A mediados de esta semana participamos en un debate televisivo sobre el reciente incendio en el Monte Hacho. Uno de los asuntos que salió a relucir fue el de la gran cantidad de basura esparcida por los espacios naturales de Ceuta. El Consejero de Gobernación, el Sr. Hachuel, criticó, con toda la razón del mundo, la falta de educación de algunos ceutíes y el evidente déficit de conciencia ambiental que caracteriza a la sociedad ceutí. No es un problema exclusivo de determinados barrios de la Ciudad. En el mismo centro, donde reside el sector de población de mayor nivel educativo y económico, uno debe ir sorteando las heces de las mascotas o tiene que enfrentarse al desagradable olor de los contenedores de basura a media mañana.
Al terminar el debate, mientras regresaba a casa, pensé en la manera de acabar con este preocupante maltrato que, de manera sistemática, algunos dan a nuestro medio ambiente y al entorno urbano, ya que el vandalismo es otro fenómeno en alza en nuestra ciudad. Sólo se me ocurrieron dos: la educación y la represión. La última de las soluciones, ya lo sabemos, es consecuencia del fracaso de la primera. Cuando en el plano familiar no conseguimos que con buenas palabras nuestros hijos sigan nuestras indicaciones, tenemos que echar mano de la amenaza del castigo. Nunca es agradable llegar a este punto, pero, a veces, no queda más remedio que acudir a esta vía expeditiva si queremos que nuestros hijos o pupilos nos tomen en serio. Este tipo de medidas tienen un relativo éxito cuando la aplicamos a un grupo reducido, pero su eficacia es muy escasa o nula en aquellos casos en los que el mal “comportamiento” afecta a un sector relativamente numeroso de la población. Como dijo uno de los contertulios del debate, en una charla informal al apagar las cámaras, no podemos colocar a un policía a la espalda de todos y cada uno de los potenciales infractores de las ordenanzas municipales y las leyes ambientales.
¿Cuál es el motivo que lleva a un individuo a tirar en el campo o en la playa los residuos que genera? ¿Por qué no hace un gesto tan sencillo cómo introducirlo en una bolsa y depositarlo en una papelera o un contenedor? En general este tipo de actos no suelen ser conscientes, sino instintivos. Suelen ser conductas aprendidas de manera inconsciente por el mal ejemplo de personas cercanas o por la ausencia de una corrección a tiempo por parte de sus padres o tutores. La tendencia natural del ser humano se dirige hacia el mínimo esfuerzo. No conozco a ningún niño que de mutuo propio recoja sus juguetes u ordene su habitación. Cuesta mucho inculcar a un hijo o una hija la disciplina del orden y el hábito de estudio. Hay que estar, como se dice en términos coloquiales, encima de los hijos para que te hagan caso y cumplan con sus obligaciones y responsabilidades escolares y familiares. La otra actitud posible es dejar que los hijos desorden su habitación y al rato se la encuentren ordenada gracias al esfuerzo de los padres, hermanos o la empleada del hogar. O puede también que el caos y el desorden sea el ambiente natural en el que crezcan y se desarrollen estos niños. De una manera u otra se acostumbrarán a dejar sus cosas tiradas confiados en que alguien las recogerá por ellos o seguirán allí cuando regresen a casa. Con esta actitud interactuarán con su entorno natural y urbano. Tirarán al suelo el envoltorio del bollicao o el sobre de las estampitas conscientes, o no, de que los recogerá el barrendero o se los llevará el viento. Ya no digo si van al campo o a la playa. Pensarán que la propia naturaleza se encargará de disolver su papel o el mar de engullir su lata de Coca Cola.
Llegados a este punto de la reflexión, se hace evidente que la educación cívica tiene su principal semillero en el hogar. Aquí es donde nace el primer brote del respeto al medio ambiente y al espacio urbano. Como bien dicen los educadores, los niños tienen que venir a la escuela educados, es decir, conociendo y practicando las mínimas normas de convivencia con sus compañeros, profesores y con la debida consideración a los bienes comunes. A partir del ingreso de los niños y niñas en la escuela es la sociedad, a través de las instituciones educativas, la que se implica en la formación de futuros ciudadanos y en el desarrollo integral de las personas. La comunidad educativa y las familias son los dos ejes vertebradores de la educación de nuestros hijos. Ambos tienen que ir de la mano para cumplir sus objetivos docentes y cívicos.
Nosotros consideramos, y lo hemos escrito muchas veces en esta columna de opinión, que el actual modelo educativo no favorece en nada la imprescindible relación de interdependencia que los seres humanos tenemos con la naturaleza. A diferencia de una amplia mayoría de países europeos, curiosamente los de mayor nivel económico y cultural, mantenemos a nuestros hijos encerrados entre cuatro paredes, aislados de manera completa del entorno natural. La educación al aire libre es el sistema de educación predominante en el centro y norte de Europa. Para poner un ejemplo, en Alemania existen ya más de 1000 escuelas infantiles al aire libre. En nuestro país, por el contrario, la primera bosqueescuela empezó a funcionar en Madrid el pasado año. Resulta llamativo este dato teniendo en cuenta que una de las principales inconvenientes que suelen achacarse a la educación al aire libre es el frío en invierno y, por tanto, el incremento de las posibilidades de que los niños enfermen. Sin embargo, los estudios realizados sobre la incidencia de enfermedades propias del mal tiempo (enfriamientos, gripe, etc…) en las escuelas al aire libre demuestran de manera fehaciente que no hay un aumento de casos de las mencionadas enfermedades, sino todo lo contrario. Los niños, en contacto con la tierra, los árboles y las plantas, mejoran sus defensas naturales y, lo que es todavía más importante, gozan de una mayor salud psíquica. En definitiva, los niños educados al aire libre crecen más sanos y más felices.
El contacto temprano de los niños con la naturaleza desde su más temprana edad no sólo mejora su salud integral, sino que también los hacen mejores candidatos a convertirse en futuros ciudadanos respetuosos con el medio ambiente y comprometidos con la sociedad. Entienden, desde niños, que los seres humanos podemos modificar el entorno y, lo que es todavía más importante, que su entorno también los modifica a ellos. Es fundamental para el pleno desarrollo de los niños el despertar y la educación de los sentidos, las experiencias de contacto directo con la naturaleza, la transmisión del amor y el respeto por todas las criaturas con las que los seres humanos compartimos este maravilloso planeta que llamamos tierra. Aprenden directamente de la naturaleza los principales conocimientos que requiere un ser humano para llegar a ser lo que cada uno es. En este sentido, la naturaleza es una continua llamada a algo tan propio de los niños como es la curiosidad.
La caída de las hojas en otoño, la nieve invernal, el renacimiento de las flores en primavera, la maduración de los frutos en verano, la abeja que va de flor en flor, el pájaro que se posa en el árbol, la hormiga que arrastra una pesada carga, etc…, son perfectas excusas para que los niños aprendan las lecciones más importantes de la vida. Una persona que adquiera estas experiencias siendo niño demostrará una conducta intachable de respeto a la naturaleza cuando alcance la juventud y la madurez. Los sentimientos de aprecio por la naturaleza de la niñez se transmutarán en profunda emoción y reverencia por la naturaleza cuando llegue al cenit de su vida. Reconocerá el carácter mágico de la naturaleza; percibirá a través de sus despiertos sentidos la inigualable belleza de la naturaleza; vivirá experiencias gozosas y sublimes ante los paisajes y la compañía de los árboles y aves; encontrará en la naturaleza una fuente inagotable de inspiración para la poesía, la ciencia, la filosofía, la pintura, la escultura, la música, la danza, el teatro o cualquier otra forma de expresión íntima; llegará a ser un ciudadano comprometido con la defensa de los bienes comunes; alzará su voz para opinar y contribuir al bienestar general de la sociedad; adquirirá la capacidad del trabajo en equipo; y lo que es más importante, tendrá la oportunidad de lograr una vida digna, plena y rica. Una vida que merezca ser vivida. Su vida será un ejemplo para sus coetáneos y una inspiración para las siguientes generaciones. Son los grandes hombres y mujeres, como dijo Emerson, quienes dan prestigio a los pueblos y naciones. El mismo Emerson afirmó que “el amante de la naturaleza es aquel que ha mantenido el espíritu de la infancia dentro de la edad viril”. Si matamos la curiosidad, la ingenuidad y el amor espontáneo que caracteriza a los niños, tratándolos como pequeños presos, no conseguiremos hacer de ellos futuros amantes de la naturaleza ni grandes hombres o mujeres. Piénsenlo. Pensemos entre todos qué educación queremos para nuestros hijos y qué futuro queremos para Ceuta.