Categorías: Opinión

Mi familia de Marruecos

Aunque llevo ya algún tiempo por Ceuta, aún no había viajado por Marruecos más allá de las ciudades del norte más cercanas a la nuestra. Aprovechando la corta estancia de nuestros hijos y nieta en Rabat, para visitar a su abuela, decidimos bajar hasta allí. Era una ocasión excepcional para conocer la capital de Marruecos. Pero además, haciéndolo de la mano de nuestros familiares en ese país, podíamos llegar a lugares a los que normalmente no se accede, tanto si vas sólo, como si lo haces de la mano de algún guía turístico local. Esto nos ha permitido descubrir la auténtica realidad del Marruecos actual.
Lo primero que nos sorprendió fue descubrir la magnífica red de autovías que se han construido en este país. Nada más pasar la frontera con Ceuta, podías acceder al desvío que te lleva hasta el impresionante puerto de Tánger Med, y desde allí enlazar con las autovías que te conducen hasta las principales ciudades de Marruecos.
En poco más de tres horas, sin salir de la autovía, puedes estar en Rabat. En este trayecto, a poco más de 40 kilómetros de Ceuta, se pueden contemplar  largas colas de camiones dispuestos a la entrada de las formidables explanadas de contenedores que se suceden en el entorno de dicho “macropuerto”. Señal inequívoca de que estamos ante un país con un potencial de desarrollo económico impresionante. Pretender desde Ceuta competir con esta situación, en lugar de aceptarla y adaptarse a la misma, demuestra lo alejados que a veces están de la realidad algunos de nuestros gobernantes locales.  
A lo largo de la autovía hasta Rabat, y también en la capital, fuimos testigos de algo que siempre aparece como una constante en muchos países árabes que pretenden desarrollarse. La permanente lucha entre la modernidad y la realidad social. Así, igual que te encontrabas potentes automóviles por la carretera, también podías ver a mujeres campesinas trabajando los campos con sus niños atados a la espalda. Y paisanos que cruzaban la autovía por donde siempre lo habían hecho, poniendo en peligro su vida y la de los demás, quizás porque los ingenieros no se percataron en su momento, que trazar una autovía sobre un plano es una cosa y dividir campos y territorios, otra muy distinta. Algo así como cuando las potencias occidentales dividieron el continente africano a golpe de cartabón y compás, sin pararse a pensar en las consecuencias de la alteración de las costumbres locales milenarias.
Una vez en Rabat, descubrimos una moderna ciudad, en constante movimiento y desarrollo. Con magníficos hoteles y restaurantes. Pero también un enorme contraste entre lo que era el centro de la ciudad y los barrios periféricos. De esta forma, frente a magníficas infraestructuras y construcción de nuevas redes de comunicación en el entorno del Parlamento y el Mausoleo de la Familia Real marroquí, nos encontrábamos barrios periféricos con enormes carencias en viales, alcantarillado o vivienda. Aunque esto no es exclusivo de Marruecos. En Ceuta, por ejemplo, lo podemos ver con sólo visitar algunas de nuestras barriadas, como el Príncipe o Juan Carlos I, y después darnos una vuelta por las calles del centro. Las de las jardineras moradas de estos días. En cierta ocasión, un político local me justificaba esta forma de desarrollo selectivo con el argumento de que el centro es como el escaparate de las ciudades.
Sin embargo, en La Habana alguien me dijo que el deterioro del centro de la ciudad había sido provocado porque el gobierno de la isla había dado preferencia al desarrollo de las zonas rurales. Bueno, pues tampoco la periferia tiene por qué ser un mal escaparate de las ciudades. Depende de quién y a qué venga.
Por último, pudimos experimentar, con agrado, la hospitalidad del pueblo marroquí. La dignidad con la que llevan el día a día.
Las razones que les mueven a muchos a querer salir de su país. Lo mucho que allí se puede hacer con las remesas que envían los emigrantes marroquíes que vienen a nuestro país a trabajar honradamente. Y las cada vez más poderosas razones que impulsan a muchos marroquíes a querer volver a su país. Un país del que tenemos que ser amigos y al que debemos apoyar para que su crecimiento económico sea cada vez más grande y sostenido. No sólo por razones históricas. También por razones de vecindad.
Pero hubo algo que no me gustó. Cuando volvíamos, pasado el puerto de Tánger Med, y ya llegando a Ceuta, en una caseta del monte abandonada vimos una pintada que en un perfecto francés decía: “Septa marocaine”. Y es que los franceses, desde que a Napoleón lo echamos de España en 1808, no han podido soportar nada español en ninguna parte del mundo.
Qué le vamos a hacer. Habrá que seguir soportándolos también en Marruecos.

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