Opinión

La normalidad de la barbarie

Salvo algún que otro sobresalto mediático, generalmente condicionado por las tendencias momentáneamente activas en las redes sociales, banalizamos (cuando no es “aceptamos”) con muchísima frecuencia situaciones que, a todas luces, son inaceptables. Transitamos por un sendero en el que las excepciones son vistas con indiferencia. Avalamos con nuestra pasividad que millones de personas se mueran de hambre al día y, quizás con un punto de fastidio por ver las moscas comiéndose a las niñas del Sahel a la hora de comer, en algunos momentos reaccionamos con suave indignación a la hora del informativo. Obviamente, ese estado de ánimo nos dura hasta la publicidad. Faltaría más. Asimilamos con absoluta tranquilidad que las guerras están despedazando a millones de seres humanos, e incluso llegamos argumentar eso de que “a esa gente sólo le gustan las guerras y los follones”. Y tan panchos nos quedamos, oiga. Aceptamos, con escasa repercusión para nosotras, que esos seres humanos que huyen de las matanzas institucionalizadas se mueran en las aguas del Mediterráneo, avalando incluso las tesis oficiales de que aquí no hay para todas. Como si nosotras estuviésemos tocadas por la mano divina para dictar quién tiene derecho a comer y quién no. Pero la vida es así, ¿verdad? Asumimos de forma borreguil que, en este nuevo orden mundial que están fabricando, nos veamos despojadas de derechos adquiridos al tiempo que lo público esté siendo sistemáticamente destruido a mayor beneficio de las grandes empresas privadas. Y las que no se puedan costear un seguro privado, que hubieran ahorrado, ¿no es cierto? Sin esfuerzo alguno nos tragamos el sapo, como si el tema no fuese con nosotras, de que la corrupción es una lacra generalizada en cualquier sociedad basada en el poder (que sí, que las dictaduras llamadas de izquierda o derecha son iguales, lo sabemos) y a los juzgados me remito. El hecho es que, a pesar de la ignominia, no nos levantamos como una sola mujer para protestar por tanta basura que fabrican en nuestro nombre y revocamos en sus cargos a quienes lo permiten y/o facilitan. Total, ¿para qué, si todas son iguales, incluso aquellas a las que votamos con insistencia y devoción? ¿No es así? Nos indignamos –y con razón, faltaría más- contra los actos terroristas que se producen en suelo patrio, pero no movemos ni una pestaña cuando las asesinas van segando centenares de vidas en otras latitudes y por las mismas razones: el dinero. A estas alturas, el discurso religioso ya no se lo traga nadie. Una bomba que acaba con la vida de decenas de seres humanos pero que no explosiona en nuestro portal no va con nosotras. El nivel de hipocresía sigue subiendo, gracias. Ni nos inmutamos cuando vemos el brutal avance de las creencias religiosas en la sociedad, algo que debe estar en el ámbito de lo privado y personal pero jamás en el marco de las instituciones. Tantos siglos, desde un 14 de julio de 1789, argumentando que sólo una sociedad laica es la vía para no estar sometidas a ningún dogma, y ahora comprobamos cómo, con la etiqueta de “aconfesionalidad”, se ceden inmensas parcelas de soberanía política para mayor disfrute de quienes nos dicen cómo debemos vivir, amar y hasta morir. Y todo tan normal. No nos cuestionamos ni un segundo el hecho de que la mal llamada austeridad neoliberal nos empuje hacia la miseria más absoluta, y vemos absolutamente lógico que se rescate a los bancos con nuestro dinero, mientras nuestras vecinas pasan brutales necesidades. Y todo esto para que, como estaba mandado y previsto, se devuelva ese dinero. Usted, por si acaso, no lo intente con su hipoteca o con las letras de la nevera. Como siempre, usted sabrá lo que más le conviene, pero al paso que vamos cualquier día suprimen -siempre por nuestro bien- la libertad de expresión y seguro que nos parecerá que sin el ruido de la disconformidad se vive mejor. Es lo que tiene pasarse la vida normalizando la barbarie, que se acostumbra una hasta a vivir maniatada, con una capucha puesta y con un esparadrapo en la boca. En fin, de usted depende seguir viviendo en su burbuja de confort intelectual o, por el contrario, querer aportar su grano de arena contra esta avalancha de intolerancia que nos está sepultando sin solución. Una última cosa: cuando esto ya sea insostenible y hasta a usted le parezca intolerable la situación de esclavitud consentida, no olvide que haber sido “una persona de orden” y jamás haber puesto una pizca de duda en las actuaciones de las que mandan, no le librará de ser pisoteada como las demás. Aunque, visto lo visto, quizás para entonces aplauda hasta a la bota que la machaque.

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