Han tardado un año en publicar los bienes, pero al final lo han hecho. Las páginas 2-3 que escribe hoy Rocío Abad prometen ser la comidilla de los lectores, por eso de que pica el gusanillo para saber lo que tiene o deja de tener el cargo público de turno. Nos cuenta la Ciudad que hacer gala de estos bienes ayuda a “reforzar la transparencia”. Bueno, es una manera de entenderlo, aunque si nos ponemos en plan pillos, todos sabemos que no hay mejor forma de ocultar lo que uno tiene que empezar a colocar a nombre de otros los bienes de uno. En plan pilla apostaría por colgar en la web los bienes de los familiares de los mandamases... imposible tarea pero bueno, por pedir... ya saben... que no quede.
Que la clase política se vea en la obligación de hacer voto público y exponer en la web lo que tiene responde a la pérdida de credibilidad que han conseguido, a golpe de errores, ante los ciudadanos. No es que los políticos quieran abiertamente hablar de su patrimonio, es que se han visto forzados a hacerlo después de que se haya pillado a tanto chorizo, tanta bolsa de basura repleta de billetes y tanto sinvergüenza aprovechado del dinero de todos. El motivo es importante. Conocer el origen de lo que se nos vende como una demostración es clave, porque ayuda a entender cómo funcionan quienes nos gobiernan. Desgraciadamente funcionan a golpe de escándalo, de denuncia, de crítica y no a golpe de querer ser cada vez más honestos, más abiertos, más entregados y transparentes de cara al ciudadano.
La declaración de bienes se convirtió en una obligación política después de tanto chorizo consentido. No deja de estar bien que se alcance ese compromiso, pero sí que la obligación quita algo de relevancia al asuntillo, ¿no creen? El hecho es que ahora sabemos lo que tienen los que tienen su representación política en defensa del pueblo llano. Tenemos un motivo de diálogo e incluso de crítica. ¿Hemos ganado en transparencia? Eso, a mi juicio, es harina de otro costal. Ahí me quedo.