Opinión

La integración del mundo en una narrativa histórico universal

Más de medio milenio después del encuentro de Dos Mundos y la aparición de las naves de Cristóbal Colón en tierras americanas, por vez primera, se hizo ostensible la conmoción de los que allí convivían; unido a la intimidación de los cañones de bronce, arcabuces, trabucos, lanzas, dragas, puñales, espaldar metálico y otros artificios, junto a la vivacidad del hombre blanco montado a caballo.

Los que por sorpresa allí llegaron, se valieron de la extrañeza y como paradójicamente se diría, hipnotizaron a las sociedades más florecientes de aborígenes americanos, que a fin de cuentas eran más bulliciosos que los presentes en Europa.

A día de hoy, las opiniones de los que se reconocen detractores sobre este magno acontecimiento, sí unánimes en valorar los hechos constatados, no podían menos de discrepar en el tiempo, lugar y forma en que habían sido materializados. Tal vez, porque había llegado el momento cumbre de desenmascarar aquellos lugares incógnitos que había adquirido el suficiente merecimiento, surgiendo como fruto de los estudios rudimentarios de la época, e incluso, de la fe en la perseverancia de los que habían dispuesto alcanzar la gloria.

Quiebra de eufemismos y utopías, cruce de la astrología y astronomía y de la alquimia a la química, se identificaron en este lapso resplandeciente, que se transcribe en gestas con las raíces propias del Renacimiento; uno de cuyos más poderosos impulsos promotores estuvo en la hazaña trazada por los ibéricos, con sus creaciones geográficas que irrevocablemente obraron en los estratos de la cultura.

Sin lugar a dudas, la comparecencia de Cristóbal Colón (1451-1506) en las Américas, fue un emprendimiento determinante para que a partir de esa fecha, en menos de un siglo se confirmase la dimensión absoluta de la Tierra. Vinculándose territorios inexplorados entre sí, con los más diversos estadios de desarrollo.

Si bien, para los europeos, el pisar suelo americano provocó una cadena redundante de sucesos que intensificó y transfiguraron el devenir de los acontecimientos que estarían por llegar.

El hallazgo de oro y plata en cantidades desorbitantes, incitó a un verdadero desbordamiento colonizador. De pronto, centenares por miles de expediciones y un sin número de individuos, quedaron magnetizados tras la estela de supuestas cantidades de fortunas.

Y no era para menos, porque en los primeros ciento cincuenta años de ocupación, 17 mil toneladas de plata y unas 200 de oro, llegaron a España y fortalecieron el incipiente progreso comercial y manufacturero, que abrió las compuertas a la Revolución Industrial y al auge capitalista de Europa.

Además, las singladuras vencieron los límites habidos y por haber, aventurándose a todos los rincones recónditos.

Con lo cual, el conocimiento del globo terráqueo comenzó a ser más comprensible e inteligible a los ojos del hombre, como igualmente, la comercialización descifró el diseño del mercado internacional, con la consiguiente mejora económica, que evidentemente alteraron las economías herméticas de numerosos estados para establecer un mercado mundial. Definitivamente, terminó por soterrarse la sociedad feudal y el absolutismo monárquico, atisbándose lo que más tarde conoceríamos como la globalización. Pero, lo peor de todo, saldría una vez más del interior de la raza humana: la intemperancia empeñada en el afán de la ambición.

En escasos lapsos, la infinitud de aquellas demarcaciones dejaron de ser inexpugnables para hispanos, lusos, francos, holandeses y británicos que no se detuvieron en su inclinación libertina por atesorar más y más, costase lo que costase, aunque en ello estuviese en juego la propia vida, cuestionándose botines grandiosos hasta el instante inaccesibles.

Con estos precedentes iniciales, quinientos veintiocho años han transcurrido en los que emprendo la nada fácil tarea de relatar sucintamente la contribución del hombre, que paulatinamente tomaba conciencia de la magnitud del planeta y pudo entrelazar puntos geográficos infranqueables, conectando naturalezas ignotas, algunas en etapas primitivas.

Progresivamente, se generó una sociedad capitalista que como compensación encarnó una importante transformación. Este orden social desplegó sus oportunidades de avance en las naciones más vanguardistas, dónde se desligaron mutaciones emprendedoras que precedentemente estaban aferradas en el antiguo monopolio de capital.

Por otro lado, el capitalismo consiguió inspirar un rol escalonado, únicamente inactivo por las crisis cíclicas, que habitualmente perturbaban la producción y su economía, confirmando las debilidades del sistema. A pesar de esta significativa aportación a la evolución humana, el capitalismo comportaba señas irracionales, corruptas e inhumanas.

Al unísono, se suscitó un desenvolvimiento prolongado en las ciencias, metodologías productivas, perspectivas de consumo y supervivencia.


Pero, ¿qué Europa habría que encajar en los prolegómenos de la irrupción al otro lado del Atlántico? El advenimiento occidental a las Américas dispuso una serie de indicadores que hasta entonces, se desplegaban de manera embrionaria y que indujeron a una convulsión que recluía la economía medieval.

Ya, a finales del siglo XV (1401-1500) en el Viejo Continente surgían y crecían las elaboraciones artesanales que estimularon la vida productiva y dinamizaba la economía.

Conjuntamente, las monarquías emprendieron una carrera de unificación de condados, principados y regiones autónomas invirtiendo más gastos en sus aparatos estatales. Paralelamente, se descartaron barreras aduaneras que facilitaron el establecimiento de productos provinciales e inmediatamente nacionales.

El primer indicio de las actividades comerciales se cristalizó con el trueque, porque ante las cambiantes imposiciones, afloraba la necesidad de implantar compensaciones en valores internacionalmente admitidos. Comúnmente, se monopolizó el oro, la plata y las piedras preciosas.

Llegados hasta aquí, el ‘Descubrimiento de América’ remolcaba la sed de oro que primeramente había proyectado a los portugueses en las extensiones de África: la industria europea, considerablemente avanzada en los siglos XIV y XV, más su comercio proporcional, demandaban más mecanismos de los que surtía Alemania, la gran fabricante entre los años 1450 y 1550, respectivamente.

Luego, el viaje de Colón, viabilizó la amplificación de grandes entidades armadoras y su derivación más yuxtapuesta, gravitaría en una extraordinaria amplificación del intercambio territorial y tasas de ganancias imponentes, que nutrieron un enorme proceso de acumulación de capital. Básicamente, como antes mencioné, fundamentados en el pillaje, la sustracción de los conocimientos de los pueblos dominados y sus territorios.

Con la reactivación comercial se produjo una segmentación integral del trabajo que patrocinó estilos de triangulación jamás vistos. Primero, América surtió oro, plata y materias primas, pero sobre todo, mano de obra nativa; segundo, África facilitó los esclavos que, poco a poco, reemplazaron a los aborígenes americanos.

Y, tercero, Europa, recibió la peor parte, porque promovió e intercambió géneros manufacturados; a su vez, acumuló las transacciones de los demás puntos de la triangulación. Obviamente, España y Portugal, estaban llamados a ser los primeros en ascender en la causa de la unidad nacional: empujaron a la efervescencia comercial, pero el beneficio ganado, empeoró su dependencia con los países industrialmente más desarrollados.

En cierto modo, los peninsulares desempeñaron un papel discordante. Aun siendo los verdaderos inspiradores en robustecer a la rudimentaria burguesía europea, que rápidamente se enriqueció y contrapuso al absolutismo feudal hasta destronarlo. También, tanto hispanos como lusos, estaban faltos de una burguesía industrial; premisa por la que la salida masiva de fortunas afianzó a la monarquía, reduciendo el futuro de la efímera bonanza.

Los traficantes de oro y plata, meramente se fraguaron en ser el cauce de esos patrimonios, empleado para las crecientes demandas del aparato estatal y de la nobleza y el clero, donde su destino se convirtió en capitalizar a la burguesía manufacturera inglesa, francesa y flamenca.

Con todo ello, los colonos pretendieron implementar un objetivo visiblemente capitalista. El método de la extracción, tráfico y producción, se auspició para originar dividendos sustanciosos y, sobre todo, abastecer al mercado cosmopolita.

En otras palabras: ante la carencia de una legión de recursos humanos, se optó por un sistema capitalista.

Este menester comprometió a los colonizadores para valerse de otras iniciativas no capitalistas, tales como la semiesclavitud y esclavitud; o lo que es igual, producción y colonización por intereses capitalistas con vínculos semiesclavos y esclavos de producción y designaciones del feudalismo, que se erigieron en los puntales sobre los que se convino la conquista de América.

Al hacer referencia a los grupos que se encontraban en aquellos espacios colosales, llamémosle prematuros y aventajados, hay que referirse a los aztecas, incas y mayas, organizados y establecidos en distintos grados de complejidad sociocultural, desde escuetas bandas nómadas hasta imperios militaristas, pasando por tribus, señoríos y estados.

Dichos colectivos adquirieron hábitos y costumbres sociales comparables a las civilizaciones egipcias, asirias y caldeas, con la estabilización de un estado y patrones incipientes de adaptación, tanto de los sectores plebeyos, como de los clanes más cercanos que eran sometidos.

Indiscutiblemente, esto indica que los círculos americanos más prósperos y pujantes, por sus incompatibilidades internas se subyugaron fácilmente. Contrariamente ocurrió con los pueblos que abrazaban prácticas sociales salvajes, ofreciendo al invasor mayores inconvenientes y rebeldías difíciles de contener.

Ni que decir tiene, que estas comunidades nómadas ocasionaron acometidas esforzadas para desafiar la sumisión que drásticamente contradecían; pero, el contraste abismal del despliegue económico y tecnológico exhibido en la capacidad combatiente de los europeos, hacían inviable su éxito.

Un antecedente a tener en cuenta entre la diversa bibliografía consultada y según los cálculos interpretados: los residentes de América contabilizaban no menos de ochenta millones, o quizás, más, cuando los occidentales por vez primera se dibujaron en sus pupilas al divisarlos. Una centuria y media más tarde, se comprimieron a tres millones y medio.

Gran parte de la entereza mezclada con la obstinación expuesta en las tribus, se aplacaba con la intervención de la iglesia que los evangelizaba en las virtudes cristianas, para de inmediato instruirlos en labores agrícolas; invitándolos a renunciar a la vida ancestral consagrada en la caza, la pesca y la recolección.

Sin inmiscuir de este escenario, que un porcentaje bastante elevado de nativos cayeron en las garras de las enfermedades importadas por los europeos, que no estaban preparados para soportar los virus y bacterias. Así, la sífilis, tifus, tétanos, lepra y viruela, entre algunas, dejaron cientos por miles de decesos.

Podría describirse llanamente, que los indígenas perecían como mosquitos, porque su sistema inmunológico, apenas oponía resistencia a estos padecimientos mortíferos. Y los que a duras penas conseguían sobrevivir, quedaban debilitados e inútiles.

El intelectual y político, acreditado por sus trabajos en educación, sociología y antropología, Darcy Ribeiro (1922-1997), consideró que más de la mitad de la urbe autóctona, sucumbió infectada con el primer contacto de los hombres blancos.

Es preciso recordar, que América deparaba notables probabilidades de enriquecimiento y toda una masa humana desembarcó en sus litorales, para ver cumplidos a cualquier precio algunos de sus deseos.

En consecuencia, la contemplación de nuevas tierras al otro lado del Océano Atlántico, conjeturó un antes y un después en el frontispicio la Historia Universal, al poner en comunicación al Este, el Hemisferio Oriental y al Oeste, el Hemisferio Occidental, por entonces remoto en su existencia.

No fue una proeza aislada, fortuita o casual, sino el ápice de un proceso de la economía europea, en el que el Reino de Castilla asumió un rol fundamental. Taxativamente, se incrusta de lleno en la expansión marítima desde mediados del siglo XIV y, sobre todo, a lo largo y ancho del XV, avivada por la premura de indagar itinerarios comerciales para mercadear especias y sederías, más preciadas que el oro.

Un secreto a voces que aglutinaba una base tecnológica consistente: desde 1440 se dispuso de embarcaciones adecuadas como la carabela, culminación de la barca portuguesa y de avances técnicos que ofrecieron más seguridad en las rutas.

La delantera de este proyecto recayó en Portugal, tras la conquista de Ceuta en 1415 y la acción en 1448 del explorador Bartolomé Diaz (1450-1500), que dobló el extremo Sur de África por el Cabo de Buena Esperanza, accediendo al Océano Índico a partir del Atlántico; mientras, la Corona de Castilla estaba atareada en la toma y colonización de las Islas Canarias que se conformó entre 1478 y 1496.

En los intervalos de esta empresa no faltaron las pugnas entre ambos estados, debiendo recurrir al Tratado de Alcazobas-Toledo. Con ello, se definía las respectivas parcelas de influencia entre los Reinos de Castilla y Portugal tras la Guerra de Sucesión Castellana (1475-1479): Castilla obtenía las Canarias y Portugal las Azores y Madeira, más la navegación al Sur de las Canarias.

De esta forma, el Océano Atlántico se diseminó al Norte, con el tramo castellano, y al Sur, el portugués.

En este ambiente de esparcimiento nacionalista y de incuestionable antagonismo peninsular, irrumpiría el protagonista de este relato con la aspiración de anclar en la India, poniendo rumbo hacia Occidente. Idea que no era novedosa, pero sí de un enardecimiento insistente con el que la asumió.

Cristóbal Colón, nombrado virrey y gobernador de las Indias a través de las Capitulaciones de San Fe (17/IV/1492), ocuparía las tierras americanas en nombre de los Reyes de Castilla y Aragón, dirigiéndolas con el sistema de la encomienda. Aunque nos duela reconocerlo, algo semejante al sistema portugués o italiano, donde los extranjeros usurpaban los bienes de esas posesiones, sometía a las gentes de extraño semblante y tradiciones y, cuanto antes, regresaba a la nación de origen con los tesoros incautados.

Sin eludir, que los Reyes Católicos, Fernando II de Aragón (1452-1516) e Isabel I de Castilla (1541-1504), recibieron la encomienda por parte de Su Santidad el Papa Alejandro VI (1431-1503) de evangelizar aquellos territorios.

Las reseñas fehacientes que corroboran la firmeza de las bases religiosas, quedan consignadas en la ‘Bula Inter Caetera’ de 6 de mayo de 1493, que literalmente expone: “Os mandamos, en virtud de santa obediencia que así como prometéis, y no dudamos cumpliréis, destinéis a las tierras e islas susodichas, varones probos y temerosos de Dios, doctos, instruidos y experimentados, para doctrinar a los dichos indígenas y moradores en la fe católica e imponerles en las buenas costumbres, poniendo toda la diligencia de vida en los que hayáis de enviar”.

Finalmente, si algo se manifiesta en 1492, valga la redundancia, era la misma Europa para los propios europeos. La aproximación de los hispanos con el inusitado espectro americano, cambió de raíz la concepción de estos habitantes acerca de sí mismos.

Este encuentro de Europa con América eclipsó la Edad Media, para dar paso a la condición de ser otro.

La singularidad del Nuevo Mundo, tanto antropológica como campechanamente, sacudió la conciencia de éstos, en el sentido, que recapacitaron sobre aquello que los pormenorizaba. América resultó ser como un reto a la revelación, el dogma y la ciencia del Viejo Mundo.

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