“Volad, caballos de Dios, y las puertas del paraíso se abrirán para vosotros”.
Este es un texto de tiempos del Profeta Mahoma que, en numerosas ocasiones se les oye a los yihadistas, también lo pronunciaba Bin Laden, y que en la película del marroquí Nabil Ayouch, se pone en boca del emir Abur Zubeir (así acostumbran a denominar al líder de los integristas), cuando le anuncia al grupo de jóvenes que sembrarán de atentados la ciudad de Casablanca. Se trata de aquellos del año 2003, donde la ‘Casa de España’ dio el mayor número de muertos.
Hoy he leído en la prensa como la policía marroquí ha desmantelado una célula de yihadismo con triple ubicación, Tánger, Salé y Casablanca; y que el presidente de la Asamblea ceutí, en esa especie de sínodo o cónclave de su partido, ha sido preguntado por lo que el mismo ministro de Interior ha difundido: que Ceuta, Melilla, Madrid o Barcelona, están en el punto de mira de los fundamentalistas (la respuesta de Vivas podemos calificarla entre beatífica y hagiográfica). Por eso me aventuro a dejar mi opinión sobre un film del que aconsejaría que se viera y proyectase en institutos, centros culturales, etc. pues su didáctica es innegable. Los caballos de Dios es una obra de arte, donde su director (también guionista) se ha internado con una seriedad que asombra, en el ambiente de miseria y vicios, como es el barrio chabolista de Sidi Mumen, en la periferia de la opulenta ciudad marroquí; una de las canteras donde crece y desarrolla, igual que en el Castillejos de aquí al lado, este temor que se ha convertido en una auténtica pesadilla para todos. Otra vez habría que recordar que el terror, el horror, nace con la pobreza y muere con la riqueza. De ahí que la obra de Ayouch, intencionadamente, altere y cabree al espectador, pues saltar al abismo del terrorismo asentado en Marruecos, no le ha debido resultar fácil por múltiples motivos.
Los caballos de Dios es la historia de un joven, como otros muchos, que gracias al fútbol pretende dejar la miseria que le rodea (otra vía es de escape el ejército, y en la película hay una referencia clara al hermano mayor, en un destacamento militar del Sáhara), pero que acabará transformándose en un terrorista suicida, convencido ( esto es lo más grave) de que su muerte le redimirá de sus pecados además de tener una recompensa en el más allá.
Yashin, el protagonista, convive con una madre, explotada laboral en una fábrica; con un padre que padece demencia senil y con un hermano deficiente mental. Hay otro hermano, el chulo del barrio, que protege a Yashin, como el menor de la familia, y es el que lleva algo de dinero a la casa, mediante el robo, las drogas, etc. Será éste, tras un tiempo en la cárcel, el que regrese transformado en yihadista, con la misión de reclutar a otros, entre ellos a Yashin.
Los conocimientos de Ayouch sobre cine son los que Carlos Colón recuerda cuando escribe que con la excepción del primer Passolini (él anota “Acatone”), o el Visconti de “Rocco y sus hermanos”; nunca nos hemos dado de frente, con un relato donde la miseria anule toda esperanza para que la vida sea algo digno; por el contrario, es lo que abre todas las puertas para convertirla en un infierno:así de sencilla, pero trágica, es la existencia de un chaval normal que, sin proponérselo, se convierte en un suicida. Dura historia, también trágica, que llega a asfixiar al espectador, en especial en todo ese proceso donde el imán intenta convencerlo a él y a sus compañeros, y donde está la raíz de la filosofía de la destrucción que sólo en estos Kamikazes cobran sentido: “Les aterramos porque amamos la muerte como ellos la vida”. Ellos son los otros: los que socialmente están al otro lado del péndulo social, los potentados, los que disfrutan de la opulencia, proceda de donde proceda, pues también se da entre los propios miserables.