Categorías: Opinión

Las verdades de Olivencia

Para este diario decano contar con un colaborador de la talla humana, intelectual, profesional y política, como la de mi estimado Francisco Olivencia, es todo un lujo. Faro de Oro por derecho propio, si tuviera que destacar alguna de sus virtudes, me decantaría por su condición de incansable defensor de su ciudad. Esa Ceuta por la que tantas muestras de amor ha sabido dar siempre, especialmente en sus años como parlamentario.
Su artículo del pasado domingo, No quiero que otros terminen con Ceuta, es para enmarcarlo. Si no lo leyeron, les aconsejo que lo busquen en la Red. Es el reflejo y el dolor vivido en sus carnes ante la equivocada visión que de nuestra ciudad se tiene fuera de ella, especialmente desde de los órganos políticos y de poder, y la impotencia que se siente ante tantos oídos sordos, cuando no maliciosos, por parte de quienes, históricamente, deberían habernos contemplado como a cualquier otro pueblo o región del Estado.
Los efectos de lo que se dio en llamar la marcha de la tortuga, están ya a la vista. Hay barrios que han perdido por completo su identidad. Vecinos y familias de toda la vida fueron abandonándolos y los pocos que quedan, donde los haya, se preguntan ahora quiénes son y de dónde y cómo habrán venido muchos de sus nuevos moradores. Cómo hablar ya de multiculturalidad en ese Príncipe donde sólo queda una familia de origen europeo. Un camino hacia el que parece ir precipitándose también alguna que otra barriada.
Que nadie nos venga justificando el cambio poblacional ateniéndose a las altas tasas de natalidad de las familias musulmanas. De haber existido un mayor control en los continuos e indiscriminados asentamientos irregulares de marroquíes a lo largo del último medio siglo esa realidad poblacional sería hoy muy distinta. Quede claro que aquí hay que diferenciar a tantísimos musulmanes, tan orgullosamente caballas y españoles, legítimamente afincados en ésta, su tierra, como la de sus antecesores, con los que se hizo justicia a mediados de los 80, sacándoles del limbo jurídico en el que se encontraban con la concesión de sus DNI y la nacionalidad española.
Pero, ¡ay! Aquello fue como lo del café para todos. Se regalaron documentos alegremente. En tantos casos hasta a quienes desconocían por completo el idioma español. O lo que es aún más grave, el de ese significado promarroquí, aquí residente, haciéndole vencer su resistencia para que aceptase el citado documento como contaba Olivencia.
Se preguntaba Paco si en su época de parlamentario se estaría asistiendo a una política preconcebida de ir marroquinizando la ciudad. Cuestión sobre la que, los que llevamos toda una vida en Ceuta, nos hemos planteado también tantas veces. Significativo en ese sentido aquel “os tenéis que acostumbrar a convivir con ellos”, como llegó a decir al respecto Gutiérrez Mellado. O desplantes como el de aquel ministro cuando le dijo “¡pues que va a haber en Ceuta, sino moros!”.
De nada sirvieron sus reiteradas preguntas e interpelaciones, algunas con Morales, su compañero del Senado, solicitando un control exhaustivo de la entrada y permanencia de extranjeros y la necesidad de cautela en la concesión de las nacionalidades. Y qué decir cuando le dejaron a dos velas al exigir soluciones para “garantizar” la cobertura de la frontera terrestre y la costa. Le llega a uno al alma la respuesta que recibió de Belloch, el entonces titular de Justicia e Interior, sobre tales medidas, especialmente cuando el ministro las señaló como “francamente inconcebibles en el plano de lo teórico, irrealizables en el plano de lo práctico e irresponsables desde un punto de vista de nuestros compromisos internacionales”. Tremendo, pero así reza en las actas.
¿Culpables? Como escribía Paco, “unos más y otros menos”. Desde la independencia marroquí. Pero así se fue forjando ese lento e irreversible cambio poblacional con sus consiguientes problemas derivados. Los propios de esa inmigración descontrolada, y suicida para una ciudad totalmente incapaz de absorberla. De aquellos polvos vienen estos lodos. Si todos nuestros representantes o responsables políticos que han venido sucediéndose en el tiempo hubieran seguido en la línea por la que luchó nuestro hombre, quizá estaríamos asistiendo hoy a un panorama muy distinto. Pero unos por considerarse de paso, otros por la disciplina de partido o bien por no enturbiar su carrera política, así nos ha ido.
Supongo que Paco podría ahondar más sobre el asunto, pero me consta su prudencia. Vaya mi modesto reconocimiento a Francisco Olivencia, todo un ejemplo de honradez, vocación y entrega a la causa pública y a su pueblo. Cuántos políticos de su talla necesitaríamos en estos convulsos momentos.

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