Sin duda, Carmen Calvo pasará a la historia de la política española por sus exóticas intervenciones ex cátedra. Si hubo un tiempo en el cual el dinero público no era de nadie –en palabras de la propia ministra bonita en funciones, allá por 2004-, ahora, quince años después, el feminismo parece tener sello de propiedad registrada. La egabrense no ha tenido empacho en arrogarle a la izquierda la maternidad del feminismo aunque sus afirmaciones sean más que cuestionables. Acostumbrados a sobrevivir en todas las épocas y a reescribir la historia, los socialistas españoles quieren parecerse a las palabras del registrador de Santa Pola: muy mucho socialistas aunque sea por la vía de la falsificación de la historia. Y todo, porque a la señora Calvo parece molestarle que se hable de feminismo liberal. Habría que recordarle, con sutileza, que mientras que la diputada Victoria Kent –del ala más izquierdista- se posicionaba contra el sufragio femenino, Clara Campoamor, más moderada y centrista, logró convencer a sus señorías para que las mujeres pudieran ejercer el derecho al voto. Sin que constituya ninguna novedad, la izquierda siempre ha tratado a sus potenciales votantes como si fuesen incapacitados mentales, personas anuladas para decidir libremente qué es lo más conveniente para ellos mismos. Rousseau en estado puro. En uno de los magistrales diálogos de la serie The Young Pope, del siempre trepidante Sorrentino, el joven papa Pío XIII (Jude Law) dice: “¿Y si la culpa fuera de todos, excepto de la mujer?”. Efectivamente, las mujeres han sido moneda de cambio para los partidos políticos, que van en busca de la ideología perdida como si fuera el arca de la alianza donde se custodian los tesoros de la tradición. La prueba del algodón de las ideologías es verificar cómo resisten al paso del tiempo, medirlas frente a los problemas recurrentes de cada momento y esperar a que sean capaces de ofrecer propuestas a los nuevos conflictos. De igual modo, las ideologías funcionan como un instrumento para reducir la realidad, empequeñecerla, sesgarla y presentarla al mercado político como un paquete estándar donde se encuentran compactadas todas las respuestas a las dudas y malestares de una sociedad errante. La mujer de hoy se enfrenta contra sí misma, dividida entre lo que realmente desea hacer y lo que las corrientes de opinión le imponen lo que debe ser. La izquierda siempre ha tenido la habilidad de cooptar y dividir a los movimientos sociales. Lo hizo con el movimiento obrero, lo hace con el movimiento LGTBI –verbigracia, el ministro Marlaska- y lo hará con el feminismo. Este PSOE, moralmente superior al resto de partidos, incapaz de aceptar a los podemitas de Iglesias en su gabinete para alcanzar la gobernabilidad, no va a permitir que nadie, excepto ellos, puedan definir qué es el feminismo, la diversidad sexual, la clase obrera, las migraciones o el medio ambiente. Hasta rozar la perversión de convertir el mal en bien por medio del arte de la retórica, como ha demostrado la ministra bonita a lo largo de sus intervenciones.