Los ceutíes tenemos la suerte de vivir en un lugar extraordinario por su estratégica localización en l que confluyen dos mares y se miran de frente dos continentes. Su clima es muy agradable, con la única salvedad de los temporales de levante que, en ciertos días como hoy mismo, sacuden con fuerza esta pequeña península que se asoma al Estrecho de Gibraltar. Incluso este levante tiene efectos positivos, como la humedad que nos deja provocando una lluvia horizontal que hidrata al arbolado y a la flora local. Nuestra biodiversidad es notable, tanto en mar como en tierra, aunque cada vez esté más mermada por la contaminación de las aguas que circundan Ceuta, por la expansión urbana y por el maltrato que muchos ejercen sobre la naturaleza ceutí. En términos generales, podemos afirmar que las condiciones naturales de Ceuta son inmejorables para el desarrollo y renovación de la vida. La nuestra, la humana, ha ido creciendo en necesidades más de la mera supervivencia y reproducción. Nuestro éxito adaptativo ha facilitado la extensión territorial de la especie humana por todos los rincones del planeta, sin excluir a las regiones de climas más extremos, como los gélidos polos o los ardientes desiertos. No obstante, han sido las zonas bioclimáticas templadas las que han concentrado una población humana en acelerado crecimiento según se han ido sucediendo las mejoras en el acceso a alimentos, en las condiciones de vida y en los remedios para las enfermedades. Todas estas mejoras han generado no solo ha hecho crecer la población mundial, sino que también ha incrementado las necesidades de recursos naturales. La explotación de la naturaleza se mantuvo en unos niveles medio aceptables hasta las revoluciones industriales de los siglos XVIII y XIX, momento en el que el sistema paleotécnico, como lo denominó Patrick Geddes, alimentado por recursos fósiles, empezó a ennegrecer el cielo y los pulmones de las ingentes cantidades de personas que fueron empujados a habitar las ciudades.
El siguiente gran tecnológico vino de la mano de la progresiva sustitución del carbón, como fuente primaria de energía, por el gas, el petróleo y sus derivados. En menos de un siglo hemos consumido una parte importante del gas y el petróleo que se escondía en el subsuelo terráqueo alcanzando lo que los expertos denominan “el pico del petróleo o de Hubbert”. No hay unanimidad en cuanto al momento exacto que alcanzamos este pico de extracción de recursos fósiles: unos los situaron en el año 2006, y otros más optimista en el pasado año 2021. En cualquier caso, estamos justo en lo alto de una montaña “rusa” energética que comienza a caer a una velocidad que pocos se atreven a prever. He entrecomillado lo de rusa, pues no es casualidad que el pico de petróleo haya coincido con el inicio de la invasión rusa de Ucrania. Esta guerra ha destapado la dependencia europea del gas ruso y la complejidad de la urdimbre económica que sostiene la economía mundial. Sin energía a un precio razonable el alza general de los precios resulta difícil de contener. Las llamadas fuentes de energía renovables pueden ayudar al sostenimiento de la red eléctrica, pero hasta ahora resultan poco aplicables al mantenimiento de las redes internacionales y nacionales de transportes de mercancías. Como todos sabemos, una parte importante del transporte internacional se hace por vía marítima, mientras que el intercontinental, como el europeo, es principalmente por carretera. Precisamente, el lunes comienza en España una nueva huelga de transportista que puede devolver la imagen de estanterías vacías en los comercios de nuestro país y perjudicar a la de ya de por sí debilitada economía española.
Este siglo del petróleo ha modificado la faz de la tierra y alterado los frágiles equilibrios ecológicos y climáticos que hace posible la vida en nuestro planeta. El Cambio Global es ya una realidad incuestionable que amenaza a buena parte de los seres vivos, incluyendo a la especie humana. Como ha explicado el científico y activista ambiental Fernando Valladares en su blog (https://www.valladares.info/rebeldia-climatica-ante-la-cop-27), “los efectos de la crisis climática están siendo devastadores: un tercio de Pakistán bajo el agua, el verano más caluroso de Europa en 500 años, más de un millón de desplazados por las peores inundaciones que ha sufrido Nigeria, sequías históricas en Europa y en el Cuerno de África, incendios forestales catastróficos en California. Solo por citar algunos ejemplos. La necesidad de una acción climática decidida nunca ha sido mayor. Sin embargo, y a pesar de las fortísimas presiones de la sociedad y de muchos activistas, las perspectivas no son buenas”. La cumbre del clima de la ONU, la COP 27 que se está celebrando en Egipto no promete resultados esperanzadores. Nos encontramos en un momento muy complejo desde el punto de vista económico y geopolítico que hace difícil la adaptación de acuerdos internacionales ambiciosos acordes a las graves consecuencias medioambientales y sociales derivadas del Cambio Global.
La respuesta al Cambio Global debería ser también global, pero a la vista está que la revolución política que exige las graves circunstancias planetarias no parece que vaya a impulsarse por nuestros líderes mundiales, algunos de los cuales siguen con sus perversos juegos de poder y de dominio económico, militar e ideológico. El único camino que puede sacarnos de este complejo escenario ambiental, económico y social es el que parte de los más profundo de nuestro corazón. Allí reside la fuerza más potente y sanadora: el amor. Como dejo por escrito Lewis Mumford en las conclusiones al Simposio sobre el papel del ser humano en la modificación de la faz de la tierra (Princeton, 1955), “la horrible omnisciencia y omnipotencia de nuestra ciencia y tecnología se convertiría en más autodestructiva que la ignorancia y la impotencia si los procesos compensadores de la vida no alentasen un nuevo tipo de personalidad, cuyo amor por todos no llegue a compensar a tiempo estas peligrosas tendencias”. Frente a la mentalidad del “hombre posthistórico” (Roderick Seidenberg) -obsesionado por la explotación unilateral de la naturaleza para obtener beneficio, poder y prestigio, además de dominado por las insensatas fuerzas de odio, la violencia y la destrucción- necesitamos redirigir nuestro amor hacia forma formas de verdad y belleza. En palabras de Mumford, “únicamente cuando el amor se ponga a la cabeza, la Tierra, y la vida sobre ella, volverán a ser seguras. Y no le serán hasta entonces”.
La expresión del amor hacia la tierra y los seres que la habitación se concreta en reverenciar todas las formas de vida y sentir compasión por todos aquellos que sufren la pobreza y las consecuencias directas del Cambio Global. La actitud reverencial hacia la tierra y sus criaturas, considerada una entidad viva, consciente y sintiente, junto al aludido sentimiento compasivo, debe traducirse en un compromiso activo por el cuidado de nuestro entorno natural y humano más próximo. Decía el científico Kauffman -según nos relata Tom Cheetham- que “lo máximo a lo que podemos aspirar es a ser sabios localmente, pero globalmente… Sólo Dios puede predecir el futuro. Sólo podemos actuar lo mejor de lo que seamos capaces a nivel local”. Aunque sea poco lo que podamos hacer, es necesario que lo hagamos. Hay una divisa mística, compartida por muchos seres espirituales, y concretada por el gran místico suabo Friedrich Oetinger, que sería conveniente tener siempre presente: “Dios mío, concédeme la audacia de cambiar lo que está en mi poder cambiar, y la modestia de soportar lo que no tengo capacidad de cambiar”.
Como dice Stephan Harding en su magnífica obra “Tierra viviente” (Atalanta), “necesitamos tiempo en nuestro lugar para llegar a conocerlo íntimamente con nuestra intuición y nuestro sentimiento, mientras usamos nuestra mente racional para aprender cosas sobre su geología, botánica y zoología, y sobre cómo han interactuado con él los seres humanos a lo largo de los años. Necesitamos concedernos tiempo para experimentar el alma del lugar y, a través de ésta, el alma del mundo, el anima mundi”. El amor a un lugar es el acto definitivo de resistencia no violenta a las fuerzas que están destruyendo la tierra. Vivimos en tiempo de oscuridad. Solo la luz que desprende nuestro corazón ardiente por el eros y la fortaleza puede devolver la sabiduría y la vitalidad a nuestro mundo amenazado por el mal y su fuerza destructiva. Nuestra llama interior, aunque puede resultar pequeña y humilde, puede convertirse en una acción política cuando la compartimos con los demás y sirve para encender otros corazones.