Resultaba imposible entenderse. Mientras yo defendía que la inmigración debía ser regulada dentro de la sociedad al igual que cualquier actividad pública, las monjas que cuidaban de los inmigrantes me hablaban de la injusticia que suponen las fronteras y que estas debían ser eliminadas. Cierto día hubo que llamar al tesorero para realizar un gasto: colocar una reja en una claraboya de la casa donde se atendía a los inmigrantes ya que al parecer era forzada por personas que entraban y robaban los víveres y otros materiales. Les pregunté por qué poner rejas a una casa si predicaban la desaparición de las fronteras. Todavía espero la respuesta.
Estas bellas personas se guiaban por lo que Weber denominaba “ética de la convicción” es decir sus creencias y valores por encima de las consecuencias.
La mayoría de las personas que defienden este tipo de propuestas, como la eliminación de las fronteras y de la regulación sobre los movimientos migratorios, tienen un concepto del estado como de algo abstracto casi metafísico, algo que no les afecta personalmente, desconocen o no quieren reconocer que los estados son construcciones jurídicas, políticas, sociales y económicas que tardan decenas de años e incluso siglos en construirse, que no caen del cielo como el maná bíblico sino que requieren un esfuerzo constante de construcción y mantenimiento incluidos sus límites físicos. La progresía española ha sido y es, la principal impulsora de esta visión liquida, no así la izquierda tradicional que precisamente se definía en relación con el estado.
Elocuentes fueron las palabras de la ministra Carmen Calvo asegurando que el dinero público no es de nadie o las de Zapatero afirmando para pasmo de jornaleros que la tierra no es de quien la trabaja sino del viento.
La entrada forzosa de más de cuatrocientos inmigrantes (me niego a usar el eufemismo “migrantes”) en Ceuta vuelve a situar en el debate público estas dos visiones sobre el problema (también me niego a llamarlo “fenómeno”) aunque sin posibilidad de acuerdo entre las partes dado que el discurso impecable sobre la inmigración no se basa en cuestiones jurídicas o políticas sino en una sentimentalización del hecho que persigue imponer un sentimiento de culpa que elimina la posibilidad de hablar de la cuestión sobre términos objetivos.
Porque lo que realmente está sucediendo en estas últimas décadas es que se trata de una inmigración impuesta por la fuerza a las sociedades receptoras, de personas de las que no sabemos nada (convenientemente se deshacen de cualquier elemento de identificación para evitar ser repatriados) algo que contradice nuestras reclamaciones de seguridad.
Quienes recuerdan el pasado emigrante de los españoles con el ánimo de promocionar nuestro católico sentimiento de culpa ocultan que estos eran devueltos sin remisión cuando no cumplían los requisitos de entrada o permanencia en los estados receptores.
No hay constancia histórica de emigrantes españoles entrando por la fuerza en Alemania tras golpear a sus policías.
La irresponsabilidad de estos discursos de puertas abiertas son los que están avivando los sentimientos de rechazo hacia el extranjero y los que están detrás del crecimiento de opciones políticas anti-inmigración en Europa que son apoyadas por unos ciudadanos que se sienten preteridos frente a aquellos que llegan vulnerando la primera norma, la de entrada.