De entrada, confieso que no termino de saber si el señor Benaisa es un auténtico imán, con mayor o menor solvencia religiosa o un charlista dedicado a comentar textos islámicos que selecciona en función de la oportunidad del momento. En esta ocasión ha sido el Ramadán. Al señor Benaisa, pues, se lo han puesto a huevo, pero eso no quita que ya de entrada, sin compartir sus opiniones, reconozca que es coherente con lo que predica.
Por supuesto, su discurso no es una pastoral, género muy vinculado a ciertos gerifaltes de la iglesia católica española, sobre todo en el franquismo, donde a través de escritos o desde los púlpitos, también se erigieron en sujetos marcadores de moralidad. Y es que la prosodia del señor Benaisa y la que utilizaron tantos y tantos curas, haciéndonos creer que el pecado nos acechaba por las esquinas, no es tan diferente. Entonces, como ha sucedido ahora con las palabras del predicador musulmán, la diana estaba en la mujer, en nuestras madres y en nuestras hermanas, a las que la más mínima disidencia era motivo para calificarlas, sin más, de putas. Puta y fornicadora es lo mismo. Un carmín rojo acentuado en los labios; un escote que, tímidamente, se abría; una falda que se encogía más arriba de la rodilla, no mucho; o una manga que no superara el codo, eran en esos años, indicio para un viaje al infierno. Aquellos avechuchos, como hoy el señor Benaisa, misóginos hasta la médula, siempre verán a la mujer como la pérfida Eva, la tentadora serpiente.
La metamorfosis que se ha producido en la sociedad y que ha determinado transformaciones cualitativas, capaces de cambiar la realidad familiar y hasta las intimidades en el campo de las relaciones amorosas, también ha convertido la presencia de la mujer en la vida cotidiana en algo irreversible y espectacular. Los efectos sociales, mentales y hasta sensual de la mujer han cimbreado el eje de la tradicional dominación masculina, logrando tambalear el consabido machismo. Para la civilización musulmana (esto lo confirmamos a diario), es un fenómeno inédito que ha cogido descolocado al Otelo shakesperiano y tambalear su machismo. Esto es lo que piensan muchos, como el señor Benaisa (dentro de su coherencia coránica), alzándose como paladinos vigilantes, eunucos de falsos harenes, que se escudan en la religión para reprobar y vilipendiar.
Mas el cambio está llegando a Túnez, Rabat o El Cairo. Lo piden a gritos y en elocuentes silencios. Las huellas mentales y sicológicas de imaginar a la mujer como menor de edad, llamada por Dios y la sociedad para servir al marido y obedecer sin protestar, se van desdibujando y los conceptos de abnegación y castidad han perdido peso, frente al raciocinio, la feminidad y la nueva sexualidad. Castigar con el insulto todos estos logros es prueba evidente de que el avance es ya imparable.
¿Fue inoportuno caer en la trampa de darle focos y cámaras al señor Benaisa para que expusiera su coherente y caduco pensamiento, por quienes son responsables de una televisión pública, local y anodina? Tampoco lo sé. Desde ella se remiten a un “libro de estilo” que, por lo visto, da licencia para todo. Quizás en haber medido las consecuencias que este embrollo produciría, hubiera sido un signo de inteligencia, tratándose de una profesional la que dirige el cotarro, pero le faltó astucia o no sentirse identificada, como no musulmana, con la flagelación a la que eran condenadas esas otras mujeres.
En una sociedad como la ceutí, que se jacta de interculturalidad, convivencia y tolerancia y que ha aprovechado estas circunstancias para darle cancha a los grupos políticos y sus consabidos mítines, yo he echado de menos que las aludidas por Benaisa no hayan dado la cara. Me refiero a esas a las que les censuran que se depilen desde las cejas hasta el vello púbico; que calzan coturnos o se introducen (muchas con polvos talco) en estrechos vaqueros. Son a ellas, las tildadas de nuevas odaliscas, a las que les corresponden rebelarse. Y para colaborar, les aconsejo dos opciones: arrojar a los falsos moralistas por la roca Tarpeya; o bien, hacer uso de la castración. Todo, menos dar grititos por Teniente Coronel Gautier o en la Plaza de los Reyes, pues parecería que viniesen de un bodorrio.