornada laboral para testar su cumplimiento. Si lo logras la recompensa es que al día siguiente te van a subir tu objetivo incrementando la presión que deben soportar por parte de los responsables jerárquicos de la empresa. Este mismo sistema lo he visto aplicado en las grandes cadenas de distribución que achicharan a los directores y cargos intermedios de las grandes superficies para prejubilarlos, si sobreviven después de tanto estrés, a los cincuenta y pocos años.
Disponer de tiempo para uno mismo se han convertido en un lujo al alcance de una menguante minoría. Incluso entre aquellos que tienen esta suerte, el sistema se ha asegurado en convertirlos en consumidores voraces de todo tipo de mercancías, bebidas y comida. Como declaró en una entrevista mi admirador escritor y filósofo Leonardo da Jandra, “la mercadotecnia es genuinamente digestiva, no es mental ¿Acaso esta España no sigue siendo demasiado digestiva, demasiado sanchopancesca? Me hubiera gustado verla más enquijotada. Hay muy poco Quijote y muchos Sancho Panza”. A este respecto, Cicerón acuñó el término “otium cum dignitate” (ocio con dignidad) para distinguirla de aquellas otras formas de diversión que degradan al ser humano y que con tanto éxito idearon los romanos y aún continúan bajo otras fórmulas muy populares en el mundo actual.
La degradación moral de amplias capas de la sociedad proviene en buena parte de nuestro progresivo distanciamiento de la naturaleza. La virtud moral, según dijo Marco Aurelio, “no es sino una viva y entusiasta armonía con la naturaleza”. Si los cimientos morales de una sociedad ceden la democracia se derrumba y la única manera de evitarlo es reforzarlos, en opinión de Walt Whitman, “por medio de un contacto regular con la luz exterior, el aire, el crecimiento, las escenas de granja, los animales, los árboles, los pájaros, la calidez del sol y la libertad de los cielos”. Si estos ingredientes faltan la democracia “decaerá y palidecerá”. La naturaleza es el elemento salutífero y de belleza de la democracia, escribió Whitman, además de ser la fuente donde se halla toda la política, la salud, la religión y el arte del Nuevo Mundo. El mundo actual, en contraste con el Nuevo Mundo imaginado por profetas como Whitman, es un mundo y una sociedad extraviada y dominada por abstracciones enfermizas, como el del dominio de la naturaleza, el crecimiento económico ilimitado y la confianza ciega en una tecnología que más que liberarnos nos encadena y nos esclaviza para ponernos al servicio de la megamáquina.
En nuestra era industrial y postindustrial -comenta el filósofo e historiador Jeremy Naydler en su magnífica obra “La lucha por el futuro humano” (Atalanta, 2021), “el mayor peligro que corre la humanidad es el de sucumbir no tanto a los instintos y a las pasiones como a la fría inhumanidad de la máquina y a la insensibilidad y carencia de compasión del algoritmo. Es decir, caer en lo inhumano”. Para evitarlo y vivir humanamente es preciso identificarnos con nuestro núcleo o centro espiritual en el que brota el agua de la vida y la sabiduría.
Con este complejo panorama económico no debería de extrañarnos que estén surgiendo nuevos fenómenos sociales como la llamada “gran renuncia” que nació hace unos años en EE.UU
Precisamente, la tecnología no distancia de nuestro ser interior y “nos volvemos insensibles tanto a lo que es visible como a lo que es invisible en la naturaleza” (J. Naydler). Nuestra alma, nuestra sociedad, nuestro mundo están camino de convertirse en un erial por falta de agua vital y de nutrientes. Para el psiquiatra C.G. Jung, “la vida natural es el sustrato nutritivo del alma”. Estas palabras de Jung manifiestan la importancia de vivir una vida sencilla y en contacto cercano con la naturaleza.
Cuanto más tiempo pasamos conectados, reducimos el que dedicamos a relacionarnos con nuestro entorno natural. De esta forma, disminuye el conocimiento de la naturaleza más cercana y nos volvemos insensibles hacia su transformación y destrucción. En palabras de J. Naydler, “cuanto más nos convertirnos en “ciudadanos digitales”, menos nos sentimos ciudadanos del mundo natural”. Este distanciamiento del núcleo de nuestro ser y de la naturaleza comenzó hace mucho tiempo, aunque se ha acelerado desde la aparición de internet y los celulares. El hastío, la sensación de fracaso y el aburrimiento que nos produce el distanciamiento de la verdadera fuente de felicidad que reside en el centro de nuestro ser y en el contacto con la naturaleza ha sido aprovechado para favorecer el “negocio de la diversión”. Hace cerca de noventa años, Lewis Mumford ya denunciaba que “la gente demasiado aburrida para pensar, la gente leía; demasiado cansada para leer, podía ir al cine; incapaces de ir al cine, podían encender la radio; en cualquier caso, podían evitar la llamada a la acción”. Después surgieron la televisión y en tiempos más reciente internet profundizando la brecha abierta entre nuestro ego y el mundo interior, así como entre nosotros y la naturaleza. Recuperar nuestro vínculo con el entorno natural es el mejor remedio para restablecer los cimientos morales de nuestra sociedad y recuperar la esperanza en un futuro digno para las generaciones venideras.