Cuando a Platón a mediados del siglo IV a.C. se le ocurrió, en su Academia, definir al hombre como animal con dos pies sin plumas – bípedo implume– seguro que no se imaginaba que Diógenes de Sinope, genuino representante de la escuela cínica, se presentaría en las puertas de su sede con un gallo, al que previamente había desplumado, y arrojándolo aseveraría: “Este es el hombre de Platón”.
Posiblemente la imagen le trajera a la memoria las últimas y enigmáticas palabras de su maestro Sócrates, antes de tomar la cicuta mortal, cuando dirigiéndose a Critón le ordenó: “Le debemos un gallo a Asclepio, así que págaselo y no lo descuides”. Precisamente nuestro preclaro Leopoldo Alas “Clarín” escribió, sobre esta extraña petición del filósofo, una interesante narración: “El gallo de Sócrates”.
No cabe duda que el altanero animal ha tenido, a lo largo de la historia, una gran importancia y sigue teniéndola como símbolo en multitud de tradiciones y como motivo representativo. Históricamente se le ha asociado con el amanecer, con la luz y con la salida del sol. Tiene presencia en la cultura india, en las tradiciones nórdicas, en el cristianismo – la Misa del Gallo y las tres negaciones de Pedro, antes de que cantase el gallo–, en el Talmud judío, en el Islam, en la brujería y en el vudú africano. Muchas culturas han practicado la alectomancia – adivinación por los movimientos o el canto del gallo– y atribuido propiedades mágicas a la alectoria, un cálculo – del tamaño de una avellana– generado en el hígado de algunos gallos viejos.
Es asimismo el gallo un símbolo de la masonería, de nuestra vecina Francia desde épocas medievales, e igualmente presente en la leyenda portuguesa del gallo de Barcelos, salvador de la horca a un peregrino. Más cercana tenemos, por ser de uso común, la locución comparativa:”Como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando”, refiriéndola de modo general a aquel que ha salido escarmentado, con frecuencia perdiendo dinero – desplumado – y a menudo lanzando exabruptos o quejas. Su origen se interpreta con diferentes versiones, desde la referida el gallo de Platón – en una comedia del 1624 – hasta la incorporación del término cacareando y la conversión, por similitud fonética, de Platón por Morón entre 1625 y 1710. Un texto en 1713 hace ya referencia del gallo de Morón.
Al existir la difundida locución de dominio popular, parece lógico pensar que en el sevillano pueblo de Morón de la Frontera se buscase un sustento explicativo a través de una leyenda. Como en todos los mitos y tradiciones se generan diferentes versiones, aunque la primera conocida se debe a Collantes de Terán en 1893. Hay dos parecidas: Bien la de un recaudador de impuestos, bien la de un juez, que arribó a Morón a finales del siglo XVI. Según la tradición estaba imbuido de un carácter chulesco y engreído – con la altanería de un gallo– que irritaba a los habitantes del lugar. Coinciden las versiones en que decidieron darle un escarmiento y una noche, a luz de la luna, en un camino, le propinaron una somanta de palos e incluso le despojaron de sus vestimentas. Sin embargo la versión más acreditada por las investigaciones, asevera que en efecto debido a las disensiones y enfrentamientos entre clases sociales – con dos ayuntamientos– la Chancillería de Granada, preocupada por la conflictiva situación, envió en la primavera de 1527 a un doctor recaudador llamado Juan Esquivel para poner orden. Parece ser que dicho personaje mostraba unas ínfulas que no agradaban a ninguno de los enfrentados vecinos. A pesar de sus diferencias, unieron fuerzas para poner en polvorosa al desmedido mediador.
Sin embargo no consta – por lo menos al Cronista de la ciudad – que dicho Esquivel se autocalificase como el único gallo que cantaba allí, ni que le propinaran la soberana paliza nocturna. Sea como fuese, la leyenda tiene un marcado carácter fuenteobejunesco, al concitar la unión de los habitantes frente a lo que consideraban un tratamiento ignominioso. Por esta razón el monumento, contra lo que pudiese parecer, no está dedicado a un ridículo gallo desplumado, que además se ha convertido en símbolo de la ciudad, y solo quiere representar paradójicamente la rebeldía de aquellos moronenses.
A pesar de tan difundida alocución referida a la ciudad, lo cierto es que hasta 1916 no se plasmó, como símbolo identificativo, en un monumento, al implume animal. Con posterioridad al inicial, de bronce, se le sumó en la ciudad otro, con diferente ubicación, en acero inoxidable en 1999. El Morón de la Frontera sevillano hunde sus raíces en el paleolítico, en el neolítico y hasta como asentamiento celta y después fenicio. Ciertamente el nombre de Morón lo lucen otras ciudades: en España en la provincia de Soria, en Argentina, en Venezuela, en Haití, en Perú, en Francia, en Cuba e incluso en Mongolia. Concretamente en la Gran Antilla existen tres: el Morón de la provincia de Ciego de Avila, el de Santiago y el de Pinar del Río.
El que tiene más relevancia es el cubano de Ciego y su fundación se remonta al 1525 por Ramón Morón – de donde es previsible proceda el nombre– o al 1543 por don Luis de Almeida. No obstante su urbanización no comenzó hasta pasados más de doscientos años. La evolución de la ciudad creció entre sucesos como “El desnudo de Lomaciega”– posiblemente uno de los primeros nudistas– y las leyendas: “La luz de Punta Novillo”, “El mono de la guardarraya” y “El güije de los Esteros”. A partir de mediados del 1800 se empezó a desarrollar la ciudad. Por entonces se creó el primer periódico local titulado, curiosamente, El Faro de Morón. La referida frase referente al gallo atravesó el océano y parece ser que se utilizó en Cuba, por primera vez, en la ciudad de La Habana en 1763. Como no podía ser menos también arribó a la población de Morón, cuyos pobladores que identificaron, sin saber exactamente porqué – no adoptan el implume sino uno revestido de solemne plumaje– a su ciudad con el gallo. Se convirtió en símbolo de la misma, de tal manera que se la conoce como la Tierra del Gallo.
No es hasta 1951 que a dos preclaros hijos de la ciudad se les ocurre la idea de erigir un monumento al representativo volátil. La idea se la apropiaron los políticos de la dictadura batistiniana y el 11 de septiembre de 1955 se develó, por el entonces presidente, Fulgencio Batista, el monumento al gallo de Morón. Con la llegada de la Revolución, manipulando algunos a parte de la población – incluso del área rural– y atribuyendo el monumento a un símbolo de la dictadura, el 5 de febrero de 1960, el gallo fue apeado, arrastrado y llevado a las puertas de ayuntamiento. Ese mismo día, por la tarde, moronenses ofendidos lo vuelven a colocar pero una semana después los fanáticos depredadores, acompañados por fornidos campesinos, armados y con demoledoras mandarrias – martillos grandes y pesados – derriban el repuesto gallo, lo trasladan a una localidad cercana y lo fraccionan en tres pedazos.
Los más comprometidos ciudadanos de Morón, impenitentes, construyeron y colocaron un gallo de cartón, que evidentemente duró poco tiempo y hasta algunos amarraron gallos vivos de sus corrales – en una imagen surrealista– al pedestal vacío. Una comisión trasladó a Fidel Castro la conveniencia de la reposición y aunque la vio aceptable, no se lo tomaría con mucho interés porque, en caso contrario, seguro que al día siguiente los moronenses hubieran tenido su gallo. Lo cierto es que el tema permaneció fuera de onda más de veinte años, hasta que el 2 de mayo de 1982 es develado el monumento actual al gallo. Como señalamos anteriormente, muestra un espléndido plumaje, reposa sobre una rama –que simboliza el pasado– pesa unas tres toneladas de bronce y un equipo megafónico emite sus cantos a las seis de la mañana y a las seis de la tarde.
Otro gallo simboliza también al Morón de la provincia de Buenos Aires, en Argentina, un importante núcleo poblacional. Desde 1963, en una esquina de la plaza principal, frente a la Catedral, emerge la figura de un altivo y arrogante, gallo emplumado. Aunque su origen está en la referencia que nació del Morón español, su fundamento como representativo del lugar lo asignan a haber sido la ciudad albergue famoso, en la época colonial, de las peleas de gallos. Los engreídos y camorristas gauchos – que siguieron celebrando los enfrentamientos a pesar de la prohibición– recibieron tradicionalmente el apelativo de Gallos de Morón, extensivo a la ciudad. En la actualidad, dulcificado el apelativo, se aplica a aquellos moronenses con altas cualidades personales. Incluso Jorge Luis Borges escribió “El estupor” una pequeña narración de un suceso, real o ficticio, ocurrido en Morón. En el mismo un respetable vecino simuló públicamente convertirse en gallo, para salir indemne del asesinato que pensaba cometer y cometió.
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