Cuando se acerca la fecha de mi cumpleaños , dudo entre si me habré hecho mayor de golpe o me habrá noqueado la vida, porque hay veces que me siento como si llevara siglos a la chepa y si escucho hablar a mis hijos con sus amigos o les pregunto a dónde van o lo que hacen, ya, ni les cuento.
No es que me lleve mal con los larguiruchones estos, que, hace nada, eran poco menos que muñequitos que se venían a dormir a mi cama, como la proeza más grande del reino y a los que debía de convencer -con prodigios sin fin- para que me dejaran ir a algún lado sola. Ahora ,en cambio, aunque les ofrezca la luna, solo con vengativos castigos de “pierdes la consola” o “no sales con tus amigos”, consigo que se unan al grupo familiar para hacer algo en conjunto y las perillas y los entrecejos y las hormonas y el desacato, me dicen que vienen a popa , muchos peores vientos.
Y es que somos de dos mundos perdidos , el uno para el otro, no hablamos igual, ellos a veces ni siquiera hablan, lo más ejecutan una danza de monosílabos o palabras inconexas o en clave sobre el último video juego o la última peli de terror; No vemos la vida igual y a veces me dicen “amargada”, si les riño por no recoger su habitación o por querer que se busquen la vida, endureciéndose los codos y ya no hacemos las mismas cosas, como ir a la playa de día, pasear por pasear o leer libros en conjunto. No es que lo extrañe, porque soy positivista y le veo- a este nuevo reto- ventajas que saco del subsuelo , como poder tener más tiempo para mí misma, poder investigar en los hábitos adolescente y ,sobre todo, asombrarme de que se crean tan listos y sean- en el fondo- tan tontos
La adolescencia es una etapa, lo sé, pero debe ser de montaña y del tour de Francia , porque no me dirán que nuestros hijos y los hijos de nuestros padres que nosotros fuimos hace mas de 20 años se parecen en algo, más que en el acné y las ganas de rebeldía.
A los que –como yo misma- nacieran en los albores de los sesenta y algunos más, nos cogieron cambios en el país con la muerte del dictador y vimos los albores del hippysmo del que no sacamos, la mayoría nada, más que un buen disfraz para los Carnavales, porque nuestra vida era tan plácida y sencilla como un buen plato de boquerones. Del colegio pasamos al instituto y tuvimos un primer noviete, las que tuvimos suerte un segundo y algunas hasta un tercero y un cuarto, algunas se casaron y se fueron, muchas, no había más que ver mi orla de bachillerato y ver las cruces que yo les iba poniendo a las que lo hacían y que cada vez que sacaba la orla para poner una más , aquello parecía ya un cementerio. Algunas se hicieron profesionales y otras madres a tiempo completo, los hombres que conocimos y amamos se nos hicieron a nuestro lado, viejos, maduros y con encanto nuevo; Teñimos nuestras canas, mientras ellos tañeron sus sentimientos, se separaron y seguimos, criamos a nuestros hijos y nunca nos independizamos de nuestros padres, porque tenían tanto poder que nos asustaba ver lo qué harían o lo infelices que serían, si no estábamos al lado de ellos.
Y así nos vemos ahora, con extraños a nuestro cargo, que enguarrinan su habitación y nos dejan a nosotros las cargas, que creen que lo saben todo y no tienen ni idea de quién era Franco, que se apasionan por un video-juego de dioses, pero que no han leído a Robert Graves o el diccionario de la mitología o al pobre Ovidio, que les debe sonar a Otilio , el de Pepe Gotera. Lo más terrible es que adoramos a esos descerebraos, lo mismo -o más- que quisimos a nuestros padres, a esos fascistas que no tenían que dar excusas, ni poner razones, para jodernos la vida y decirnos quién era bueno y malo para nosotros y qué podíamos estudiar y que no. Al final, hemos cortado nuestras alas , para hacérselas fuertes a ellos y ahora solo nos quedamos emplumados y cumpliendo años, al menos uno, a cada tiempo.
No es que me lleve mal con los larguiruchones estos, que, hace nada, eran poco menos que muñequitos que se venían a dormir a mi cama, como la proeza más grande del reino y a los que debía de convencer -con prodigios sin fin- para que me dejaran ir a algún lado sola. Ahora ,en cambio, aunque les ofrezca la luna, solo con vengativos castigos de “pierdes la consola” o “no sales con tus amigos”, consigo que se unan al grupo familiar para hacer algo en conjunto y las perillas y los entrecejos y las hormonas y el desacato, me dicen que vienen a popa , muchos peores vientos.
Y es que somos de dos mundos perdidos , el uno para el otro, no hablamos igual, ellos a veces ni siquiera hablan, lo más ejecutan una danza de monosílabos o palabras inconexas o en clave sobre el último video juego o la última peli de terror; No vemos la vida igual y a veces me dicen “amargada”, si les riño por no recoger su habitación o por querer que se busquen la vida, endureciéndose los codos y ya no hacemos las mismas cosas, como ir a la playa de día, pasear por pasear o leer libros en conjunto. No es que lo extrañe, porque soy positivista y le veo- a este nuevo reto- ventajas que saco del subsuelo , como poder tener más tiempo para mí misma, poder investigar en los hábitos adolescente y ,sobre todo, asombrarme de que se crean tan listos y sean- en el fondo- tan tontos
La adolescencia es una etapa, lo sé, pero debe ser de montaña y del tour de Francia , porque no me dirán que nuestros hijos y los hijos de nuestros padres que nosotros fuimos hace mas de 20 años se parecen en algo, más que en el acné y las ganas de rebeldía.
A los que –como yo misma- nacieran en los albores de los sesenta y algunos más, nos cogieron cambios en el país con la muerte del dictador y vimos los albores del hippysmo del que no sacamos, la mayoría nada, más que un buen disfraz para los Carnavales, porque nuestra vida era tan plácida y sencilla como un buen plato de boquerones. Del colegio pasamos al instituto y tuvimos un primer noviete, las que tuvimos suerte un segundo y algunas hasta un tercero y un cuarto, algunas se casaron y se fueron, muchas, no había más que ver mi orla de bachillerato y ver las cruces que yo les iba poniendo a las que lo hacían y que cada vez que sacaba la orla para poner una más , aquello parecía ya un cementerio. Algunas se hicieron profesionales y otras madres a tiempo completo, los hombres que conocimos y amamos se nos hicieron a nuestro lado, viejos, maduros y con encanto nuevo; Teñimos nuestras canas, mientras ellos tañeron sus sentimientos, se separaron y seguimos, criamos a nuestros hijos y nunca nos independizamos de nuestros padres, porque tenían tanto poder que nos asustaba ver lo qué harían o lo infelices que serían, si no estábamos al lado de ellos.
Y así nos vemos ahora, con extraños a nuestro cargo, que enguarrinan su habitación y nos dejan a nosotros las cargas, que creen que lo saben todo y no tienen ni idea de quién era Franco, que se apasionan por un video-juego de dioses, pero que no han leído a Robert Graves o el diccionario de la mitología o al pobre Ovidio, que les debe sonar a Otilio , el de Pepe Gotera. Lo más terrible es que adoramos a esos descerebraos, lo mismo -o más- que quisimos a nuestros padres, a esos fascistas que no tenían que dar excusas, ni poner razones, para jodernos la vida y decirnos quién era bueno y malo para nosotros y qué podíamos estudiar y que no. Al final, hemos cortado nuestras alas , para hacérselas fuertes a ellos y ahora solo nos quedamos emplumados y cumpliendo años, al menos uno, a cada tiempo.