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Lola Herrera y Juanjo Artero brillaron ayer con luz propia sobre las tablas del Revellín a través de ‘La Velocidad del otoño’, que mezcló reivindicación y grandes dosis de humor
El tirón de Lola Herrera, también de Juanjo Artero, es incontestable. Llenaron su función ofrecida ayer en el Auditorio, pues en cuestión de horas el primer día de venta las localidades quedaron agotadas y es que un cartel con dos grandes artistas consagrados generó un alto grado de expectación entre la sociedad ceutí; un clima que ayer invadía la manzana del Revellín minutos antes de las 21.00 horas. En grupos reunidos o esperando en las colas que se generaron de entrada al Auditorio comentaban acerca de la obra todo aquello que google les había adelantado y con algún que otro spoiler dilucidaban las posibilidades de la función, que tenía el tiempo contado para postrarse sobre el escenario del Revellín.
‘La velocidad del otoño’ fue una función sostenida por una actriz que, a sus 81 años, mantiene su brillo interpretativo, dominio escénico y una envidiable memoria para decir su papel sin vacilaciones, lo que significa que afortunadamente todavía se la verá por los escenarios en los próximos años. Y fue Herrera la clave y la moraleja de la obra, nadie mejor como ella para poner sobre escena a Alejandra y lanzar al aire ese mensaje que en uno de los diálogos le suelta a su reaparecido primogénito (Artero): “En la vejez también hay belleza”.
Una obra reivindicativa con tema universal, el de una sociedad olvidada y frívola con los mayores, pero a su vez se presentó bien edulcorada de humor. Gracias al entrañable personaje de la madre y la magistral interpretación de Herrera, se consigue que todo el mundo se identifique y empatice con su personaje a la vez que se cuestionan las acciones de los hijos.
Arranca con una oscuridad rotunda en el que el único sonido de fondo es una conocida opera que introduce en escena a Alejandra (Herrera). Tumbada en el sofá de su casa rodeada con cócteles molotov la anciana se ha hacinado en su hogar decidida a ponerle fin a una vida que ya alcanza ver los últimos atisbos de luz. Justo en ese momento rompe en escena (mientras se cuela por la única ventana que no ha sellado) su hijo mayor, a quien no ve desde hace veinte años. Produciéndose así, entre ambos, una conversación tan real como inverosímil e, incluso, absurda cargada con gran humor que hizo romper al público en carcajadas. Es el pretexto para el inicio de una larga conversación que se desata entre madre e hijo en la que, a través de reproches, anécdotas y sueños comienza un recorrido de análisis sobre la vida, su velocidad, su fugacidad y como dice Cristóbal (Artero) sobre “lo mierda que es”.
Fue una obra mordaz, divertida y profundamente conmovedora acerca de la fragilidad y sobriedad de la vida cuyo montaje fue un alegato a favor del valor de envejecer y de la belleza de la madurez que conmueve por su proximidad. ‘La velocidad del otoño’ puso de manifiesto el valor de envejecer, de la sabiduría que dan los años en contra de ese abandono emocional que es para los ancianos abandonar su hogar para instalarse en residencias. Esa es la gran reivindicación: cómo en la vejez todos somos olvidamos, incluso maltratados por los seres más cercanos, los queridos, aquellos de los que se espera que estén ahí en esos momentos tan difíciles. “Tú eres el problema”, le dice Cristóbal a su madre, encarnando así a la figura del hijo actual que, movido por la corriente de una sociedad frenética, se vuelve egoísta y personalista, y en cuyas vidas la figura de los padres, de los mayores, solo genera una molestia. Una gran crítica al modelo social al que avanzamos y en el que nos convertimos, una oda a la vejez, porque también es una etapa bonita, y a los mayores, por su sabiduría y porque en ningún momento han dejado de ser personas que precisen amor.
La obra se presentó con gran precisión, donde hasta el más ínfimo detalle estuvo cuidado y tuvo algún que otro significado. Si la puesta en escena de ambos actores hizo que se ‘salieran de la línea’, no fue para menos la escenografía donde los colores fueron claves para simbolizar la moraleja de la obra. Ella y su sillón de un llamativo rojo en alusión a ese fuego, a esa llama que todavía arde. Mientras el edificio “histórico” en el que se encuentran (según comenta Cristóbal) y el resto del mobiliario se presenta de un gris ceniza a juego con el pelo de la anciana, simbolizando esa perdida del color, de los años que llegan al final de sus días.
‘La velocidad del otoño’ se sirve del humor para poner sobre la mesa una realidad, ya que gracias a una anécdota argumental se abre la reflexión sobre cuanto importa acompañar en su recta final a quienes tutelaron nuestros primeros pasos.