Categorías: Opinión

La re-sacralización de la naturaleza

Este año nuestra asociación ha cumplido quince años de existencia. Parece que fue ayer cuando nos reunimos en una de nuestras casas para redactar los estatutos de Septem Nostra y firmarlos.

Entonces éramos más jóvenes y menos maduros de lo que los somos hoy en día. Ambas cosas, vejez y madurez, deben ir de la mano para que continúe de manera armoniosa nuestro desarrollo personal. La paulatina pérdida de fuerza física tiene que ser compensada con un incremento del poder espiritual. Si ponemos empeño en la consecución de este propósito vital lograremos renacer a una nueva vida. Una vida, muy distinta y gozosa, que hemos conseguido los que encabezamos esta asociación  gracias a la misma naturaleza por la que tanto hemos luchado y seguimos luchando. Es una recompensa que no esperábamos, pero que agradecemos de manera entusiasta. En estos años hemos recibido mucho más de lo que hemos dado. Se nos ha otorgado la oportunidad de conocer mejor el lugar que nos vio nacer, andar y jugar en sus bosques y playas; hemos abierto nuestros sentidos a la belleza de este lugar mágico, mítico y sagrado; hemos experimentado experiencias sensitivas y emocionales muy profundas bajo el mar o bajo el subsuelo de esta tierra que contiene en sus restos arqueológicos el espíritu de Ceuta; nos hemos emocionado nadando entre calderones o salvando a tortugas y delfines; hemos conseguido integrar en nuestro trabajo cívico y científico al patrimonio natural y cultural; hemos dado rienda suelta a nuestra imaginación e ideado proyectos como el Museo del Mar, la Agenda 21 Local de Ceuta, el Observatorio de la Sostenibilidad, la Escuela de Vida, la revista Al Idrissia, etc… Muchos de estos proyectos son semillas plantadas en el fértil suelo del mundo del pensamiento y tarde o temprano darán sus frutos.
Nos sentimos igualmente satisfechos de la formulación  y realización de nuestros ideales a través de la defensa cívica del patrimonio cultural y natural. Nuestro poder no proviene del dinero ni de la vanidad, sino del amor que sentimos por nuestra tierra, por Nuestra Ceuta (Septem Nostra). Este amor lo hemos hecho patente no desde falsas proclamas ni golpes de pecho, tan habituales en algunos de nuestros próceres locales, sino desde el compromiso cívico y la denuncia oral y escrita de todos aquellos actos que han puesto en peligro al patrimonio natural y cultural  de Ceuta. Por desgracia, una de las cosas que no hemos logrado ha sido movilizar a la ciudadanía en este objetivo tan loable como la defensa de nuestros bienes culturales y naturales. La mayoría de los ceutíes siguen dormidos o viven como sonámbulos sin haber vivido en realidad. Como dijo Thoreau, “no hay ni uno de mis lectores que haya vivido hasta el momento una vida plenamente humana”.  Y se preguntarán, ¿Qué es una vida plena? Desde nuestro punto de vista, una vida plena es aquella en la que un ser humano vive el mayor número posible de experiencias sensitivas y emotivas sublimes, capaces de alimentar su alma y enriquecer su imaginación. Todas estas experiencias facilitan la acumulación de una energía espiritual e intelectual que le permiten desarrollar todas las capacidades objetivas y subjetivas necesarias para su cumplir su destino vital y trascender las limitaciones impuestas por el espacio y el tiempo. El desenlace final del gran drama de la vida consiste en la reintegración armoniosa y gozosa en el cosmos, con el sentimiento de agradecimiento a la naturaleza por habernos dado la posibilidad de disfrutar del extraordinario don que es la vida consciente.
Después de este rápido balance de los logros y fracasos alcanzados en estos quince años de historia de Septem Nostra, vamos a compartir con todos nuestros lectores una de las más importantes lecciones que hemos adquirido en estos tres lustros. Al escribir esta idea no he podido evitar pensar que alguien antes que nosotros llegó a nuestra misma conclusión. Su nombre era Walt Whitman, el poeta del cosmos y la plenitud. No puedo evitar emocionarme al escribir su nombre. Noto su presencia en todo lo que hago y digo, pues sus palabras resuenan en mi alma como el inagotable eco de su voz que dice “la democracia, en sus múltiples personalidades, en sus fábricas, talleres, tiendas, oficinas, a través de las densas calles y casas de las ciudades, y en todas las manifestaciones de su vida artificiosa, debe por una parte ser revitalizada por medio de un contacto regular con la luz exterior, el aire, el crecimiento, las escenas de granja, los animales, los árboles, los pájaros, la calidez del sol y la libertad de los cielos; de lo contrario indudablemente decaerá y palidecerá”.
Desde Septem Nostra hemos asumido el esfuerzo de Walt Whitman, Thoreau, Emerson, Goethe, Geddes, Mumford y tantos otros poetas, escritores y pensadores, de “apartar a la gente de sus continuos extravíos y abstracciones enfermizas (como el poder y el dinero, añadimos nosotros) para conducirla a lo común, divino, original y concreto” (Whitman). Hemos llegado a la conclusión de que apelar a la razón o las leyes no es el medio más eficaz para lograr la conservación de nuestro patrimonio cultural y natural. Los detentadores del poder cuentan con medios muy eficaces para distraer la atención de la gente de lo importante a lo trivial, así como demuestran una enorme maestría a la hora de sortear las leyes o ignorar la opinión de los ciudadanos críticos. Por tanto, sólo nos queda dirigirnos al corazón de la gente, a su alma, a sus emociones y creencias más elevadas e íntimas.
En el inconsciente de todos y cada uno de nosotros reposa el culto a la Madre Tierra, -dadora y al mismo tiempo sustradora de la vida-, que marcó las creencias religiosas durante buena parte de la historia de la humanidad y que aún sigue vigente en figuras como la Virgen María en el cristianismo o Parvati en el hinduismo.  Incluso en los tiempos de mayor rigorismo religioso se consiguió eliminar el culto a la Gran Diosa y, a través de ella, a la misma naturaleza. Sin ir más lejos, en Ceuta y en buena parte del Magreb, la gente aún sigue acudieron  a los morabitos para rezar, meditar y beneficiarse del poder sanador de la energía de estos lugares considerados sagrados. Nadie se atreve a profanar estos santuarios que sirven de residencias al espíritu de personas santas y por este motivo estos lugares son auténticos reservorios de árboles, flora y fauna. Esta realidad incuestionable refuerza nuestra idea de que la única esperanza para la salvación de la naturaleza es su re-sacralización.
Debemos superar la distinción artificial entre espíritu y naturaleza, mente y materia, cuerpo y alma. Como bien dicen las investigadoras Anne Baring y Jules Cashford en su monumental obra “el mito de la diosa”, “la humanidad y la naturaleza comparten una identidad común”. Hemos ido perdiendo la participación de la humanidad en la naturaleza y nuestra alma se ha desgajado en dos mitades que conviene reintegrar de manera armónica a través de la imaginación creativa. Tenemos que ver el mundo con otros ojos. En palabras de Blake: “a los Ojos del hombre de Imaginación, la Naturaleza es la misma imaginación. Un hombre ve tal y como es”. De este modo, tal y como nos dice el mismo Blake: “el árbol que mueve algunos a lágrimas de felicidad,  en la mirada de otros no es más que un objeto verde que se interpone en el camino. Algunas personas ven la naturaleza como algo ridículo y   deforme,  pero para ellos no dirijo mi discurso; y aun algunos pocos no ven en la naturaleza nada en  especial”. Nosotros, al igual que William Blake, decidimos hace tiempo cambiar los destinarios de nuestro discurso. Resulta inútil intentar convencer a nuestros gobernantes, los amos del ladrillo y los “yonqui del dinero”, como los ha llamado el “visionario” y corrupto arrepentido Marcos Benavent, de la necesidad de conservar y proteger la naturaleza. Aunque seguiremos luchando para evitar que sigan destruyendo todo lo valioso que nos ha legado la naturaleza y la historia, nuestra mayor preocupación y más importante misión se centra en redirigir la mirada de nuestros ciudadanos hacia lo que Whitman llamaba “lo común, divino, original y concreto”, esto es, el cosmos y la naturaleza.  No tenemos otra cosa que ofrecer que nuestra mirada. Con mayor o menor fortuna seguiremos plasmando por escrito o proclamando allí donde nos inviten nuestra particular visión de Ceuta. Estamos convencidos, -porque tenemos pruebas que lo avalan-, de que Ceuta ha sido y es una ciudad mágica y sagrada. Esta realidad ha quedado oculta durante muchos siglos y ya es hora de revitalizarla y restaurarla.

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