Como es generalmente conocido, la diócesis de Ceuta fue creada mediante la bula Romanus Pontífex de 4-04-1418, sólo unos años después de que Portugal en 1415 conquistara esta ciudad. Dependió de la Iglesia portuguesa hasta 1668, y de la española a partir de esta fecha hasta hoy. En principio, se le quiso dar tanta importancia que Ceuta fue declarada por la Santa Sede: “Única ciudad que confiesa la fe cristiana en África, tercera parte del mundo” y también: “Bastión de la cristiandad de Occidente en el Norte de África”; dependió directamente de Roma y por bula dada en 1444 su obispado fue elevado a la categoría de Primado de África, hasta que en el artículo 5 del Concordato de 1851 entre España y la Santa Sede se dispuso la agregación de la diócesis de Ceuta a la de Cádiz, aunque el acuerdo se demoró hasta 1879. Pero la pregunta que muchos feligreses nos hemos hecho es, ¿por qué motivos se produjo tal agregación?; porque siendo Ceuta una ciudad tan importante, con cerca de 80.000 habitantes, aunque muchos pertenezcan a otras religiones, se cree que tiene hoy entidad y relevancia cristiana más que suficientes para constituir, por sí sola, una diócesis y un obispado por separado e independiente.
Pero la incógnita sobre los motivos de la agregación de Ceuta a Cádiz parece ahora despejada a través de un documento obrante en el Archivo Secreto Vaticano, sección Nunciatura de Madrid, caja nº 486, citado por Mª Josefa Vilar, de la Universidad de Murcia. En esa caja se conserva la correspondencia fechada entre enero y marzo de 1877 mantenida entre Ildefonso Infante Macías, Administrador apostólico de la diócesis de Ceuta en el período 1876-1877, con el encargado de la Nunciatura en Madrid, D. Mariano Rampolla, sobre el fracaso de la gestión del primero, que fue uno de los factores determinantes que llevaron a la Santa Sede a acelerar el proceso de agregación de ambos obispados. Dicha correspondencia la expondré en El Faro de Ceuta en dos entregas y en lunes sucesivos, habida cuenta del interés histórico no sólo que los detalles de tal unión pudiera tener, sino también porque nos ofrece datos fehacientes sobre aspectos de la realidad ceutí de aquella época de comienzos de la Restauración, del ambiente religioso que en ella se respiraba, de la específica problemática eclesiástica y pastoral, y hasta de la pugna que entonces se libró en Ceuta entre el Administrador apostólico, el Deán y buena parte del clero local.
Es de advertir que, a pesar de que aquí trato de omitir parte de las muy duras opiniones sobre algunas instituciones, personas y religiones que el Sr. Infante solía verter al informar sobre Ceuta a sus superiores, todavía se pudieran encontrar algunas expresiones que resulten estridentes o lesivas; pero las mismas hay que valorarlas y medirlas con el metro histórico del tiempo en que se vivieron, hace ya 135 años, y, por tanto, no son válidas ni se corresponden con la realidad actual de Ceuta, sino que fueron emitidas en aquel ambiente clerical plenamente confesional que entonces se vivía en España, más en el contexto de la animadversión que el mismo se ve que sentía hacia Ceuta, su población presidiaria y hacia algunos de sus estamentos sociales. Y aquélla, no es la Ceuta de hoy.
D. Ildefonso Infante, nació en Moguer (Huelva), en 1813. Estudió en la Universidad de Sevilla y era doctor en Teología y antiguo Rector del seminario diocesano de Cádiz. Era monje profeso benedictino, a quien muy joven le afectó la ley de exclaustración de 1835. Agregado, como otros muchos enclaustrados a las filas del clero secular, sirvió con dedicación y eficacia cuantos puestos y comisiones le fueron confiados, desde diversos curatos rurales hasta la secretaría de cámara del obispo de Segovia, cargo que desempeñó a comienzos de la Restauración, así como el de canónigo maestrescuela de la Catedral de Segovia; habiendo asumido en algún momento, a plena satisfacción, funciones de gobernador eclesiástico, y pudiendo ser conceptuado como un clérigo obispable. Su designación como administrador apostólico de Ceuta surgió del hecho de haber quedado vacante la sede en 1846 tras el fallecimiento del obispo titular de Ceuta, D. Juan Sánchez Barragán y Vera, un obispo extremeño que había sido muy querido por el pueblo ceutí dada su gran obra pastoral y de ayuda a las clases más necesitadas. Y aunque el Concordato de 1851 acordó la unión de la sede de Ceuta, entonces adscrita a la provincia eclesiástica de Sevilla, con la de Cádiz, la misma se produjo manteniendo ambas sedes sus respectivos cabildos, catedrales y administraciones separadas.
Sin embargo, el entonces anciano obispo de Cádiz, D. Domingo de Silos Moreno, rehusó hacerse cargo de la jurisdicción episcopal de Ceuta, y su ejemplo fue también seguido por sus sucesores D. Juan José Arboli y el capuchino fray Félix María Arriate y Llanos, quienes ni siquiera quisieron hacerse cargo de la sede ceutí de forma pro tempore (transitoria); este último obispo exigió para aceptar que se le nombrara un obispo auxiliar con sede en Ceuta, pero ello no fue factible toda vez que estaba reciente la firma del Concordato y ello supondría tener que volver a renegociar el mismo con el gobierno español; habiendo sido por ello necesario la administración de la sede de Ceuta por diversos clérigos locales en funciones de gobernadores eclesiásticos, lo que creó numerosos problemas que fue devaluando la diócesis hasta hacerla de muy dudoso futuro. Y para tratar de poner fin a tal estado de cosas y resolver los muchos problemas, a primeros de 1876 fue nombrado Administrador Apostólico D. Ildefonso Infante.
La situación religiosa de Ceuta era entonces muy distinta a la actual que, como bien se sabe, generalmente es modelo de sociedad religiosa, con una muy alta moralidad, mantenedora de las buenas costumbres y tradiciones y servida espiritualmente por un clero muy competente; mientras que en aquella época, según el propio Ildefonso Infante escribía en octubre de 1876 al nuncio en Madrid Simeoni dándole cuenta de los problemas, pues existían unas relaciones muy tensas y difíciles con las autoridades.
Ya anteriormente, en el período liberal 1817-1824, siendo obispo titular de Ceuta, D. Rafael de Vélez, las relaciones Iglesia-Estado se hicieron insoportables y reinó la más radical oposición mutua. En 1876 la población ceutí, como ahora, estaba encerrada en la ciudad por el Estrecho y en el hinterland de 19,3 kms2, con una frontera marroquí hostil, a lo que había que agregar que Ceuta todavía era presidio, con una población de entre 12.000 y 15.000 habitantes, de los que unos 3.000 eran penados de mala conducta a los que el propio Administrador apostólico, Ildefonso Infante, conceptuaba como “gente soez, ignorante y desesperada”; había quienes se dedicaban a la estafa y a la explotación de los penados ejerciendo la más escandalosa usura, la población era predominantemente volante y bastante fría desde el punto de vista religioso; según dicho Administrador apostólico, el mismo clero de entonces “era escaso, incumplidor y a veces indigno”.
En enero de 1877 Infante emitió otro informe dirigido a Mariano Rampolla, secretario de la Nunciatura y encargado temporalmente de la misma, en el que expresaba lo siguiente: “La población total de Ceuta es mayor a 12.000 habitantes, de carácter especial y muy heterogéneo. Compónese de militares, penados, hebreos, mahometanos y habitantes fijos o vecinos permanentes. La población civil fija, que es la principal y el verdadero pueblo de Ceuta, consta de 5.210 almas, o sea, 1.374 vecinos de los que la mayor parte son pobres casi de solemnidad, dedicados a la marinería y a la pesca, algunos dependientes de presidio y otros, pocos en número, propietarios independientes. El colectivo europeo es atendido desde dos parroquias instaladas en la Catedral y en el templo santuario de Nuestra Sra. de África, existiendo otras seis iglesias y ermitas abiertas al culto (al parecer una de ellas acaso en el Campo Exterior o franja territorial de reciente anexión a Ceuta, también con funciones parroquiales), atendidas por clero suficiente. No así el castrense (apenas seis capellanes) que se ocupa de la guarnición, 3.000 presidiarios y de los enfermos internados en el Hospital de Marina. Las comunidades musulmana e israelita cuentan con mezquita y sinagoga, algo insólito en el marco del Estado confesional de España en la época, y posiblemente los únicos templos no católicos (con los de Melilla) que gozaban de cierto reconocimiento oficial”. Los diferentes colectivos confesionales coexistían pacíficamente, cosa también inusual en los restantes dominios españoles, en parte porque los efectivos no cristianos resultaban ser muy minoritarios y además bastante integrados en el contexto local (la mayoría de los musulmanes eran moros mogataces o regulares encuadrados en diferentes unidades de la guarnición, y en cuanto a los judíos, también se hallaban muy conectados como proveedores, intérpretes, etc. con la Administración militar).
Sin embargo, para el fraile benedictino lo que no pasaba de ser una correcta convivencia interconfesional se traducía en peligrosa cohabitación, con la consiguiente relajación de las costumbres y frialdad religiosa de los habitantes. “Esta amalgama de militares, penados, moros y judíos –recogía en su informe – produce una inmoralidad general e incurable… sobre todo habida cuenta de que la guarnición son lo peor del Ejército, los 3.000 delincuentes penados…inundan las calles y plazas, los judíos una partida de agnósticos, y en cuanto a los musulmanes viven en una degradación y sordidez que espanta”.