Putin nos va a enseñar a aceptar -definitivamente- las culpas. Los que nos criamos con el credo católico lo tenemos ya asumido y si nos da pasaporte nuestra pareja, sabemos que es nuestra la culpa sin ninguna duda. Algo habrán hecho los ucranianos para que los bombardeen así. Algo para ser el nuevo pueblo elegido. Algo para que nadie mueva un dedo, mientras arrasan sus vidas.
Putin -en cambio- es tan irritante como el lobo que sopló y sopló hasta derribar las casitas de los tres cerditos, tan incautos ellos que vivían al día en felicidad absoluta. No sermoneo, diluyo. Mis pensamientos van al ritmo de la caravana de camiones hacia ninguna parte que huelga decir que están muy cabreados. Yo también porque la inflación sube dejando mi renta en una miseria con lo que me cuesta ganarla.
Los adversarios políticos del Gobierno se frotan las manos, porque saben que en épocas como éstas la gente vota a derecha. Feijoó debe haber nacido en la bonanza de los augurios celtas, porque se las divisa estrelladas y turgentes.
No sabemos qué va a pasar y eso siempre nos ha asustado desde la Prehistoria donde los libros-ya muy pocos a los que no consume el tiempo- nos enseñan mujeres que presumían de cadera y se autoproclamaban diosas porque tenían el poder de crear vida. Ahora nos lo negamos, teniendo que hacer cursos de autoayuda. Cuando nos deja un idiota en vez de soltar cohetes, cabeceamos a la retaguardia. Nos cuesta llegar, nos cuesta asentarnos y nos cuesta vivir separadas y ascéticas como los laureles o las suculentas que forman cúmulos de colonias entrelazados en sí mismos.
Hemos sido criadas en que el bienestar que nos lo da el equilibrio, el tiempo continuado y la paz. Igual, algo habremos hecho para estar donde estamos y que todo se vaya al garete porque un ruso brabucón y vigoréxico se crea que nadie es capaz de darle en toda la cara con la resistencia de vísceras que lo hacen los ucranianos, solo porque tiene a sus Generales amarrados a su cargo y las bombas sobresaliéndole por la bragueta. Son malos tiempos para la poesía, las acciones inmobiliarias, el capital, los transportistas, las mujeres y los niños ucranianos que crecerán sin saber qué han hecho para que les invadiera cuando les dio la gana.
Nadie se sofoca por la sangre derramada, sin embargo nos sofocamos cuando una estantería donde debía haber leche no tiene más que soledad y olor a lejía. Nos asustamos del miedo y bajan las acciones, los transportistas se rebelan y la gasolina se pone al nivel del aceite de oliva tan socorrido y entusiasta colgado de cada una de las aceitunas que nunca llegarán a comerse. Estrujadas y revenidas en oro puro; ahorcadas y conjeturadas porque nos movemos a impulsos de internet, a llamaradas de memes asesinos de ideas, de gente que no sabe pero habla, de gente que no escribe pero que saben modular el ritmo de los pensamientos de los que les siguen en manadas de ovejas. Porque hay mucho incauto bonachón que como los tres cerditos cree que el tiempo es factible de adiestrar cuando es un salvaje revenido.
No sé si Putin quedará en la memoria colectiva de los niños ucranianos como el nuevo hombre del saco que les robó País, identidad, territorio y recursos, amén de familia, casa y educación. No sé si seremos capaces de soportar la culpa de no haber hecho nada, de mirar los memes y sollozar en nuestra casa, con nuestros hijos pegados a nosotros, seguros como los tres cerditos en su felicidad absoluta. Nada va a importar cuando pasen cincuenta años. Algunos ni siquiera sabíamos deletrear Ucrania antes de esto.
Tampoco nos molestará el mañana cuando el aceite vuelva a su estantería y los transportistas a los maratones conductuales de gastar vida con las traseras asentadas y las manos replegadas para llevar un jornal a casa.