Moneypenny (que así correctamente se escribe) fue, en otros tiempos, los de Paco Fraiz y Basilio, mi querida amiga Kelly, a quien bauticé con el nombre de la secretaria de los servicios secretos británicos en las películas de Bond, el 007, haciéndola aparecer muchas veces en aquellos artículos un tanto burlescos, que yo escribía por los años noventa.
Como el personaje de ficción, Kelly ha sido tan eficiente o más que la dama inglesa y, también como ella, sus responsabilidades fueron más allá de las que se asignan a una funcionaria.
A Kelly, como a cualquier mortal, le ha llegado el momento de jubilarse, hecho que debería haber constado en el libro de Actas de la Asamblea, con el agradecimiento de todos los que la forman. Me temo que no se llevó a cabo y se ha perdido la oportunidad de reconocerle como se desvivió en hacer de su trabajo casi un arte.
Mi amiga Kelly, a su pesar, ya es otra jubilada. Ella que siempre vivió para su trabajo, no termina de aceptar ese tránsito de la actividad extrema, como era la suya, al ocio obligatorio que unos aprovechan para morirse y otros para correrse aventuras en los nuevos Titanics o en los pervertidos expresos de medianoche.
La verdad es que no veo a Kelly recorriendo de proa a popa, buscando a algún Di Caprio, ni tampoco la localizaría en la foto de Reduan, cuando retrata parte de la tropa que comanda Jaramillo, compartiendo salami y piquitos de pan con los políticos de turno, en esas meriendas-cenas, reducto de aquellas otras que organizaban Auxilio Social y la Sección Femenina en tiempos del hambre.
No. A Kelly no la tranquiliza que le repitamos eso de “jubilación viene de júbilo”, y que, desde ahora, dejará de estar sujeta a un reloj vigilante, controlador y chivato. O que ya acabó de ser paño de lágrimas de esos políticos municipales, con las neuronas descolocadas que, a veces, se mostrarán como falsas plañideras y otras como insufribles prepotentes para quienes los administrativos son los viejos siervos de la gleba. De todo esto, mi amiga sabe tanto como para que la CÍA y la KGB la tengan en el punto de mira. La salva el que, de igual modo, sepan que a su profesionalidad se sume el concepto de confidencialidad. A lo sumo, sólo le oiremos decir: “pobrecitos … también a estos les llegará el invierno y con él, los sabañones y el olvido, por muy calurosa que hubiera sido la entrada en el recinto y por mucho que desfonden la butaca”.
Sean, pues, estas breves líneas para recordarles a quienes tenían la obligación de hacerlo, que una labor de tan excepcional entrega, como la de esta Moneypenny caballa, hubiera merecido, al menos, unas rosas de esas que vende un tal Ahmed por el Rebellín, a tres euros la docena, con una sencilla tarjeta donde se escribiera: Gracias.
Mi amiga Kelly pensaría así que su entrega durante tantos años valió la pena.