En el juramento ante la enseña de la Patria hay que cumplir lo más grande de todo aquel que se precie de ser español, tal como reza esto: “Juráis derramar, si es preciso, en defensa del honor la independencia de la Patria y del orden dentro de ella hasta la última gota de vuestra sangre". Un juramento que se hacía ante Dios y se prometía a España, refrendando dicho juramento con un beso a la bandera.
Fue en 1958, en las arenas del Sáhara, donde un soldado catalán y cuatro compañeros del Arma de Ingenieros, todos ellos, cumplieron ese juramento y entregaron lo más valioso, como fueron sus vidas. Desgraciadamente hoy en día, no sólo han sido ignorados, si no también desconocidos, sólo reflejados en un documento de la 1ª Sección de Estado Mayor de la Capitanía General de Canarias.
De Barcelona a La Saguía el Hamra
Las manecillas de los relojes marcaban la una de la madrugada del 20 de junio de 1958, cuando los 150 soldados de la Compañía Expedicionaria de Transmisiones de la IV Región Militar de Barcelona, al frente de su capitán Carlos Fabiane de Robles, los tenientes y suboficiales, en el Puerto de Barcelona, embarcaban en el buque Monte de la Esperanza, un buque apto para todo menos para transportar personas, pero era lo que había y no se podía pedir más.
Lentamente iban entrando los vehículos jeeps comando y camiones con algunos de sus conductores: Martí Bonet, Pascual Amigó, Méndez Esteve, Antoni Carbonell, Ventura Santamach, Antoni Pareja y López Collado (Clavell), iban con lentas maniobras, colocando los vehículos en las bodegas de dicho carguero.
Aquel viaje, desde luego no era de turismo. Tuvieron que sufrir todo tipo de incomodidades, y ello reiterando lo anteriormente citado, que no era un buque apto para personas. El Monte de la Esperanza era un buque frutero cuyas rutas en el transporte de mercancías eran desde las Islas Canarias a los distintos puertos de la Península.
En la IV Compañía Expedicionaria de Transmisiones iba un joven soldado catalán, Carlos Godó Martí, según la lista de bajas de Capitanía General de Canarias, al cual todos no sólo admiraban, sino que querían como a un hermano. La misión de este era conductor del entonces teniente Francisco López de Sepúlveda. El citado teniente, después de más de cincuenta años, lo recordaba a este excepcional soldado con cariño.
El 24 de junio de 1958 el Monte de la Esperanza, tras varios días de viaje, se situaba frente a las costas de El Aaiún, y poco después a través de redes iban desplazándose por uno de sus costados los componentes de esta compañía expedicionaria de Transmisiones IV.
Hasta llegar a la playa iban en barcos o mejor dicho cárabos de madera, donde con los pertrechos, armamento y demás material, los soldados catalanes arribaban a la playa, una tarea que empezó después del mediodía. Era cerca de las once de la noche cuando llegaron a la playa los últimos soldados de esta compañía expedicionaria, con el agravante de estar no sólo cansados y mareados del agotador viaje, sino también mojados ya que hasta llegar a tierra firme había que caminar por la orilla de la playa con el agua hasta las rodillas.
Una vez reunida la Compañía en la playa eran aposentados en tiendas de campaña y, sin pérdida de tiempo, se ponía en marcha el plan de trabajo que era este: 1º: enlace desde El Aaiún a la Península y Canarias, fonía y grafía. 2º: enlace con los distintos destacamentos de El Aaiún. 3ª: enlace de los destacamentos y El Aaiún. 4º: enlace con la aviación, quedando aseguradas las comunicaciones con la Península, destacamentos, el Sáhara y la Península.
Emotivo recuerdo de su director espiritual
De las cualidades humanas y cristianas del soldado Carlos Godó Martí, creo que es de justicia transcribir literalmente la emotiva despedida de quien fue su director espiritual a este joven soldado fallecido en acto de servicio:
“Quiero unirme a su dolor y expresarles mi pesar por la muerte de nuestro querido Carlos, a quien yo escogí como monaguillo y que lo quería profundamente. Si su muerte me causa pena, es más bien porque adivino el dolor de sus padres y hermana, en lo que al bueno de Carlos no hay porque sentirlo, ya que era un verdadero santo. Así lo consideraba yo y así lo consideraban también todos sus compañeros. Ante todos nosotros pasó como un chico excepcional de una virtud extraordinaria que a todos nosotros nos tenía admirados, quizás nadie como yo, su director espiritual, puede hablar de su santidad. Por esto, estoy convencido de que para él la muerte fue la liberación de las penas de esta vida para entrar inmediatamente en el cielo. Comulgaba todos los días en la misa, en la que él ayudaba, hasta el mismo día de su muerte, 4 de septiembre de 1958.
No recuerdo haber tenido nunca a un joven tan bien formado y tan virtuoso. Por eso sus padres deben sentirse orgullosos de Carlos, que aprendió en el hogar la virtud que a todos nos edificó y ejemplarizó. Podéis ustedes encomendarse a él, porque, sin ningún género de dudas, él está en el cielo y, desde luego, sentirán su influencia benéfica en la familia, ya que no dejará de interceder por ustedes ante Dios.
Den al Señor muchas gracias de que les haya concedido un hijo santo, porque muy pocos padres pueden decir lo mismo. Carlos quedó muerto en el acto, como los cuatro compañeros soldados, pero con una sonrisa tan característica en él, que era el símbolo de la blancura y santidad de su alma, Padre Nuestro”, Florencio Hurtado, capellán castrense de Smara, El Aaiún, 4 de septiembre de 1958.
Los hechos en que perdieron la vida estos soldados sucedieron cuando una columna de la IV Compañía Expedicionaria de Transmisiones se dirigía a una de las misiones de su especialidad. El jeep en el cual iba el teniente Francisco López de Sepúlveda iba en cabeza de la expedición, y en un instante ordena detenerse para comprobar la marcha de esta, para lo cual se apea del vehículo y retrocede caminando. El conductor Carlos Godó Martí da la vuelta y sale en busca de su teniente saliendo de la ruta, en cuyo instante pisó una mina marroquí colocada con fines de causar víctimas, explosionando y muriendo el citado conductor, Jaime Barrufet Rodamillán, Benito Caballero Murillo, Santiago Gambra Soto y Manuel Iglesias González, todos ellos del Arma de Ingenieros.
Quizás para los creyentes la muerte se acepta como lo que es ley de la naturaleza, pero estos cuatro soldados muertos en el Sáhara ratificaron con su muerte aquello de: “los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte sólo una vez”, Shakespeare.