La desintegración por capítulos de Vox deja buena muestra de los malos ejemplos que arroja la política. Las guerras personalistas terminan prostituyendo los proyectos, asomando los intereses particulares y las luchas por el poder.
Eso es malo para todos aquellos ciudadanos a los que se les pide el voto, aquellos que respaldan proyectos y personas, los seducidos por un programa que termina hundido.
En Vox los egos siempre han pesado, ahora más. Ya no hay pudor en publicitar lo mal que se llevan entre ellos, lo cuentan en notas, en comparecencias públicas o en tiritos en redes sociales. Según el momento eligen la ventana.
El espectáculo en política nunca es bueno, rompe con la seriedad debida y transforma todo esto en una especie de esperpento entregado al mejor postor.
Tenemos a Verdejo pidiendo reuniones para aclarar lo que pasa, cual pistolero retando a que salga el resto para poner las cartas sobre la mesa; a Redondo que opta por encerrarse en el círculo de sus fieles, aquellos a los que todavía domina, hasta haber convertido el partido en el patio de su casa.
Y mientras tanto, todo ese público que le iba aplaudiendo se va rompiendo, separando, bajando de un tren que se descarrila poco a poco.
En política no todo vale, tampoco todos están preparados para ese ejercicio. Las consecuencias de que todo esto se tome a juego las conocemos. Ahora las sufre en sus carnes Vox, pero termina salpicando a todas las formaciones. Algo falla en origen, es lo peor que le podía pasar.
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