Ceuta, viernes, 11 de enero de 2019. Después de dejar a Sofía en el colegio y de desayunar en el Da Vinci, he tomado el camino que lleva al Monte Hacho. Eran las 9:30 h cuando me he asomado a los acantilados del Sarchal. Me ha recibido el viento de levante para golpearme la cara.
Fui dejando la ciudad atrás mientras me adentraba en el Camino de Ronda. Hoy buscaba con la mirada nuevos enfoques, como la imagen que he tomado desde el fuerte del Quemadero de su homónimo del Desnarigado. No he tardado mucho en llegar a la cala del mismo nombre. En mis primeros pasos por la playa el cielo estaba encapotado, pero al preparar la libreta y mi bolígrafo con el propósito de escribir un rato el sol ha empezado a asomarse por encima de las nubes. Sus sobresalientes haces de luces hicieron que acordara de Dios.
Era la clase de asombro que necesitaba para inspirar mi escritura. Aquí sigo ahora, sentado en el espigón occidental de la cala del Desnarigado y disfrutando de la belleza de este lugar al que el sol le ha devuelto sus colores.
El contraste entre la imperturbabilidad de la tierra y la vivacidad del mar es muy fuerte. Su tonalidad es semejante a una piedra de turquesa sobre la que las olas blancas se deslizan para romper contra las rocas. Las piedras permanecen mojadas y brillan como cristales por el reflejo de los rayos solares. Los mismos que calientan mi cuerpo con tal intensidad que me veo obligado a quitarme capas de ropas hasta quedarme con el torso desnudo. El color de mi piel se asemeja al blanco de las olas, que me dedican un estruendoso concierto de música sagrada.La llegada de nuevas nubes hace que baje el tono de la melodía. El rítmico Allegro da pasó a una sinfonía melancólica. Las olas han bajado el son de los tambores y la humedad y el ritmo vuelven a tomar la cala de Desnarigado. Con la misma rapidez con la que me despojé de la ropa vuelvo a vestirme y a pensar en mi regreso a casa.
Hoy he sido testigo de excepción de la música interpretada por la naturaleza y he sentido la armonía que podemos establecer con ella. La alegre Talía es la musa que me ha acompañado esta mañana, mientras ahora es la melancólica Melpomene la que está sentada a mi vera. El cielo grisáceo, con aspecto de contener agua, me anima a seguir escribiendo, aunque la prudencia me dice que es mejor iniciar el camino de vuelta a casa. La lluvia parece que es una amenaza cierta. Me concedo un plazo de diez minutos para seguir escribiendo y disfrutar de este momento.
El sol encuentra, de nuevo, un pequeño hueco para mirar desde las alturas a la tierra. Una estrecha franja de luz, tendida como una alfombra sobre el mar, llega hasta donde me encuentro y se une a los peldaños del espigón. Por aquí podría acercarse hasta mí la Gran Diosa para que pudiera verla y abrazarla, pero la divina naturaleza suele ser esquiva. Siempre aparece cuando menos la esperas.