El sábado pasado, durante un largo instante, nuestra ciudad se convirtió en el escenario de un hermoso testimonio de amor a la humanidad. Un grito de rebeldía frente a la decadencia moral que atiza el egoísmo y la insolidaridad hasta convertir “el odio al diferente” en un código ético respetable.
“No, digamos no, nosotros no somos de este mundo”. Como sumidos en un dramático retorno al pasado más tenebroso, es imposible no evocar canciones que entonces fueron himno.
La marcha para rendir homenaje a las quince personas que murieron en la playa del Tarajal, hace un año, ahogados, asfixiados y exhaustos, a los pies de la arrogancia militarizada de Occidente, revestida de su versión más cruel; resultó un acto tan emotivo como fecundo. El clamor de un conmovedor “nunca más”, germinará. Por respeto al honor y la memoria de todos los que han perdido injustamente la vida frente a la codicia, lo haremos perdurar. Quiero hacer pública mi admiración por todas las personas que se desplazaron de otros lugares de nuestro país sin más recompensa que la satisfacción personal de defender un ideal. Y mi más efusivo reconocimiento a todos los ceutíes (cada vez más) que no se dejan intimidar por la tiranía del pensamiento único que domina con extrema ferocidad este pueblo. Centenares de personas muy diversas, fundidas en un anhelo infinito de justicia y solidaridad, se convirtieron en la viva expresión del más profundo sentimiento de igualdad entre todos los seres humanos. Pudieron ser muchos más. Los que habitualmente protestan enfurecidos por la imagen que a menudo se difunde de Ceuta, perdieron una buena oportunidad de potenciar con su presencia una “Ceuta comprometida con los derechos humanos”. Prefirieron quedarse en casa. Quizá hacía frío. En el alma.
Me sentí muy orgulloso de formar parte de aquella manifestación. Mientras caminaba, recordaba aquella frase del periodista Jacob Riis: “Cuando nada parece ser de ayuda, miro a un picapedrero golpeando la roca tal vez hasta cien veces sin que aparezca ni una sola grieta. Sin embargo, al golpe 101, la rompe en dos. Sé que no fue ese último golpe el que la partió, sino todos los anteriores”. No llegaremos a ver un mundo sin fronteras y exento de racismo. Pero llegará un día en que se romperá la piedra. Cada golpe por liviano que sea, la romperá. Y todo habrá merecido la pena. Esta firme convicción es un eficaz antídoto contra la indolencia. Nos hace fuertes, infatigables, inmunes al insulto y al desprecio. Aunque por momentos uno se sienta como atropellado por un imparable alud de maldad que se antoja insuperable.
Ya de vuelta al fango de mezquindad, en que han convertido la vida pública en nuestra ciudad, nos tenemos que enfrentar, de nuevo, a los ataques de los infames profetas del odio, que se obcecan en perpetuar los privilegios de unos (pocos) a costa de la vida de otros (muchos) si es necesario. No escatiman medios (y tienen muchos) ni método para ello. El poder político (detentado por el PP), responsable único y directo de los sucesos del Tarajal, se esconde como un vil cobarde tras la Guardia Civil, planteando a la sociedad un dilema falso: “O los derechos humanos, o la Guardia Civil”. Truco de trileros de ínfima talla moral. Ninguno de los convocantes, ninguno de los asistentes, ha cuestionado a la Guardia Civil, ni ha puesto en duda su merecido prestigio entre la ciudadanía. Apoyar a la Guardia Civil no puede significar avalar todas las acciones de cada uno de sus integrantes en cada situación. Eso es sencillamente una estupidez. Lo que se repudia con la máxima contundencia posible, son unos hechos muy concretos, perpetrados por efectivos de la Guardia Civil, que cumplían las órdenes recibidas. Ninguna persona decente puede aceptar que en su nombre, portando en el brazo la bandera que a todos nos representa, se disparen bolas de goma a personas desvalidas, ateridas de frío, que nadan torpemente en la oscuridad intentando alcanzar la orilla… hasta dejarlos morir. No, no y mil veces, no. Estos hechos deben ser esclarecidos y juzgados con rigor. No hay otra salida digna.