Tenemos cuidado con nuestros hijos rondando la paranoia, pero luego un mal día la niña pequeña se nos queda ciega en el colegio y nos llaman sin que sepamos qué ha ocurrido. De esta manera tan terrible, una madre separada vio como de la noche a la mañana su mundo se desmoronaba, porque sus hijas habían sido abusadas.
No se le dio la solución tan rápida, sino que llevó tiempo (y mucho sufrimiento) dar con la clave de lo que había ocurrido. La ceguera de la cría no era más que una manifestación de la presión mental a la que estaba sometida por los trastornos que le había causado un octogenario que abusaba de ella- y su hermana- cuando iban a visitar a su padre. Puedo entender la rabia, la frustración y la impotencia de esa madre que arremetió contra el causante de los males de sus hijas. Puedo entender que pidiera cárcel para el padre por consentirlo en el tiempo que tenía tuteladas a las menores. Puedo entender la sentencia que lo exculpa porque no lo sabía, ni pudo hacer nada para evitarlo. Pero aun así, las dos menores fueron abusadas durante dos años en la casa de su padre, mientras el octogenario (familiar lejano del progenitor) hacía arreglos en la piscina.
Hacemos lo indecible por salvarlos, cuidarlos, allanarles el camino y aun así nos los hieren casi de muerte. Las niñas han debido pasar por mucha terapia para contar lo que sucedió. Por más aún, para intentar superarlo. Todo por un malnacido al que han condenado por 16 años de los que no sabemos cuántos cumplirá. La vida es muy injusta. Pero para algunos mucho más. Las niñas tenían 8 y 11 años. Verían “la patrulla canina” o esas estridentes películas todas rosas y almizcle. Pero la normalidad se rompió porque alguien pensó que su voluntad era más importante que todo lo demás, incluido el bienestar de dos crías.
Es duro vivir entre espinas, cargada la conciencia. Deberían escuchar los testimonios de las víctimas de los pederastas parroquiales, años después cuando ya su raciocinio les permite denunciar, porque la impunidad, la superioridad y el silencio es en lo que se apoyan los miserables. No puedo dejar de pensar en esa madre cuando llegó al colegio, asustada por lo que le decían. Sin saber a dónde acudir porque la hija se le había quedado ciega cuando esa mañana veía perfectamente. Y luego cuando se supo la verdad, poco a poco deshilachada como si te sacaran las tripas a jalones, arrancándotelas a la fuerza, recordándote esa mano arrugada metiéndose en ti, en tu mente, en tu cuerpo, en tu vida; Agarrándote del cuello cada noche cuando te enfrentas a los fantasmas de la oscuridad. Eran muy crías en manos de un miserable, sin protección alguna, sin custodia, ni vigilancia. Entiendo a la madre en la que se confiaron, entiendo su dolor y su furia ciega. Veo cómo anidaría el rencor, el fuego, la desolación y el llanto. 16 años y dos días no borran todo eso. Ni siquiera que el desgraciado muera en prisión. Nada borra la perdida de la inocencia, la seguridad, el bienestar que te da esa zona de confort donde eres niña para ver episodios de dibujos animados, despatarrada y con las bragas blancas asomándose por debajo de la falda. Tenían derecho a su propio cuerpo, a su adolescencia conflictiva, a conocer su desarrollo a pie de meses, pero se lo arrebataron a manotazos, a lujuria contenida (como reclama la sentencia) en casetas de piscina y salones de voz baja. Nada extingue la culpa de la madre, las pesadillas de su padre, ni la mala relación entre ellos, porque ella nunca le perdonará que no viera, ni el que lo acusara de omisión en la custodia de sus hijas. Nada volverá a ser igual para ninguno, ni risas infantiles que fueron sesgadas, ni confianza en la ancianidad, ni entre la ex pareja, ni entre padres e hijas.
Todo se mancilló con manos arrugadas y sucias, con palabras desagradecidas, con ausencias prolongadas y una ceguera que no quería ver la luz dela verdad porque dolía demasiado.