Está muy extendida la sensación de que el único tiempo a tener en cuenta es el rabioso presente, conjugándolo prácticamente siempre con la primera persona del singular. El pasado no existe para las necias y el futuro es algo impredecible para las cortas de mira que siempre se envuelven en un presente absolutamente cortoplacista que lo domina todo. Nadie parece atreverse a querer ver más allá de las aletas sus narices.
Sin embargo, hay excepciones. Seguro que le suena.
Una de esas singularidades que siempre nos reserva la historia empezó con su nombre, Isoroku, que en japonés significa, literalmente, “56”. Fruto de una tradición nipona, este hijo de samurái adoptó como nombre la edad de su padre en el momento de su nacimiento.
En 1901, con 16 años, ingresó en la Academia Naval Imperial, graduándose en 1904 con una de las mejores puntuaciones de su promoción.
Su brillante carrera lo catapultó hacia varios destinos internacionales que combinó con diversos e importantes cargos de responsabilidad en su país y un fulgurante ascenso castrense.
Nombrado viceministro de Marina en 1936, se opuso a la corriente militarista que quería una confrontación a toda costa. Mandatado por su gobierno, intentó que llegasen a término varias negociaciones con Gran Bretaña y los Estados Unidos para que Japón lograse la paridad militar en cuestión de rearme. El esfuerzo fue en vano. Los ultranacionalistas habían ganado la partida y la guerra era inevitable. Su posición era, paradójicamente, tan dura en contra de la confrontación que el 30 de agosto de 1939 el propio ministro de Marina tuvo que alejarlo de Tokio al temer que sufriese un atentado, nombrándolo Comandante en jefe de la flota combinada. Yamamoto sabía que entablar una guerra contra los Estados Unidos significaba el suicidio, de la misma forma que aliarse con Hitler era un seppuku en toda regla. Sin embargo, la situación era irreversible y el emperador cedió ante la presión.
La otra gran paradoja es que al almirante “guerraescéptico” es a quien se le encarga el famoso ataque. Aunque al principio el plan es rechazado, al militar nipón le dan finalmente luz verde, si bien apostrofa como última advertencia: “durante los primeros seis o doce meses causaré estragos y conquistaré una victoria tras otra. Para entonces, si la guerra aún continúa, no tengo ninguna expectativa de éxito”. Brutal.
El 7 de diciembre de 1941, 353 aviones japoneses atacaron sin previo aviso Pearl Harbour desde seis portaaviones. El número de muertas superó las 2400. Las japonesas calificaron el ataque de triunfo total y creyeron haber terminado con la supremacía americana en el Pacífico. Sin embargo, ninguno de los portaaviones americanos estaba atracado en Pearl Harbour y de los ocho acorazados atracados, siete volvieron posteriormente al combate. El USS Arizona se quedó en el puerto como mudo testigo ahogado de lo que el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt calificó como “una fecha que vivirá en la infamia”.
No obstante, en un Japón presa de la euforia generalizada por la demoledora agresión, el gran Gensui de la Armada del país del sol naciente, hizo una reflexión que encubría una premonición: “Me temo que hemos despertado a un gigante dormido. Su respuesta será terrorífica”. Y en esas estamos.
Estamos inmersas en una brutal lucha de clases en la que las de arriba están ganando la partida por goleada. Con muchos mecanismos y sin fisuras, con muchas herramientas y sin escrúpulos, con la razón que da la fuerza y sin sentimiento alguno, con mucho dinero y muchas voluntades compradas, han ido avanzado hasta llevarnos por la senda de la esclavitud sin que tan siquiera hayamos sido capaces de percibir el ruido que hacen las gruesas cerraduras de las mazmorras en las que nos encierran.
A poco que se mire con un pelín de detenimiento, se puede ver que existe una forzosa relación directa entre las grandes directrices marcadas por la austeridad organismos como el FMI, el Banco Mundial el Banco Central Europeo y los intereses de las grandes corporaciones. Blanco y en botella.
Lo queramos ver o no, la situación que todas estamos sufriendo es la de una extrema élite aplastando de forma inmisericorde al resto. Y esto solo tiene un nombre. Seguro que ya le va sonando.
Ese “resto” lo conformamos usted y yo, el mismo “resto” que tiene un poder increíble aunque nos hayan inculcado a sangre y fuego que solo somos una masa sin capacidad de decisión, gobierno o acción.
No obstante, el proporcional reparto de migajas que se lleva a cabo en las capas que blindan a las que mandan de verdad -fruto de la calculada y evidente división capilar del poder- provoca que muchas de nosotras nos creamos por encima de la categoría de paria. Y todo porque podemos –todavía- pagar una hipoteca y comprarnos un coche. La trampa es perfecta. Siempre caemos.
Esa ilusión mental que nos han inoculado nos ha llevado a creer en el dogma de que nada tenemos que compartir con las que trabajan desde los seis años en talleres infectos, con las que tienen que emigrar por culpa de las guerras, de la miseria o por los efectos del cambio climático, o con las vecinas que hacen cola para pedir la comida del día. Nos sentimos superiores a las que no pueden optar a un empleo de calidad, a una sanidad digna o a una educación pública de calidad. Tener todavía la capacidad de no dormir entre cartones nos obnubila el sentido común.
Dicho de otra forma, consideramos inferiores a quienes no tienen nuestro supuesto nivelillo, como la remera de las galeras que se sentía privilegiada por ocupar un puesto donde el látigo le alcanzaba menos que a las demás. De puta pena.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene y, leyendo esto, quizás piense que lo vitriólicamente expuesto aquí solo representa los delirios infundados de un H2SO4 demasiado visceral. Como si la guerra o la explotación que nos corroe solo fuesen materia para películas de ciencia ficción conspiranoides. Como si no fuese con nosotras. Como si las que sufren no se merecieran el apelativo de hermanas. Como si “esas cosas de las que hablan a veces los periódicos” fuesen inamovibles, perpetuas y contra las que nada se pudiera hacer.
Otras, sin embargo, opinarán -como afirmaba el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano- que “mucha gente pequeña en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, pueden cambiar el mundo”.
¿Utopía?
El pasado 8 de marzo, una huelga feminista sacudió el mundo. Las mujeres dejaron oír su voz de forma contundente. La reivindicación de ese #8M era simple: se exigía igualdad. Así, gente pequeña, en sitios pequeños, sumando su pequeñez a la de las demás, han acabado logrando que en España tengamos un Consejo de ministras y ministros. Obviamente, como decían Font et Val, los ácidos artistas humorísticos franceses, “esto es solo un combate, prosigamos con el inicio”.
El almirante de la Armada Imperial Japonesa, Isoroku Yamamoto, lo tuvo muy claro tras el ataque a la base de Pearl Harbour. Había despertado al gigante dormido. Ahora solo hace falta que usted se crea que las conquistas se llaman así porque hay que arrancárselas a las emperadoras de turno, y de ser así, siempre son regalos envenenados. El camino está ahí. Seguirlo o no depende de usted y de su compromiso. Tener la voluntad de atreverse a mirar y trabajar más allá del rabioso presente, también. Nada más que añadir, Señoría.