En septiembre de 2008 uno de los más importantes bancos estadounidenses, Lehman Brother, quebró. Era el estruendo que provocó la explosión de la burbuja inmobiliaria de EEUU. Las vibraciones de esta bomba económica se sintieron en todos los países desarrollados. La onda expansiva movió los cimientos económicos de muchas naciones. Y aquellas que tenían peor cimentación se desplomaron. Las economías de Grecia, Irlanda y Portugal se vinieron abajo. Los líderes de otros países, como España e Italia, decían que no pasaba nada, que sus cimientos eran fuertes. Pero no era verdad. Tuvieron que inyectar en sus bancos, los cimientos de su economía, ingentes cantidades de dinero. Al mismo tiempo los inquilinos de estos países sufrieron importantes recortes en salarios, derechos laborales, pensiones, educación y asistencia sanitaria. Se consideraban sacrificios indispensables para evitar el derrumbe completo del edificio social. Han pasado seis años y el edificio dicen que está estabilizado, aunque no se sabe cuánto tiempo tardaremos en rehabilitarlo y cómo quedará al final. Mientras que duran las obras los inquilinos van a seguir pasando graves penurias y dificultades.
¿Hubiera sido posible pronosticar el terremoto financiero y el consecuente tsunami económico? ¿Estamos ante una simple crisis económica o hay algo más detrás? Contestando a esta última cuestión, hay que decir que nos enfrentamos a una crisis multidimensional que abarca no sólo a la propia quiebra financiera, sino que también comprende una profunda crisis ecológica, energética, política, social y ética. Si ampliamos nuestra perspectiva histórica nos daremos cuenta de que esta crisis tiene dos vertientes: la interna y la externa. La que apreciamos con más claridad, la externa, hunde sus raíces en el siglo XV, cuando surge el capitalismo y comienza un ciclo de expansión territorial, económica y poblacional.
Llevamos quinientos años de continua expansión y crecimiento económico. Una expansión en ciertos terrenos que ha venido acompañada por una concentración del poder. Ambos fenómenos, aparentemente enfrentados, se retroalimentan. Para llevar a cabo este proceso de expansión era necesario movilizar importantes fuerzas militares, industriales y financieras. Y este proceso sólo era posible si el poder se encontraba cada vez más concretado en pocas manos, capaces de tomar decisiones rápidas y contundentes. En principio estos poderes mantenían cierto grado de independencia, pero con el paso del tiempo fueron aglutinándose hasta constituir el actual complejo del poder, del que forman parte los partidos políticos, las grandes corporaciones multinacionales y los mercados financieros. Juntos persiguen el poder, la productividad, los beneficios, la propaganda y el prestigio. En su insaciable persecución de tales metas han alterado el frágil equilibrio de los ecosistemas. Han destruido pueblos, ciudades, paisajes naturales, ríos y mares. Han modificado el clima y han condenado al hambre y la muerte a millones de seres humanos. Desconocen el concepto del límite y el equilibrio. Pero estos límites existen y el capitalismo ha topado con ellos. No es viable su expansión futura. Por mucho que sigan creando sofisticados productos financieros, nada evitará que la megamáquina se pare y no sea posible volver a arrancarla. Muchos lo saben, pero no lo van a reconocer. Esta crisis no va a parar. El petróleo, clave para el mantenimiento de este vertiginoso crecimiento económico, se agota; el clima está descontrolado; el agua escasea; las minas se cierran; la desertificación avanza; la violencia se desata;…La única solución es que abordemos una profunda transformación social, acompañada de una nueva cosmovisión del mundo y del hombre.
Y hablemos del ser humano. Si profunda está siendo la crisis externa, no lo es menos su dimensión interna. Esta crisis interna lleva mucho más de un siglo gestándose. Hemos pasado del tiempo en el que el mundo estaba supeditado al hombre a una época en la que es el mundo el que se impone a las necesidades del ser humano. Hombres y mujeres hemos ido perdiendo sustantividad interior hasta llegar a un punto en el que muchas personas se asemejan a nueces huecas: una espesa corteza exterior y un absoluto vacío de piel para dentro. La vacuidad del ser humano es completada con todo tipo de actividades sin sentido y mecánicas que le apartan de aquellas acciones creativas que en el pasado aportaban sentido y significado a la vida. Nuestros sentidos están completados anulados y embotados por un continuo bombardeo de estímulos exteriores. La radio, la televisión, el ordenador y ahora los teléfonos “inteligentes” distraen a una amplia mayoría de ciudadanos que no encuentran tiempo para la reflexión, el pensamiento o la autoeducación mediante la lectura. Estos mismos artefactos hacen que nuestra mirada se dirija todo el día a una pantalla, grande o pequeña, en la que las imágenes, los textos y los mensajes circulan a una velocidad de vértigo. Pocos levantan los ojos para apreciar los amaneceres y atardeceres, el marcial desfile de las nubes, la belleza de nuestros paisajes o simplemente para cruzar la mirada con las personas que comparten con nosotros la existencia. De igual modo, nuestros oídos se han vuelto insensibles al canto de los pájaros, el silbido del viento o el fluir del mar. Tampoco olemos el salitre de este mismo mar, el frescor de la hierba o la resina de los pinos. Preferimos el frío de la pantalla que continuamente frotamos con las yemas de los dedos que la suave caricia de las manos de nuestros hijos y parejas. De igual modo todo se ha vuelto insípido. La fruta no sabe a fruta, el pan es tan efímero que apenas es comestible al final de día, el atún no se puede comer porque tiene altos niveles de mercurio y los huevos apenas tienen sabor.
Como reza en el título del último libro de Amin Maalouf estamos completamente desorientados. ¿A dónde nos dirigimos? ¿Cuáles son las metas que perseguimos? ¿Qué sentido tiene nuestra vida? Intentar responder a estas inquietantes preguntas fue la tarea de los grandes pensadores que ha dado la humanidad. Los antiguos griegos encontraron su respuesta en la integración del ser humano en el cosmos y en el seno de la naturaleza; la época medieval en una vida eterna tras la muerte; la edad moderna en el imperio de la razón; y nuestro tiempo, la Edad Novísima, como decía Eucken, en la concentración del poder y la acumulación material. Nos da miedo sentarnos a cuestionarnos sobre el sentido de nuestra vida. Por ello huimos de los escasos momentos en los que nuestra mente recala en este tipo de preguntas. En el fondo todos estamos desorientados y perdidos en un mar de dudas existenciales. El horizonte no aparece por ningún lado y cada uno flotamos sobre una débil y pequeña embarcación cargada de objetos materiales que nos arrastra hacia el fondo. Remamos cada uno por nuestro lado, sin dirigirnos la palabra. Hemos olvidado que la humanidad ha conseguido avanzar en aquellos momentos en los que se han satisfecho las necesidades de comunicación, cooperación y apoyo mutuo. Si nos comunicáramos de manera sincera llegaríamos a entender que, más que en un mar, flotamos sobre un río, el de la vida.
La gran crisis multidimensional en la que estamos inmersos nos invita a un retorno a nosotros mismos, a un examen de conciencia. No conseguiremos cambiar las cosas si no somos capaces de desarrollar una capacidad de autorresponsabilidad. Ha llegado el momento de tomar las riendas de nuestra vida individual y colectiva. Esta crisis, como ya vaticinaba Rudolf Eucken, “tiene, necesariamente, que llevarnos, o a una degradación, o a una elevación de la condición humana”. Todos debemos poner nuestras energías en la empresa de alcanzar esta elevación del ser humano. Debemos confiar en una gran renovación, en el ascenso a un mundo espiritual y en una profunda reforma moral. Ya no cabe la indiferencia o la tibieza. “Viejo o joven es lo mismo, tratándose de una crisis tan terrible”, decía Eucken al fin de sus memorias. Ha llegado el momento de la renovación de la vida.
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